Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

Otros Londres de Londres

  Por alguna patología venial, pero también un punto culposa, poseo una idea de los lugares que amo más deudora de las imágenes de la literatura que de los recuerdos suministrados por mi experiencia. Como me ocurre con todas las ciudades escindidas por un río, he identificado siempre a Londres con el suyo. Me he asomado tantas veces al pretil de sus puentes, narcotizado por el quieto fluir de esa oscura cinta resplandeciente en la que se van reflejando los fulgores urbanos, a la hora violeta de la que habla Eliot, que todas son ya una y la misma en la amalgama de mi memoria. La literatura se ha ocupado profusamente del Támesis. Esa corriente de agua ha sido ameno

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El horror banalizado

Hace ahora medio siglo, la revista Novy Mir publicaba Un día en la vida de Iván Denísovich, la nouvelle de Alexandr Solzhenitsyn que sirvió para revelar al mundo, pero sobre todo a los soviéticos, la existencia de los campos de concentración en la fortaleza del «socialismo real». La publicación del relato, impensable unos años antes, se benefició de la tímida desestalinización iniciada por Jruschov en el célebre «informe secreto» sobre los crímenes de Stalin, presentado durante el XX Congreso del PCUS (1956). La coyuntura internacional, también ayudaba: tras la crisis de Berlín (1960-1961), la agravación del conflicto ideológico chino-soviético y los primeros movimientos de lo que enseguida se convertiría en la «crisis de los misiles», Jruschov necesitaba afianzar interior y exteriormente la imagen de una cierta apertura del régimen, de modo que fue él, personalmente, quien venció las resistencias de los miembros del Politburó para que, después de censurar algunos pasajes del texto, dieran el placet al libro. Una vez más, para que todo siguiera igual era preciso que pareciera que todo cambiaba.

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El aborto del abismo

Probablemente fue la generación que hizo la Transición la responsable de propinar los martillazos definitivos al último clavo del ataúd de Don Juan Tenorio. No me refiero al personaje, considerado con razón por Ian Watt como uno de los grandes mitos del individualismo moderno (al mismo nivel que Don Quijote, Robinson Crusoe o Fausto), que fue conformándose a partir de tradiciones que cristalizan en El burlador de Sevilla (1630; atribuido a Tirso de Molina), y cuya peripecia cultural se prolonga hasta nuestros días a través de una abigarrada progenie de libertinos de toda laya. Me refiero a su solemne representación estacional en los escenarios principales de nuestras ciudades, como imprescindible tradición vinculada a la festividad de Todos los Santos.

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Diluvios

Ignoro en qué temprano momento los dioses adoptaron la muy humana costumbre de mentir. O tal vez sea que la mentira estuvo siempre inscrita en su naturaleza, como irrefutable prueba de su condición de criaturas forjadas por la imaginación y la angustia de los hombres. El célebre argumento ontológico de Anselmo de Canterbury, puesto patas arriba –si Dios, «ese ser del que no se puede concebir nada superior»–, es invención humana, entonces está contaminado por nuestras imperfecciones, es decir, puede ser mentiroso (entre otras cosas), aunque, en todo caso, siga gozando del privilegio de que, más allá de él, no hayamos encontrado (aún) nada superior. El Übermensch nietzscheano, un remedio para ateos melancólicos, sigue siendo poco más que pan voluntarista para hoy y hambre metafísica para mañana.

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¡Vivan las caenas!

No se extrañen si este año, al abrir el paquete que les deje Papá Noel a los pies del árbol de Navidad, se encuentran con que contiene un coquetuelo látigo, unas relucientes esposas o un elegante consolador acompañado de su tubito de lubricante. Tranquilos: lo único que eso significa es que hasta el viejo Santa Claus está atento a nuestro Zeitgeist. El tsunami sadomaso desencadenado por el fenómeno 50 sombras de Grey no ha hecho más que empezar. Y, ahora que la pornografía chic (y más o menos soft) se ha instalado en el centro de nuestras ciudades y hasta en la conversación de las amas de casa, sería absurdo mirar hacia otro lado y seguir esperando la consabida corbata o el frasquito de penetrantes fragancias.

