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Bibliotecas renuentes

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Hace ya tiempo que me convencí de que las bibliotecas públicas son los lugares más civilizados de este pobre planeta. Quizá por ello despierten tanto recelo entre los intolerantes. Más allá de su utilización individual, hay algo de testarudez prometeica y blasfema en ese empeño monumental de desafiar la muerte mediante el utópico proyecto de conservar en ellas «toda la memoria del mundo», como tituló Alain Resnais su documental sobre la Bibliothèque nationale de Francia. Y, sin embargo, no estoy seguro de que esa cualidad civilizada y civilizadora pueda atribuirse del mismo modo a las bibliotecas privadas, y menos aún a sus libros considerados individualmente.

He pensado en ello estos días, mientras leía Molotov’s Magic Lantern (Faber & Faber), un interesante travelogue literario de la eslavista británica Rachel Polonsky que se inicia a partir del «descubrimiento» casual de la biblioteca moscovita de Viacheslav Mólotov (1890-1986), el que fuera presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo de la Unión Soviética durante el período más duro del estalinismo (colectivización forzosa, purgas salvajes, procesos-farsa, asesinatos de opositores) y ministro de Asuntos Exteriores en épocas cruciales (1939-1948 y 1953-1957) de la historia contemporánea de Rusia.

Resulta que, durante una de sus estancias en Moscú, Polonsky trabó conocimiento con un vecino de su mismo edificio, un millonario texano que le contó que se alojaba en el apartamento que había pertenecido al líder soviético y en el que se conservaba parte de su biblioteca. Polonsky aceptó encantada la invitación a curiosear en ella. Como se sabe, Mólotov era, como otros viejos bolcheviques, un hombre culto. De hecho, sus camaradas le llamaban «culo de piedra», a cuenta de las horas que se pasaba leyendo y escribiendo. La biblioteca con la que se encontró la investigadora era sólo un punto de llegada que no reflejaba cabalmente su trayectoria como lector: como les sucede a todos los que han llevado una vida accidentada, su dueño había perdido muchos libros por el camino.

Pero lo que sí reflejaba la biblioteca de Mólotov es lo mismo que muestran las de otros líderes totalitarios: la doble moral de sus propietarios. En sus anaqueles se conservaban libros cuya posesión habría costado una condena al Gulag a los ciudadanos soviéticos de a pie. Contenía, por ejemplo, obras de Iván Bunin, cuya simple defensa como «clásico ruso» le costó al pobre Varlam Shalámov un suplemento de diez años de destierro en la terrible Kolymá. Y, por supuesto, albergaba obras de poetas «occidentales» y «decadentes», de «enemigos del pueblo», de «agentes del imperialismo».
Todos los dictadores guardan en su biblioteca privada las obras que persiguen en las públicas o en las de otros ciudadanos. A menudo, incluso, incorporan en ellas los libros que han esquilmado a otros. Enver Hoxha, «el último baluarte del auténtico marxismo-leninismo», poseía unos treinta mil volúmenes procedentes, en su mayoría, de exacciones realizadas a los «enemigos de clase», muchos de ellos libros de autores considerados disolventes o nocivos para el pueblo. Ramiz Alia, su sucesor, presumía de una biblioteca en la que cohabitaban con los clásicos albaneses (Kadaré incluido) obras de autores tan proscritos como Nabokov, Kafka o Baudelaire. Preguntado acerca de cómo podía explicar la posesión de libros rigurosamente prohibidos a los ciudadanos albaneses, respondió: «porque las mentes del pueblo aún no estaban preparadas. Nuestro deber era protegerlo del mismo modo que un padre protege a sus hijos».

Stalin, que según el historiador Sebag Montefiore fue el líder más leído desde Catalina la Grande, solía decir que los escritores y los poetas eran «ingenieros de almas», lo que no fue óbice para que mandara apiolar a cuantos se distanciaban de las directrices estéticas o ideológicas del Partido. En sus lecturas, sin embargo, mostró siempre un saludable ecumenismo, del que alardeaba cuando le visitaban compañeros de viaje occidentales. Hitler, parte de cuyos libros se conservan en la Biblioteca del Congreso de Washington, era menos ambiguo en sus gustos: además de las obras (dedicadas) de Ernst Jünger y de las de su adorado Karl May –el célebre escritor de novelas juveniles del Oeste–, su biblioteca rebosaba de literatura völkisch y antisemita, de Wagner o Chamberlain a Paul de Lagarde.

Franco, por último. Sabemos por sus biógrafos que leyó, como otros dictadores, vidas de «grandes hombres»: de Alejandro, de Napoleón. Y que, cuando fue comandante en Oviedo, leyó a algunos clásicos que conservaba la biblioteca del abuelo de su novia, Carmen Polo, que había sido catedrático de literatura. Sabemos también que leyó a Maquiavelo (comentado por Bonaparte) durante la Guerra Civil. Y que le gustaban Fernández Flórez y las memorias de generales alemanes que le enviaba desde Barcelona su ferviente admirador el editor Luis de Caralt. Pero lo que mucha gente ignora es que también él leía libros prohibidos, los mismos que, en el mejor de los casos, sólo se encontraban en las trastiendas de las pocas librerías que se atrevían a importarlos y venderlos clandestinamente: los de Ruedo Ibérico, por ejemplo, la célebre editorial parisina dirigida por José Martínez. La librería Arenas de La Coruña era la que se los suministraba al Caudillo: por ejemplo, La guerra civil española, de Hugh Thomas, o Los militares en la España contemporánea, de Stanley Payne, o el polémico libro de Jesús Ynfante sobre la «santa mafia». Lo sabemos porque su dueño ha contado que un día se presentaron en la librería dos policías de la social que le exigieron los nombres de los clientes que adquirían libros prohibidos, y éste les mostró la relación del último pedido procedente de la Casa Civil. Al parecer, nunca volvieron a molestarle.

Toda biblioteca personal es, además de un repositorio de libros leídos en distintos momentos de la vida, un auténtico programa de futuras lecturas. Ambos aspectos se hermanan para mostrar los diferentes estratos de la biografía intelectual de su dueño: en nuestras bibliotecas se conservan, como en las fallas geológicas, los vestigios de lo que fuimos o de lo que quisimos ser, a veces enriquecidos con comentarios o subrayados que, años más tarde, quizá se nos antojen anotaciones del extraño que fuimos. Y también revelan lo que aún nos interesa, lo que algún día, cuando tengamos tiempo o tranquilidad, leeremos por fin: son nuestros desiderata. En las bibliotecas de los que destruyen bibliotecas también sucede lo mismo, pero con el añadido de la incongruencia, de la hipocresía, de la doble moral. Lo que decido que es malo para otros no lo es para mí; yo sí puedo; yo estoy por encima; me lo merezco.

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