Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

La revolución no es mala

idea de que el mundo avanza pautado por cambios revolucionarios que se dan de vez en cuando concentrados en el tiempo está bastante arraigada en el imaginario colectivo. Hannah Arendt definía la revolución como un “reinicio radicalmente nuevo del curso de la historia caracterizado por el deseo de alcanzar la libertad para la mayoría”. Retenemos la expresión inglesa de “la mayoría”: the many (los muchos, por contraposición a “los pocos”). Esta concepción es básicamente correcta, pero, a la vez, estrecha. Para muchos autores, se basa en el análisis de las revoluciones americana (las colonias inglesas) y francesa, dos acontecimientos vinculados al tiempo y la acción, es decir, los determinantes básicos (políticos y sociales) del cambio.

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Historia de un trepa

Entre tanta seudonovela histórica, alarde más bien de literatura barata adornada con cromos e ilustraciones kitsch, no está de más agradecer el esfuerzo de quienes pretenden recontar la realidad inmediata con personajes que sirvan para humanizarla. La historia con gente reconocible dentro de ella suele ser más digestiva. Y, sobre todo, sirve para aproximarla a quien de verdad la ha vivido. Si quien nos la acerca, como aquí Ignacio Martínez de Pisón, tiene claros el estilo y el concepto con que adoba su pretexto narrativo, el resultado parece –cuando menos– esforzado y meritorio. Para el caso, el autor zaragozano (de 1960), residente en Barcelona desde 1982, ha optado por una técnica coral, distanciadora, por tanto, y pretendidamente objetiva, como es

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Extraños sin un tren

Javier Montes, autor reconocido, y aun reconocible (también fuera de nuestro espacio), continúa a vueltas con su mundo narrativo, no demasiado lejano de aquella novela «deshumanizada» que parecía adelantarse a las polémicas sobre su final. Esto es, Montes, desde una evidente frialdad conceptual, en paralelo con un estilo desnudo de todo lo que no aporte concisión (que no funcionalidad), distancia su mensaje hasta convertirlo en pañuelo de adioses, que en su mano es también arma de prestidigitador.   Segunda parte es, precisamente, la segunda de sus novelas, a continuación de la muy celebrada Los penúltimos (2008), y conviene no olvidar que Montes escribió en colaboración con Andrés Barba el ensayo La ceremonia del porno (2007), galardonado con el Premio Anagrama.

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No se deje de cuentos, don Medardo

Bien entendido que el cuento es un género literario decididamente autónomo, e incapaz –por ejemplo– de aceptar comparaciones con la mecánica productora de novelas (ello sería tan absurdo como comparar a los actores de cine con los de teatro), hay que decir que Medardo Fraile es uno de los grandes cuentistas de la historia de la literatura española. Ésta fue muy rica en ese aspecto en los años cincuenta-sesenta del siglo pasado, que es cuando revistas no estrictamente literarias, como Blanco y Negro, ampliaban sus contenidos publicando cuentos. En esa época, Medardo Fraile (junto a Ignacio Aldecoa, García Pavón, Jorge Ferrer-Vidal y un consabido y largo etcétera) ocupaba un lugar de honor en el género, y solamente su alejamiento de

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Aún queda mucho

José María Vaz de Soto, autor de Sevilla, Estación Términus constituye, dentro de la narrativa española, el caso del corredor de fondo de Allan Sillitoe, no sé si lo recuerdan (hay película brillantísima de Tony Richardson), que nunca llega a la meta en primer lugar, estando perfectamente capacitado para ello, porque en el tramo final «se deja», o deja que otros venzan, por un mero prurito de orgullo o pertenencia a una clase. En el caso de Vaz de Soto –tengo la impresión–, se trata de no renunciar a los principios literarios que le son propios y que tienen que ver, tal vez, con la vieja dignidad del letraherido, tipo Valle, cuando éste se muestra en conocida foto en una

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Éramos todos tan felices

Fue la madre de Eduardo Haro Ibars quien, furiosa con ciertas alusiones personales en El desencanto, bautizó a los Panero como la familia Trapp. El apelativo, si bien tiene gracia, no termina de ser válido para una gente como ésta, bregada y bragada, y carente desde luego del más mínimo gesto empalagoso. Pues lo suyo fue, tal y como vimos en El desengaño, una especie de invitación al degüello, tan en desacuerdo con el concepto familiar impoluto que se reclamaba en el franquismo. Y es que, sin la película de marras, rodada cuando todavía el tardofranquismo hacía de las suyas, los Panero no hubieran sido elementos tan «de culto» como lo son en la actualidad. Y aquí cabría dejar aparte