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Hicieron de mí un tránsfuga

No hace falta esperar a la noche de fin de año (suponiendo que lleguemos: en lo que va de siglo hemos aprendido que puede pasar de todo) para formular lo que los angloparlantes llaman New Year’s resolutions, la consabida batería de buenos propósitos a la que intentaremos ajustar nuestro comportamiento durante, aproximadamente, las primeras dos semanas del siguiente. Ya saben: no comer pan en las comidas, limitar la ingesta de johnnie walker a uno al día, abandonar el tabaco, leer dos libros al mes (una novela policíaca y un ensayo ameno sobre la crisis), ahorrar en taxis y en deuvedés, tratar de no perder los nervios cada vez que salga Montoro en la tele, no cometer adulterio sin causa justificada, restringir los gastos superfluos.

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Edén y catástrofe

Una cosa lleva a la otra, como siempre. Escucho, en la voz grave, a la vez firme y trémula, de Sarah Vaughan, Moonlight in Vermont, la estupenda balada compuesta por Karl Suessdorf y John Blackburn, y caigo en la cuenta de que cada estrofa es una especie de haiku («monedas en un arroyo / caen hojas, un sicomoro / luz de luna en Vermont»). Lo cierto es que en Vermont no abundan los sicomoros. Lo más notable de su flora son los bosques boreales, mezcla de coníferas y caducifolias que exhiben todos los tonos del verde en primavera y verano y componen una increíble sinfonía de colores cálidos en otoño (el arce es el árbol más celebrado y lo es aún más el viscoso sirope que se elabora con su savia, y que tanto gustaba a Guillermo Cabrera Infante).

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Artísticos furores

Como para desmentir el exangüe escenario económico en que nos venimos bañando desde hace ya demasiado tiempo, la cartelera artística madrileña resplandece con lujos y oropeles en este inicio de curso. Ahí es nada: desde Gauguin, María Blanchard, Jean-Paul Gaultier, Imogen Cunningham, Saul Bass o Louise Bourgeois, entre otras estrellas del imprescindible who’s who cultural (alto, bajo y mediopensionista), hasta colectivas misceláneas de relumbrón y cola en la puerta, como la muestra de arte británico (siglos XVI-XXI) La isla del tesoro (Fundación March) o la de Retratos (siglos XIX-XXI) del Centro Pompidou (Fundación Mapfre), por sólo citar algunas de las más aventadas últimamente por los medios.

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Bibliotecas renuentes

Hace ya tiempo que me convencí de que las bibliotecas públicas son los lugares más civilizados de este pobre planeta. Quizá por ello despierten tanto recelo entre los intolerantes. Más allá de su utilización individual, hay algo de testarudez prometeica y blasfema en ese empeño monumental de desafiar la muerte mediante el utópico proyecto de conservar en ellas «toda la memoria del mundo», como tituló Alain Resnais su documental sobre la Bibliothèque nationale de Francia. 

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Ciberpobres de solemnidad

Cuatro miembros de la familia Aliu-López observan por la ventana la llegada de los policías que viene a hacer cumplir la orden de desahucio (clic), mientras en el exterior se manifiestan vecinos (clic, clic) que desean impedirlo; un tipo que lleva puesta una camiseta del Barça escarba en un contenedor de basura (clic); una asamblea de parados andaluces se reúne en el patio de la fábrica abandonada en la que antes trabajaban (clic); un abigarrado grupo de indigentes almuerza (clic) en un comedor de caridad de Girona; el toro de Osborne contempla mudo el skyline de Benidorm, en el que alternan «viejos rascacielos» con las torres desnudas de otros que permanecen inacabados (clic, clic).

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Tarzán como almuédano

En octubre de 1912, hará pronto cien años, un vendedor de sacapuntas con frustrada vocación militar y escasos ingresos consiguió vender un par de novelas a The All Story, una de las más importantes revistas pulp que proliferaban en Estados Unidos y en la que se publicaban semanalmente todo tipo de narraciones y relatos dirigidos al público más amplio. No es que su autor, Edgar Rice Burroughs (1875-1950), fuera precisamente un letraherido, pero lo cierto es que era aficionado a la lectura de las pulp –solía vérsele con una enrollada en el bolsillo de su sobretodo– y se sentía capaz de escribir una historia tan buena como cualquiera de las que le gustaban, lo que podía suponerle una fuente de ingresos suplementarios.

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Horticultura

Tranquilos, que todo se va a arreglar. Arrimando el hombro, y entre todos, saldremos también de ésta, como ya hicimos antaño. Somos un pueblo magnífico, puesto a prueba y endurecido tantas veces en el crisol de la historia que hemos desarrollado abundante músculo moral para combatir la adversidad. Miremos a nuestro alrededor: en el fondo no pasa nada, pura contingencia. Un poco de sindéresis, un tiempo de apretar dientes y trabajar duro, y volverán los días luminosos y el radiante porvenir. 

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