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Extraños sin un tren

SEGUNDA PARTE

Javier Montes

Pre-Textos, Valencia

186 pp. 16 €

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Javier Montes, autor reconocido, y aun reconocible (también fuera de nuestro espacio), continúa a vueltas con su mundo narrativo, no demasiado lejano de aquella novela «deshumanizada» que parecía adelantarse a las polémicas sobre su final. Esto es, Montes, desde una evidente frialdad conceptual, en paralelo con un estilo desnudo de todo lo que no aporte concisión (que no funcionalidad), distancia su mensaje hasta convertirlo en pañuelo de adioses, que en su mano es también arma de prestidigitador.
 

Segunda parte es, precisamente, la segunda de sus novelas, a continuación de la muy celebrada Los penúltimos (2008), y conviene no olvidar que Montes escribió en colaboración con Andrés Barba el ensayo La ceremonia del porno (2007), galardonado con el Premio Anagrama. Segunda parte tiene que ver con la historia de una pareja gay, pareja en todo caso de una asepsia absoluta en materia sexual, que se ve truncada provisionalmente por la marcha de uno de sus componentes a Brasil. De allí llegará, en su lugar, en un atractivo juego de espejos trucados que permiten ver desde su parte posterior a quienes se contemplan en ellos, un elemento «doble» a su vez del actor Farley Granger. Granger, actor de segunda fila, icono gay en todo caso, novio que fuera del guionista de West Side Story, Arthur Laurents, existió (sigue haciéndolo) tan de verdad como ciertas son sus creaciones en Extraños en un tren y La soga (a esta película pertenece la foto de la cubierta de la novela de Javier Montes), películas ambas de Alfred Hitchcock, caracterizadas por una importante ambigüedad en las relaciones de sus protagonistas. Y por cierto que Farley Granger intervino también en Senso, de Luchino Visconti, en su estancia europea, presencia en España incluida.

Aquí es donde entra en juego Patricia Lins (sí, hay unas cuantas en Internet, pero ninguna tiene que ver con la forjada por Javier Montes), autora a su vez de una película con Granger en aquellos años cincuenta en que la cretona y los braseros empezaban a dejar paso a los tresillos de escay, la formica y las radiogramolas. Todo a la vista, y Javier Montes reconstruye atmósferas con la previsible (a tono con lo ya dicho) economía expresiva. Atmósferas y comportamientos con apenas esbozos y toques, lo que contradice el volumen de cuanto aquí se cuenta. En principio, la historia de Miguel y Rule, la pareja central, engarzada con la de Patricia Lins, dispuesta a reconstruir su primera película, aquella que había rodado en el momento español de Farley Granger, a quien viene a reproducir ese muchacho procedente del Brasil que ahora acoge a Rule. Y resulta de gran desnudez expresiva cómo Miguel busca el cuerpo amado a través de las habitaciones y los objetos compartidos. Con unos padres al fondo que darían –ellos solos– cuando menos para un cuento, si no una nouvelle. Y de nuevo surge el Javier Montes de los matices hechos categoría en la vuelta de los progenitores de Miguel del teatro, de ver una función horrorosa que podríamos adivinar ya en los gestos (perceptibles) de quienes la han sufrido.

Aparte queda el Madrid tan bien explicado, en pocas palabras, ya se ha dicho, por Javier Montes. Ese Madrid de Argüelles, concretamente del paseo del Pintor Rosales, desde el que se vislumbra un panorama de naturaleza doméstica. También de panoramas llenos de aridez, como el descrito desde el teleférico, llegada a la Casa de Campo incluida, donde se aprecia «un parque pelado con unas hormigas que mordían mientras su madre leía el periódico en las mesas del merendero». Aquí está el Javier Montes más escueto retratando un momento en instantánea impecable, que humaniza así ese panorama «deshumanizado» del que hablé al principio. Doblemente humanizado entonces, puesto que Farley Granger es «de verdad», aunque se deje ver lo justo en un fondo alusivo, y también elusivo, lo que deshace aquellos resabios que esta novela –tan cinematográfica que está pidiendo a gritos guion y puesta en escena– pudiera tener de biopic o docudrama. Puesto que Granger no es más que un pretexto de hondura para ensamblar una historia compleja, en su sencillez, aparente, en sus recovecos, meridiana, en lo opaco de su fondo, tan atractivo.

Su lazo conductor efectivo, Miguel (puesto que Rule se halla en Brasil, desde donde conduce esos hilos invisibles presentes en las llamadas, casi «no llamadas», telefónicas que tienen lugar entre los dos) será el puente de unión con la enigmática Patricia Lins, directora de cine reencarnada en sí misma en ese remake que se dispone a realizar. De manera que en el extraño viaje que propone Javier Montes, con talento y acierto, tan solo falta aquel tren hitchcockiano, con base en Patricia Highsmith, donde dos desconocidos proponen mudar sus papeles en trato francamente ferroviario. Porque la técnica de Hitchcock en La soga (película tres años anterior –es de 1948– y la primera en que el maestro angloamericano utiliza el color) es la de utilizar un solo gran plano-secuencia, por más que tuviese que hilvanar los diferentes planos fijando el ojo de la cámara en las chaquetas de los protagonistas. Se trata de un procedimiento sutil que no deja de recordar al de Javier Montes, un autor en quien las referencias cinematográficas son algo más que meras insinuaciones. Por cierto, Farley Granger cerró su carrera como actor en Europa. Pero no ya de la mano de Luchino Visconti, sino de la de Enzo Barboni en Le llamaban Trinidad. Otra historia.

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Ficha técnica

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