Enrique Vila-Matas
Vivió durante años con los ojos vueltos a la cuenca interior. De toda su compleja aventura literaria lo más destacable es la búsqueda constante de una manera personal de expresarse desde la interioridad, siempre con esos ojos vueltos a la cuenca entrañable. Pero no hay que desdeñar otro aspecto –en este caso, exterior de su literatura– igual de valioso en cuanto a la obtención de interesantes resultados: su obsesión ilimitada por las sucesivas capas que subyacen en la realidad aparente. Descubramos a Michaux, decía André Gide. Intentémoslo, su complejidad no debe ahuyentarnos. Adentrémonos en su estilo seco teniendo siempre bien presente que él solía preguntarse dónde estaba su vida, una vida que a veces se le aparecía hacia delante, raramente
En Microcosmos, las máscaras están arriba, sobre el mostrador de madera negra del café San Marcos de Trieste. Y el universo es un café, parece decirnos Claudio Magris. Uno no se aleja demasiado de Trieste y de las máscaras del San Marcos y piensa en el Marthino de Arcada, ese café de Lisboa en el que Pessoa habló de las metafísicas perdidas por los rincones de los cafés de todas partes, de las ideas casuales de tanto casual, de las intuiciones de tanto don nadie, que quizá un día con fluido abstracto y sustancia implausible formen un Dios y ocupen el mundo. De las ideas casuales de tanto casual nos habla Magris en su introducción al mundo de Microcosmos, al
Hay cosas que están más allá del horizonte de la conciencia, cosas que se deslizan, visiblemente, por detrás del horizonte de nuestra conciencia, un horizonte tensado por manos extrañas, no escrutado aún, quizá un posible horizonte nuevo, esbozado de repente, en donde no hay todavía cosas. En esa nebulosa zona opera el novelista Kundera, buen especialista en adentrarse, al sesgo, en zonas profundas de la conciencia y la conducta humana, centrándose en la misteriosa energía de nuestros secretos pensamientos íntimos. No es extraño que a través de sus novelas aumente el volumen de su voz cada vez que –suele ser siempre en verano– alguien decide anunciar la muerte de la novela. Está claro para Kundera que la novela morirá, pues
A muchas almas nobles les parte el corazón reconocer que la inmensa calidad literaria de Louis Ferdinand Céline convivió siempre con su monstruosidad moral. No hay quién lo entienda. George Steiner, por ejemplo, apeló a la deformidad y monstruosidad anticlásica de la obra celiniana para poder entender de algún modo esa extraña mezcla entre el escritor de genio y el fascista. Ahora bien, si hemos de ser justos veremos que o aceptamos que Céline escribía muy bien y a la vez –lo que parece inexplicable– era un cerdo nazi y un ideólogo del asesinato de millones de judíos, o bien suponemos que si su obra es como es no tendría explicación si no hubiera sido escrita por alguien que llevó
Para empezar –algún beckettiano no se habría inquietado si, en lugar de para empezar, hubiera escrito para acabar, pues sabe que tanto monta y monta tanto: «para acabar aún cráneo solo en la oscuridad lugar cerrado frente colocada sobre una tabla para comenzar»– diré que hay una alusión constante en toda la obra de Beckett a una idea de inmovilidad en lugar cerrado que paradójicamente remite a un ligero movimiento del que es paradigma Molloy: «Ahora he dejado de vagar, y ni siquiera me muevo, y sin embargo nada ha cambiado. Y los confines de mi habitación, de mi cama, de mi cuerpo, están lejos de mí como los de mi región en mi época de esplendor». Apenas hay movimiento,
Me acuerdo de Georges Perec al que, con la madurez, se le fueron acentuando en su aspecto físico connotaciones propias de un personaje del Dybuk: una melena que se abría horizontalmente en dos híspidas alas, una barbilla mefistofélica, el aspecto de un gnomo sarcástico y burlón. Me acuerdo (je me souviens, por decirlo a su aire) de Georges Perec muy borracho en una fiesta, acercándose a saludar a Philippe Sollers rodando por el suelo como si fuera una alfombra que estuvieran enrollando. Me acuerdo de Georges Perec sentado en el Café de la Mairie en la plaza de Saint Sulpice, mirando horas y horas a la calle y anotando todo lo que pasaba en ella. Me acuerdo de Georges Perec
Baudelaire enseñó que el poeta podía hacerlo todo por sí mismo, sin guías ni intermediarios. Y, como muy bien vio Alberto Savinio, con esta enseñanza Baudelaire mandó a paseo a Apolo, las musas se resecaron y disolvieron su coro, la corte del Parnaso se fue a la quiebra. Todavía hoy en día hay quien se resiste a aceptar que la poesía universal ha pasado de las manos de Dios a las del hombre. Me viene ahora a la memoria la historia del origen del título de un libro de poemas, cuya reciente lectura me ha dejado literalmente fascinado: Ciudad del hombre: Nueva York. El título de este libro se le ocurrió a su autor, a José María Fonollosa, un día
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