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El aborto del abismo

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Probablemente fue la generación que hizo la Transición la responsable de propinar los martillazos definitivos al último clavo del ataúd de Don Juan Tenorio. No me refiero al personaje, considerado con razón por Ian Watt como uno de los grandes mitos del individualismo moderno (al mismo nivel que Don Quijote, Robinson Crusoe o Fausto), que fue conformándose a partir de tradiciones que cristalizan en El burlador de Sevilla (1630; atribuido a Tirso de Molina), y cuya peripecia cultural se prolonga hasta nuestros días a través de una abigarrada progenie de libertinos de toda laya. Me refiero a su solemne representación estacional en los escenarios principales de nuestras ciudades, como imprescindible tradición vinculada a la festividad de Todos los Santos. No quiero decir que no siga representándose (este año, que yo sepa, el drama de Zorrilla se ha montado al menos en tres salas de la Comunidad de Madrid), sino que ya no funciona mayormente como rito ciudadano, como cita más o menos costumbrista en la que se hermanaban alta y baja cultura.

Para esa generación, el Tenorio de Zorrilla era ya sólo una caricatura del mito, una máscara carnavalesca a la que el excesivo maquillaje de la tradición teatral impedía mostrar un rostro culturalmente homologable con los nuevos tiempos. Es verdad que el proceso se había iniciado mucho antes, pero las peculiaridades culturales de la España de la dictadura habían propiciado una ralentización de su decadencia que permitió prolongar entusiasmos decimonónicos en un contexto social que iba cambiando lentamente. Sus numerosos versos proverbializados, convertidos en frases hechas que utilizan incluso quienes ignoran su origen, han entrado en el terreno de la paremiología, rara vez se relacionan con el contexto en el que surgieron y ya no conmueven a nadie. La intriga y el desarrollo de la trama, que antes arrebataban al espectador (que, por otra parte, podía distanciarse del «clásico» que veía en el escenario), provocan ahora un efecto contrario al pretendido por el autor y los directores de escena, suscitando a menudo la hilaridad del público. Y hasta el mismo protagonista, el libertino don Juan, poco tenía ya que hacer en un mundo en el que sus elaboradas ordalías sexuales y su fanfarrona tendencia a medir sus fuerzas con las de sus rivales ya no podía competir con la moderna satiriasis de los protagonistas de espectáculos más o menos eróticos o con la proclividad al crimen gratuito de los asesinos en serie del cine de terror. Y eso que don Juan Tenorio no es precisamente un principiante, sino un veterano petulante y bien organizado, capaz de llevar la cuenta de sus desmanes: en la célebre escena del primer acto en que discute con don Luis Mejía acerca de sus respectivos récords en lo que respecta a «los muertos en desafío / y las mujeres burladas», el Tenorio puede presumir de treinta y dos homicidios y setenta y dos mujeres conquistadas y humilladas.

En todo caso, a la altura del último cuarto del siglo XX, don Juan ni siquiera funcionaba ya como supervillano: de hecho, Zorrilla ya lo había suavizado al transformar al malvado radical y sin fisuras de la tradición (y, consecuentemente, condenado irremediablemente al infierno) en un héroe problemático en el que, a la postre, cabe el amor y, enseguida, el remordimiento, la duda, la fe y el perdón póstumo; algo impensable para los don Juanes de Tirso o Molière, y que, por cierto, Zorrilla pudo recoger de Alejandro Dumas padre, cuya pieza Don Juan de Marana ya «espiritualizaba» al personaje. Por lo demás, y por referirme a doña Inés, presunta causa eficiente de esa transformación del personaje, su papel de ángel sufridor y sacrificado capaz de redimir al varón-monstruo, tampoco tenía ya nada que decirle a las mujeres del último cuarto del siglo XX, un colectivo que se alejaba rápidamente de los arquetipos femeninos con que se había nutrido su imaginario.

Don Juan Tenorio, «un aborto del abismo», como lo describe el escultor que trabaja en el panteón de la familia, exhibe, exagerándolos hasta su límite, buena parte de los tópicos y motivos literarios del Romanticismo. Releyendo el drama estos días (excelente edición de Luis Fernández Cifuentes reeditada por la Real Academia), no he podido evitar que me viniera a la cabeza, una y otra vez, el célebre cuadro de Leonardo de Alenza (1807-1845) que se conserva en el Museo Nacional del Romanticismo de Madrid y en el que satiriza la tendencia de los románticos al histrionismo, incluyendo, en este caso concreto, su reiterada proclividad al suicidio.

En todo caso, Zorrilla fue consciente de las limitaciones de su creación más popular. Eso es, al menos, lo que se desprende de las numerosas reflexiones desencantadas (incluyendo las referidas al escaso beneficio financiero que le proporcionó su apabullante éxito) que le dedica en la que es hoy, sin duda, su obra más vigente: esas impresionantes memorias en forma de folletón que aparecieron en la prensa diaria bajo el título de Recuerdos del tiempo viejo. Allí el autor romántico analiza la recepción de su obra y apunta algunas de las razones de su enorme popularidad que –tal como señala Francisco Rico en el brillante artículo «Don Juan Tenorio y los juegos de la ficción» (incluido en Los discursos del gusto, Barcelona, Destino, 2003)– se logró «sin apoyo de la escuela y a regañadientes de la Iglesia». Hoy, sin embargo, el mito de don Juan, cuya vigencia y fecundidad es evidente, está más allá de sus encarnaciones concretas. Le ocurre, mutatis mutandis, lo mismo que a determinados «iconos» de la cultura popular contemporánea (James Bond, Superman): se incrustan y evolucionan en el imaginario independientemente (y a veces a pesar de) de su encarnación en obras concretas. En ese sentido, el Don Juan Tenorio de Zorrilla ha envejecido mucho peor que el mito al que dio cobijo y supo desarrollar en su momento.

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