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Escritura de la penuria

Relatos

SAMUEL BECKETT

Tusquets, Barcelona, 1997

Ed. Caonex Sanz; Trad. De Félix de Azúa, Ana Mª Moix y Jenaro Talens

256 págs.

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Para empezar –algún beckettiano no se habría inquietado si, en lugar de para empezar, hubiera escrito para acabar, pues sabe que tanto monta y monta tanto: «para acabar aún cráneo solo en la oscuridad lugar cerrado frente colocada sobre una tabla para comenzar»– diré que hay una alusión constante en toda la obra de Beckett a una idea de inmovilidad en lugar cerrado que paradójicamente remite a un ligero movimiento del que es paradigma Molloy: «Ahora he dejado de vagar, y ni siquiera me muevo, y sin embargo nada ha cambiado. Y los confines de mi habitación, de mi cama, de mi cuerpo, están lejos de mí como los de mi región en mi época de esplendor».

Apenas hay movimiento, pero el hecho es que lo hay, para qué negarlo; se cuela en blanco y negro, en una rendija de cine mudo, tal como en su momento supo ver Félix de Azúa –sus reflexiones de hace casi treinta años sobre Beckett, al igual que las de Jenaro Talens, son de una lucidez que confirman la sorprendente madurez de algunos jóvenes que, en la mediocre España de finales de los sesenta, se incorporaron a la provincia del hombre, al mundo de nuestras raquíticas letras-al señalar con tiza estelar en la pizarra de los enigmas beckettianos esa escena que sintetiza la visión de ahogado del escritor irlandés y que se encuentra en su novela Watt: Se detiene un autobús frente a tres repugnantes ancianos que lo observan sentados en un banco público. Arranca el autobús. «Mira –dice uno de ellos– se han dejado un montón de trapos.» «No –dice el segundo–, eso es un cubo de basura caído.» «En absoluto –dice el tercero–, se trata de un paquete de periódicos viejos que alguien ha tirado ahí.» En ese momento el montón de escombros avanza hasta ellos y les pide sitio en el banco con enorme grosería. Es Watt.

No voy a ser tan incauto como para calificar los textos breves, las nouvelles de Beckett que aquí comentamos (excelente edición de Caonex Sanz muy oportuna porque a las nuevas generaciones no ha de irles mal saber lo que es bueno) como un simple montón de escombros de palabras muertas, por mucho que tal definición pueda parecer pertinente: «Nada ha empezado, nunca hubo nada más que nunca y nada, es una verdadera suerte, nada nunca, más que palabras muertas». Y es que también me parece pertinente respetar esa voz que cierra Watt advirtiendo a quienes se sientan tentados a interpretarle: «Que nadie busque símbolos donde no los hay».

Se trata de una advertencia que podría perfectamente haber escrito Franz Kafka, de quien con acierto se ha dicho que fue el hermano mayor de Beckett. No tan afortunada es la creencia de que James Joyce fue su padre. Comparto con Jenaro Talens la impresión de que no hay nada más alejado de Joyce que Beckett: «Entre uno y otro media el abismo que separa el intentar que las palabras lo digan todo y el mostrar que las palabras no pueden decir nada, a no ser su imposibilidad de decirlo». Y es que, como decía Beckett, incluso las palabras nos dejan, y con eso está dicho todo.

Palabras muertas, polvo de verbo para una obra que es pura lógica de la destrucción, una escritura de la penuria: «¿Qué queda de toda esa miseria? ¿Una joven con un viejo abrigo verde en el muelle de la estación? ¿No?». Escritura de la penuria para quien ante todo nada le parecía mejor que acabar aquí, donde empezamos: «Acabar aquí, sería maravilloso. Pero, ¿es de desear? Sí, es de desear, acabar es de desear, acabar sería maravilloso, quien quiera que yo sea».

Escritura de la penuria en todo, hasta en la elección de la lengua (la francesa, por parecerle más pobre que la inglesa), penuria voluntaria de pordiosero literario que haraganea cuanto puede mientras repite obsesivamente frases de este estilo: «No hay más que lo dicho. Aparte de lo dicho no hay nada». La suya –penuria incluida de palabras muertas– es la visión del ahogado, por decirlo en términos de Juan José Millás. Penuria voluntaria del ahogado, incluso en lo que respecta al arte y el estilo: «Cuando la pluma para yo sigo. A veces rehúsa. Cuando rehúsa yo sigo. Demasiado silencio no puedo. O es mi voz muy débil a veces. La que surge de mí. Eso en cuanto al arte y el estilo».

Escritura que nace de contemplar el desorden y proponer que lo dejemos entrar porque es la verdad. Beckett no es un escritor sino una escritura. No ha escrito libros sino un interminable libro, del que la recopilación de sus textos breves –«textos escocidos» los llamaría Marcel Duchamp– no es más que un fragmento de un todo en el que no existen diferencias fundamentales entre los motivos de sus distintas obras. Ese todo o libro interminable no busca aproximarse de forma verosímil a la realidad sino la creación de una realidad independiente, una realidad literaria independiente, al estilo de los mundos autónomos de autores hoy no muy comprendidos, y pienso ahora en Bruno Schulz o Robbe-Grillet, por poner sólo dos ejemplos.

Visión del ahogado entre un mar de palabras muertas. A la pregunta de una amiga acerca de qué le gustaría hacer si le dejaran elegir, respondió: «Me gustaría ahogarme». Asfixiado en la penuria voluntaria de sus letras, Beckett sintió siempre la necesidad de acabar –o de empezar, como se prefiera–, de desposeerse de todo –hasta de la literatura, cuestiona la posibilidad misma de ésta-y de seguir viviendo en la esperanza de morir expulsado por sus textos para nada que nadan en su propia nada, que a fin de cuentas –y lo digo para acabar– es la de todos: «Al final es mejor fatiga pérdida y silencio. Es como has estado siempre. Solo». Escritura de la penuria y de las palabras muertas pero, como dice Claudio Rodríguez, miserable el momento si no es canto.

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Ficha técnica

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