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Sobre las huellas de Don Juan

El título de este estimulante, documentado y perceptivo ensayo, Historia universal de Don Juan, deja poco lugar a las dudas sobre su punto de partida y ofrece muy pocas satisfacciones a quienes crean en la españolidad originaria del mito. Es cierto que se cita el meritorio libro del gallego (y galleguista) Víctor Said Armesto, La leyenda de don Juan (1908), que rebatió al hispanista Arturo Farinelli las sospechas que había sembrado sobre el origen italiano del héroe. No se menciona, sin embargo, el trabajo de Ramón Menéndez Pidal, «Sobre los orígenes de El convidado de piedra», que ya en 1906 había documentado un montón de romances populares que dieron cuerpo a las leyendas del burlador de calaveras o de estatuas fúnebres. La transgresión y su castigo son motivos dilectos de la imaginación popular, como lo es también el farisaico escrúpulo moral que exige el inmediato castigo del profanador. Y, en el caso que nos ocupa, conviene no desdeñar la sustancia folclórica primigenia, porque allí fue donde el reto del héroe a la muerte se mezcló con facilidad a otro tema no menos fecundo: la conquista compulsiva de mujeres, seguida de un escarnecedor abandono.

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La generación de Enid Blyton

Aunque nací el mismo año que Antonio Orejudo, no sucumbí al indudable hechizo de «Los Cinco», tal vez porque las personas encargadas de mi educación se empeñaron en que leyera a los clásicos de su infancia o sus novelas preferidas, lo cual creó notables distorsiones en mi percepción del hecho literario. Orejudo nació en Madrid en 1963, en un extremo de Sainz de Baranda. Por entonces, esa zona se hallaba en las afueras de la capital. Yo crecí en el barrio de Argüelles, cerca del Parque del Oeste. No eran las afueras de Madrid, pero sí uno de sus límites. En mi entorno nunca hubo lectores voraces de «Los Cinco», y yo mostraba ciertos reparos hacia Enid Blyton, pues mi hermana leía sin descanso las seis novelas de «Torres de Mallory». Después de hojearlas por encima, llegué a la conclusión de que se trataba de una insufrible historia para chicas. Tintín fue mi pasión adolescente. Cada álbum representaba un verdadero acontecimiento que me proporcionaba unas efímeras horas de felicidad. Hasta que a los diecisiete años descubrí a Dostoievski, zambulléndome en Crimen y castigo, no experimenté nada parecido.

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El Mediterráneo de David Abulafia

La traducción del título original del libro de David Abulafia, The Western Mediterranean Kingdoms, 1200-1500. The Struggle for Dominion, evoca, de modo sin duda sugestivo, la otra gran guerra europea medieval, la de los Cien Años. Pero queda bastante reducido, en el tiempo y en la actividad, el contenido del estudio, a la vez que se mezclan un reino (Aragón), una familia (Anjou) y un espacio (el Mediterráneo), con dimensiones y condiciones no siempre concurrentes.

El libro se articula en tres partes. La primera, «Los retos del siglo XIII», se desarrolla en cuatro capítulos. En los tres primeros, Abulafia traza un panorama rápido, simplificado, de lo que podría entenderse como la base sobre la que va a construir su relato. Nos asomamos primero al reino de Sicilia («Los orígenes del reino de Sicilia»), al que se adjudica el papel de protagonista principal, y al Mediterráneo, cuya gran magnitud y complejidad el autor limita al cuadrante noroccidental; sigue la Corona de Aragón («El nacimiento de la Corona catalanoaragonesa», con la inexacta y ahistórica denominación de «catalanoaragonesa»), aunque su nacimiento se hubiera producido en la primera mitad del siglo XII; y luego el «Auge y caída de Carlos de Anjou», donde se nos presenta la actividad de un personaje que transita en los decenios centrales del siglo XIII. Un cuarto capítulo, «Política y religión en la era de Ramón Lull», completa esta presentación.

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Otros Londres de Londres

Crear PDF de este artículo.   Por alguna patología venial, pero también un punto culposa, poseo una idea de los lugares que amo más deudora de las imágenes de la literatura que de los recuerdos suministrados por mi experiencia. Como me ocurre con todas las ciudades escindidas por un río, he identificado siempre a Londres con el suyo. Me he asomado tantas veces al pretil de sus puentes, narcotizado por el quieto fluir de esa oscura cinta resplandeciente en la que se van reflejando los fulgores urbanos, a la hora violeta de la que habla Eliot, que todas son ya una y la misma en la amalgama de mi memoria. La literatura se ha ocupado profusamente del Támesis. Esa corriente

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