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Hicieron de mí un tránsfuga

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No hace falta esperar a la noche de fin de año (suponiendo que lleguemos: en lo que va de siglo hemos aprendido que puede pasar de todo) para formular lo que los angloparlantes llaman New Year’s resolutions, la consabida batería de buenos propósitos a la que intentaremos ajustar nuestro comportamiento durante, aproximadamente, las primeras dos semanas del siguiente. Ya saben: no comer pan en las comidas, limitar la ingesta de johnnie walker a uno al día, abandonar el tabaco, leer dos libros al mes (una novela policíaca y un ensayo ameno sobre la crisis), ahorrar en taxis y en deuvedés, tratar de no perder los nervios cada vez que salga Montoro en la tele, no cometer adulterio sin causa justificada, restringir los gastos superfluos.

Yo decidí mis buenos propósitos hace unos meses, cuando los recortes comenzaron a hacer mella en mis ingresos y en el periódico me explicaron que tenían que ahorrar en los gastos (afortunadamente para mi autoestima, no dijeron «superfluos») y ya no iba a cobrar lo mismo. Así es la vida, me dije, tratando de poner al pésimo tiempo cara de beato de Liébana. Después he aprendido a consolarme con el mal de muchos: hasta el reportero Clark Kent ha tenido que abandonar The Daily Planet para buscar acomodo en la prensa virtual; «los tiempos cambian y el periódico impreso es un medio agonizante», le explica Perry White, su redactor jefe, en una estupenda viñeta que he clavado frente a mi mesa de trabajo.

Una de mis resoluciones, quizás la que más pueda contribuir a estabilizar la montaña rusa de mi tensión arterial, es la de intentar mantener ante los recortes una actitud al menos tan positiva como la del joven colega del que les brindo un testimonio gráfico encontrado en una de mis cyberflâneries por la Red. Pero las cosas nunca salen como uno desea, como nos muestran la experiencia y la literatura, que no es otra cosa que la experiencia destilada de los otros. Les cuento. Como primera medida para hacer frente a mi particular crisis, decidí poner en orden mis muy demediados ahorros y acudir al «mejor banco del mundo» (hoy en día los títulos se prodigan con liberalidad) para renovar un pequeño depósito que había efectuado hacía un año y ya me había vencido. Había obtenido en torno al 3% de interés, de modo que suponía que, al menos, me volverían a ofrecer lo mismo. Pero no: mi dinero era ya «dinero viejo» (así lo llamaron, aunque luego pretendieron arreglarlo explicándome que «no era nuevo»), de modo que si quería renovar el depósito tendría que hacerlo a cambio de un interés bastante menor. Intenté explicar que mi dinero era el mismo (incrementado con un 3% «nuevo») y que, si no me ofrecían al menos las mismas condiciones, me lo llevaría a otro banco. Pensé que eso sería suficiente para que revisaran su oferta, pero nanay del Paraguay.

Como casi todos los que vivimos de un sueldo, soy más bien conservador con mis ingresos. No por avaricia o pánico al riesgo –en mi formación judeocristiana pesa demasiado la bronca que se llevó el servidor que escondió por miedo a las turbulencias financieras el talento que le había dado su señor (Mateo, 25, 14-30)–, sino por pura y simple pereza. Hasta ahora uno tenía «un» banco al que se atenía con más o menos entusiasmo, en la misma medida en que se tiene, por ejemplo, una familia y no se está cambiando de hogar cada vez que a uno le da la ventolera de hacerlo (algo que suele ocurrir en Navidad, como quizás sepa mi hypocrite lecteur/lectrice). Pero aquella mañana, entre los relucientes mármoles jaspeados del «banco mejor del mundo», hicieron de mí un tránsfuga, de modo que a partir de ahora puede pasar de todo. Me fui con mis ahorros de aquel banco y me dirigí a otro distinto, haciendo caso omiso a que, en su propaganda, se afirmaba que «algo debemos estar haciendo mal» (sic), confundiendo conjetura y obligación en la incorrecta formulación publicitaria. Resulta que allí mi dinero volvía a ser «nuevo», como si me lo hubiera blanqueado un chino mafioso de Cobo Calleja. Incluso me ofrecieron un interés mayor para «captarme» (así lo llamaron), de modo que allí me quedé. Pero, ay, sólo por doce meses, hasta que mi dinero envejezca de nuevo.

Mi vida ha cambiado. Ahora sé que, dentro de un año (suponiendo que haya otro), tendré que despedirme del nuevo banco (que ya será viejo) y buscar otro nuevo. Iré de acá para allá, como una peonza, buscando quien me quiera, aunque sólo sea por mi dinero. Soy ya, para siempre, un tránsfuga. Estoy pensando hasta en cambiar de familia. 

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Ficha técnica

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