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Ciberpobres de solemnidad

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Cuatro miembros de la familia Aliu-López observan por la ventana la llegada de los policías que viene a hacer cumplir la orden de desahucio (clic), mientras en el exterior se manifiestan vecinos (clic, clic) que desean impedirlo; un tipo que lleva puesta una camiseta del Barça escarba en un contenedor de basura (clic); una asamblea de parados andaluces se reúne en el patio de la fábrica abandonada en la que antes trabajaban (clic); un abigarrado grupo de indigentes almuerza (clic) en un comedor de caridad de Girona; el toro de Osborne contempla mudo el skyline de Benidorm, en el que alternan «viejos rascacielos» con las torres desnudas de otros que permanecen inacabados (clic, clic).

Esos son los motivos de algunas de las imágenes incluidas en el reportaje «In Spain, Austerity and Hunger», publicado por The New York Times hace unos días y convertido durante el tiempo de un suspiro en trendy topic de tuiteros  de todo el planeta. Las placas resultan aún más tremendas en ese adusto blanco y negro que les confiere un plus socialrealista de luces y sombras, como de film noir de los cuarenta, cuando los grandes directores de Hollywood tenían todavía la retina embrujada por los claroscuros del expresionismo alemán.

Pero lo cierto es que en todas partes cuecen habas o, como diría un traductor automático, They Cook Beans Everywhere. Un libro recientemente publicado en España (Historia de la pobreza en Estados Unidos, de Stephen Pimpare, trad. de Ricardo García Pérez, Barcelona, Península, 2012) despeja de modo apabullante muchos de los tópicos acerca de la prosperidad social de la metrópoli del Imperio al que estamos abonados por defecto. Pero no hace falta leerlo de cabo a rabo para saber lo que allí también vale un peine. Curioseando entre los datos del más oficial United States Census Bureau, uno puede enterarse de que, en 2010, 46,9 millones de estadounidenses experimentaban la pobreza, casi nueve más que en 2007. Y que 17,2 millones de hogares norteamericanos eran food insecure, es decir, que sus miembros no siempre encontraban a mano algo que llevarse a sus hambrientas bocas. Caramba.

Estados Unidos no es un país, es un negocio, exclama en un momento dado Jackie Cogan (Brad Pitt), el despiadado asesino a sueldo de Mátalos suavemente, la más estimulante película de la rentrée. He recordado su apodíctica sentencia mientras se agolpaban en mi cabeza imágenes de la pobreza calvinista y austera de ciertos granjeros blancos del norte de Vermont o de la llamativa miseria a todo color de olvidados condados de Carolina del Sur o Misisipí, poblados mayoritariamente por paupérrimos negros sin empleo –pero gordos como montañas de carne temblorosa–, cuya dieta ignora obligatoriamente las inasequibles frutas y verduras y se basa en las sabrosas porquerías procesadas que adquieren en los drugstores locales.

Y he recordado también a la pareja de mendigos treintañeros que entró una mañana de principios de septiembre en el mismo Starbucks neoyorquino en el que yo intentaba conectarme a Internet para comunicarme con mi familia. Ambos vestían ropa muy usada, lucían cabellos hirsutos y revueltos, y ofrecían el aspecto de haber pasado la noche a la intemperie (clic). Fruncí la nariz cuando llegó hasta mí el acre efluvio, mezcla de orín y sudor reseco, que desprendían sus cuerpos. Se sentaron directamente en la mesa de al lado, sin consumir nada. Ella extrajo de un costroso zurrón un par de calcetines que usted nunca se pondría, una diminuta toalla oscura y un cepillo de dientes, y se puso a hacer cola delante del baño (clic). Mientras, su compañero conectó el cargador de un iPhone –sin duda, su único tesoro– en la toma de corriente que quedaba libre bajo mi mesa y llamó a alguien a quien preguntó si podían pasar por su casa. Luego regresó ella, más atusada, y él entró en el lavabo con la pequeña toalla oscura en la mano. Cuando acabaron sus respectivas abluciones, desenchufaron el dispositivo, recogieron sus cosas, me sonrieron y abandonaron su mesa.

Antes de salir del establecimiento, el hombre se acercó al mostrador y se apoderó rápidamente (clic) de uno de los ejemplares de The New York Times que esperaban en el expositor de periódicos. Me llevé a la boca el vaso de papel con el café frío y apagué mi viejo portátil (clic, clic).

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Ficha técnica

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