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¡Vivan las caenas!

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No se extrañen si este año, al abrir el paquete que les deje Papá Noel a los pies del árbol de Navidad, se encuentran con que contiene un coquetuelo látigo, unas relucientes esposas o un elegante consolador acompañado de su tubito de lubricante. Tranquilos: lo único que eso significa es que hasta el viejo Santa Claus está atento a nuestro Zeitgeist. El tsunami sadomaso desencadenado por el fenómeno 50 sombras de Grey no ha hecho más que empezar. Y, ahora que la pornografía chic (y más o menos soft) se ha instalado en el centro de nuestras ciudades y hasta en la conversación de las amas de casa, sería absurdo mirar hacia otro lado y seguir esperando la consabida corbata o el frasquito de penetrantes fragancias.

De la famosa trilogía de E. L. James se han vendido más de cuarenta millones de ejemplares, de los cuales uno en España y en sólo seis meses. El fenómeno editorial ha sido tan apabullante que en la última Buchmesse de Fráncfort –la feria del libro más importante del mundo– la atmósfera estaba muy calentita (en el sentido sexual del término) gracias a la multitud de clones, secuelas, precuelas y parodias del libro millonario que ofrecían los agentes literarios. Ni siquiera el próximo libro de Benedicto XVI acerca de la infancia de Jesús, cuya publicación está prevista para este mismo mes, logró enfriar el ambiente. El éxito engendra mimetismos, y el de la saga de Grey ha sido tan enorme que lo que en un principio parecía simplemente un fabuloso libro-impacto se ha convertido en un libro-tendencia, cumpliéndose una vez más en lo que va de siglo (recuerden los innumerables clones de Harry Potter o El código Da Vinci) el viejo adagio editorial que recomienda copiar el éxito ajeno cuando no se consigue fabricar uno propio: hoy por ti, mañana por mí.

Como se sabe, han corrido ríos de tinta analógica y virtual preguntándose por las posibles razones del éxito de una (mala) novela moderadamente pornográfica protagonizada por una universitaria guapa e inteligente a la que un amo (guapo, rico: eso también es importante) somete a toda clase de sevicias voluntariamente aceptadas (por cierto, en uno de los muchos clones de la saga original, la chica conoce al varón «iniciador» a través de un chat erótico, y bajo el nombre –atención– de «Amosapiens»). Hay explicaciones para todos los gustos, desde las apocalípticas y declaradamente antifeministas (cuando no pura y simplemente misóginas), hasta las que atribuyen el éxito de la serie a que ofrece un punto de vista sobre el sexo definitivamente femenino, como si nunca se hubieran publicado novelas de ese tipo (y bastante mejores) escrita por mujeres: ahí tienen, por ejemplo, Histoire d’O (1954), de Pauline Réage.

En todo caso, lo cierto es que las tres novelas de E. L. James han tenido la virtud de reavivar un sector particularmente golpeado por la crisis, especialmente en España. Y en Estados Unidos, donde se han vendido más de veinte millones de ejemplares, es un hecho reconocido que la saga ha salvado el ejercicio a muchas e importantes librerías. Pero los, digamos, beneficios económicos no se limitan al mundo editorial. La estética «grey» ha permeabilizado casi todo, desde la lencería erótica más fina (que hace tiempo emigró de las porno-shops para instalarse con honores de seda y satén en los grandes almacenes de lujo) hasta la perfumería y los complementos, por no hablar de la llamativa transformación operada en las antiguas y algo sórdidas tiendas de parafernalia erótica, que se han ennoblecido para captar a la nueva clientela de clase media seducida por las liturgias de interior de la joven Anastasia Steele y el apuesto empresario Christian Grey.

Pero quizá sea en el ámbito de lo privado –al que los cambios llegan más ralentizados– donde la influencia del fenómeno Grey se haga sentir con más intensidad. El kamasutra que se practica en la intimidad de la alcoba podría verse seriamente afectado –y quizás enriquecido– por el poder de un sólo libro. Observe si su pareja lo está leyendo. Y, sobre todo, si la lectura se prolonga hasta terminar el primer volumen y, luego, los dos siguientes. Si es así, no le extrañe lo que venga. Puede que un día, como quien no quiere la cosa, descubra un antifaz dorado junto al vaciabolsillos de la cómoda o sobre su mesita de noche. Y, otro, unas cintas de terciopelo o unas relucientes esposas en el cajón, junto a la linterna que puso allí por si se va la luz. Si así fuera, no se alarme, déjese llevar, ábrase a la experiencia. Y sobre todo, recuerde: sarna con gusto no pica. O, como clamaban los absolutistas (que quizá también lo fueran en la cama), «¡Vivan las caenas!»

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Ficha técnica

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