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El gran inquiridor

José Lázaro (A Coruña, 1956), profesor de Humanidades Médicas, era hasta la aparición de este libro todo un desconocido en nuestro panorama literario, donde Lázaro irrumpe con maneras rigurosas, con argumentos potentes e importantes dosis de originalidad, para trazar la vida y muerte de Luis Martín-Santos en un libro titulado, precisamente, Vidas y muertes de Luis Martín-Santos, aproximación tenaz a los hechos que rodearon la biografía de uno de los escritores más explosivos de la narrativa española moderna. Y ello por un solo título, Tiempo de silencio, naturalmente, que Tiempo de destrucción no pasa de ser sinfonía inacabada e incompleta, a la que sólo la voluntad arqueológica de José-Carlos Mainer pudo alzar hacia su publicación, no sin que antes (como

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Una premonición

Acaba Loureiro (Santa Mariña de Sillobre-Fene, Coruña, 1965) su novela con estas palabras «(Una premonición)», fórmula futurista para algo que representa redenciones nunca logradas pero con la belleza de ciertas derrotas. Y no parece casual que Loureiro cite la Batalla de Moscú. Que acabó en retirada. Y a retreta sonaron los cañonazos españoles en Trafalgar, con Churruca aquí petrificado. Claro que Churruca no podía recibir a las galeras normandas, tan «godotianas», por más que Ramón Loureiro no beba del absurdo. Su novela es sueño racional, el que produce monstruos. Una parada «freak» esta del de Sillobre, con sus ínfulas macondianas. Y García Márquez sería referencia obligada al hablar de Las galeras de Normandía, si no fuese porque sobre el colombiano

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Sólo falta el mayordomo

Yo creo que a estas alturas de la película «planetaria» no cabe rasgarse las vestiduras por la falta de limpieza del asunto. El premio es tan de encargo que si algún año recae en alguien que pasaba por allí, como cuando el vencedor fue Juan Eslava Galán por un más que interesante En busca del unicornio, no hubo sino que esperar doce meses para que fuese premiado quien había llegado tarde a la convocatoria prevista para él. En este caso, Gonzalo Torrente Ballester y su Filomeno a mi pesar. Esto es así, repito, y por ello sorprendió que Juan Marsé se retirase haciendo aspavientos de un jurado, encargado de fallar un premio tan previsible, del que había sido miembro unos

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Que no habite el olvido

Pocos ciudadanos como Luis Cernuda menos proclives a la hora de ir dejando pistas para que quienes viniesen después pudiesen balizar sus vidas con causa y conocimiento. Y en el caso del autor sevillano, además, cabría añadir su reconocida capacidad de desdén (digna de un Manuel Azaña, por citar un contemporáneo suyo ejemplar) para complicar aún más el embrollo biográfico de un caballero (tan dandi como si en lugar de haber nacido para protagonizar La novela de un joven pobre, por ejemplo, lo hubiese hecho en plan Gran Gatsby, o Francis Scott Fitzgerald, pongamos por caso) dejado –voluntariamente– de patria y familia. Y aquí entra Antonio Rivero Taravillo, melillense de 1963, poeta, traductor y ensayista, erudito en disciplinas diversas (como

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Cuando Cela hizo las Américas

Soy de los que sostienen que Camilo José Cela, al igual que su admirado Quevedo, trasciende su obra por medio de una vida trufada de ocurrencias, algunas apócrifas y otras ciertas, que hacen de él un elemento legendario. Le falta ser un personaje de chistes, como lo era aquel Quevedo que todavía en los años cincuenta (del siglo pasado) protagonizaba historietas escatológicas, en paralelo con el llamado Jaimito, dueño de los cuentos verdes; cutres, casposos, aquéllas y éstos, negando la genialidad quevediana incluso a la hora de la sal gorda. Aún no llegó Cela a tal submundo y, sin embargo, en torno a él circulan sucedidos esperpénticos, como la vez en que le acuchillaron una nalga en un cabaré, respuestas

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