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Tarzán como almuédano

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En octubre de 1912, hará pronto cien años, un vendedor de sacapuntas con frustrada vocación militar y escasos ingresos consiguió vender un par de novelas a The All Story, una de las más importantes revistas pulp que proliferaban en Estados Unidos y en la que se publicaban semanalmente todo tipo de narraciones y relatos dirigidos al público más amplio. No es que su autor, Edgar Rice Burroughs (1875-1950), fuera precisamente un letraherido, pero lo cierto es que era aficionado a la lectura de las pulp –solía vérsele con una enrollada en el bolsillo de su sobretodo– y se sentía capaz de escribir una historia tan buena como cualquiera de las que le gustaban, lo que podía suponerle una fuente de ingresos suplementarios.

Convencido darwinista y fascinado por el progreso técnico y la conquista del espacio, las dos novelas respondían perfectamente a sus intereses. La primera, Bajo las lunas de Marte, inauguraba en cierto modo la moda del romance-planetario, que tanto desarrollo iba a tener en el futuro. La segunda, algo más trabajada, se llamaba Tarzán de los monos y constituyó la partida de nacimiento de uno de los más conspicuos iconos de la cultura popular del siglo XX, un personaje capaz de codearse en el imaginario colectivo con criaturas de tanto arraigo como el superhéroe Superman o el espía James Bond, por citar sólo a dos de una larga lista cuyas peripecias desbordaron el soporte para el que fueron ideados y se prolongaron globalmente a través de otros medios de la industria del entretenimiento.
Pero aquí no voy a hablar mucho de ese personaje, entronizado en el Olimpo oficial de la cultura de masas gracias a la edición conmemorativa del centenario publicada por The Library of America, o del sello que acaba de emitir el servicio de correos de Estados Unidos. Un centenario, por cierto, analizado en seminarios, reuniones y congresos de especialistas y aficionados, como el recientemente celebrado en Tarzana (un barrio de Los Ángeles construido en los terrenos del antiguo rancho de Burroughs), que ha contado con la asistencia de la famosa primatóloga británica Jane Goodall, quien ha reconocido sin empacho la influencia de los relatos de Tarzán en los orígenes de su vocación.

En realidad, sólo quiero referirme a uno de los atributos del héroe: a ese grito inconfundible, único, con el que el Tarzán cinematográfico afirmaba su presencia en la jungla y delimitaba acústicamente el territorio de su influencia. Bien entendido que el alarido no fue una creación de Burroughs, que sólo pudo limitarse a describirlo como el «grito de victoria de un macho mangani», la tribu legendaria de grandes simios que adoptó al pequeño Lord Greystoke tras la muerte de sus padres. Aquel aullido (pueden revivirlo en YouTube), a la vez espeluznante e irresistible, que popularizó Johnny Weissmuller, tiene algo de sobrehumano: quizá porque, como afirman algunos estudiosos, está constituido por una amalgama artificial de sonidos, entre los que podrían rastrearse el grito de un tenor, el gruñido de un perro, el sostenido gorgorito de una soprano, el aullido de una hiena y la vibración de un Sol en la cuerda de un violín. La fuerza mediática y universal de aquel grito ha llegado a ser tal que los derechohabientes del escritor y los ejecutivos de la Metro-Goldwin-Mayer han intentado varias veces patentarlo para disfrutar en exclusiva de los exorbitantes beneficios que podría reportarles su uso comercial. Afortunadamente, sus demandas han sido desestimadas por los organismos competentes: el aullido nos pertenece a todos.

Y es precisamente en este último aspecto en el que deseo fijarme. Esta claro que el grito de Tarzán es un reclamo que, siendo inequívocamente americano, todo el mundo reconoce: aquí, en Pekín y en Alcorcón. De modo que, como una modesta proposición, y gratis et amore, me permito sugerir a quien pueda interesar (o to whom it may concern) que quizá pudiera ser utilizado como el más adecuado reclamo para, llegado el momento, anunciar cada noche el comienzo de la actividad en Eurovegas. Todo el cielo de la Comunidad de Madrid, que es el ámbito natural del oso prieto, vibraría con el teogónico aullido selvático que, al modo del almuédano en su alminar o de la sirena en las industriosas usinas, convocaría al personal a través de poderosos altavoces estratégicamente ubicados en las vertiginosas torres de hoteles y casinos. Piénsenlo, visualicen el momento, escúchenlo. ¿Quién podría resistirse a la llamada? Y, encima, sin tener que pagar un euro en concepto de uso.

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