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Sólo falta el mayordomo

MUERTE ENTRE POETAS

Ángela Vallvey

Planeta, Barcelona

354 pp.

20,50 €

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Yo creo que a estas alturas de la película «planetaria» no cabe rasgarse las vestiduras por la falta de limpieza del asunto. El premio es tan de encargo que si algún año recae en alguien que pasaba por allí, como cuando el vencedor fue Juan Eslava Galán por un más que interesante En busca del unicornio, no hubo sino que esperar doce meses para que fuese premiado quien había llegado tarde a la convocatoria prevista para él. En este caso, Gonzalo Torrente Ballester y su Filomeno a mi pesar. Esto es así, repito, y por ello sorprendió que Juan Marsé se retirase haciendo aspavientos de un jurado, encargado de fallar un premio tan previsible, del que había sido miembro unos cuantos años. Igualmente sorprende que haya más de doscientos autores, ya se supone que desconocidos, dispuestos a hacer de comparsas de Vargas Llosa, Camilo José Cela, Bryce Echenique o Fernando Savater, por citar algunos de los más conocidos de los últimos ganadores del Planeta. Los «colocados» ya no lo son tanto, por más que suelan gozar ya de una cierta gloria literaria cuando se falla el galardón, coincidiendo con la festividad de Santa Teresa (en honor de la esposa del señor Lara, creador de editorial y premio, un caballero que, cuentan sus exégetas, se inició en el mundo empresarial mirando los anuncios de La Vanguardia para conectar a gente que vendía máquinas de escribir con otros que deseaban comprarlas).

Se falla, pues, en octubre, con vistas a las inmediatas Navidades, donde ganador y finalista del Planeta pueden ser regalo obligado, es decir, de aquellos que no se van a mirar con ojo crítico, tal vez porque bastantes de quienes los reciban ni siquiera van a leerlos. Sí que leyó muy atenta La cruz de San Andrés celiana aquella maestra coruñesa que creyó reconocer en el libro huellas muy sospechosas del original con el que ella había concursado el mismo año, querellándose y arrojando más dudas sobre el premio. En esta convocatoria ha dejado en segunda posición a Ángela Vallvey, ganadora con anterioridad del Premio Nadal, Ciudad de Cartagena de Novela Histórica y Ateneo de Sevilla, de poesía. Vallvey, columnista además de interés, ha optado en esta ocasión por la novela de deducción, a lo Agatha Christie, por más que el índice de personajes, o reparto, aparezca (con indicación de sus «gracias») al final del libro, y no al principio como en Christie. La estrategia de Vallvey debe mucho a las historias más populares de Agatha, Diez negritos o Asesinato en el Orient Express, por ejemplo, en las que se ubican a una serie de elementos en lugares de tan voluntaria como no muy fácil salida. Después ocurrirá el fallecimiento de uno (o más) de ellos; en Muerte entre poetas serán dos los fallecidos, y todos los congregados tienen algo en común, por lo menos en lo relativo a los motivos que pueden hacer de ellos criminales (o víctimas, que de todo hay en Agatha Christie, o en Ángela Vallvey, manchega como lo era Francisco García Pavón, otro cultivador de la literatura deductiva «a la española»).

Así las cosas, a Vallvey le pareció pertinente llevar su acción a un congreso de poetas en un cigarral de Toledo, financiado por la viuda de una vieja gloria de la poesía española. Un vate ganador del Premio Nacional de Poesía el mismo año que lo hiciera Adriano del Valle, hasta cierto punto análogo del poeta pintado por Vallvey. Y hasta aquí, supongo, el parecido, pues esta autora camufla hasta sus intenciones, de manera que lo que parecía asunto policíaco enseguida se queda en menudeo sobre cierta fauna literaria, de esa que pulula por congresos y saraos. El Arjona de marras, el asesinadito (hay cierto tono del Mihura de las comedias policiales en todo esto), es, además de poeta, profesor universitario, con lo que el pathos sube de tono. Y en torno a él su caterva de damnificados, incluyendo quien lo ajusticia, verdugo y víctima en doble vuelta de tuerca. La panoplia o retablo de poetas es buena, con sus toques de chafarrinón y parodia. No así la resolución de la trama, con explicaciones traídas tan a destiempo como esa especie de club de sabuesos, tan prometedora como estéril, por la que da la cara el poeta Arán, también invitado al famoso congreso, un poco de convidado de piedra, y otro tanto para que la Vallvey pueda introducir en él un caballo de Troya que sirva de ariete, medio dirigido por su tía, un personaje que hace de teledirectora o cómplice de ese club de sabuesos que, francamente, no puede dar más de sí.

No puede estirar más el chicle de un asunto que no termina de parecer cartón piedra porque Ángela Vallvey es buena narradora y sabe crear atmósferas, lo que, por cierto, no pretendía doña Agatha, dispuesta a llamar al pan, pan y al mayordomo, mayordomo, y muy poco más. Y un buen mayordomo es lo que se echa de menos en esta novela de deducción (tampoco mucha), de navajeo literario (nada excesivo), bien escrita (desde cierta evidente precipitación), que no va a aportar gloria a una autora que suele picar más alto. Con este libro no va más allá de la tónica media de los ganadores y finalistas del Planeta: ni alta ni baja, sino todo lo contrario.

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Ficha técnica

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