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El cosmopolita del espíritu

De la tierna edad

VALERY LARBAUD

Igitur, Tarragona

Trad. y epílogo de Ricardo Cano Gaviria

184 págs.

2.300 ptas.

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La madre era dueña de manantiales de Vichy, y el dinero para Larbaud nunca fue un problema. Comentaba uno de sus amigos que a su lado Gide –famoso rentista– podía parecer pobre. A la larga, el dinero de los manantiales representó un inconveniente para fijar la grandeza de su figura literaria, puesto que –el equívoco todavía dura en nuestros días– existe una tendencia a confundir a Larbaud con su personaje Barnabooth, ese multimillonario sudamericano cuya existencia transcurría, invulnerable, por encima de los mares, las ciudades y las tarifas, como decía Paul Valéry, quien, por lo demás, no escatimó nunca elogios a Barnabooth, sin sospechar que sus alabanzas al joven rentista sudamericano iban a contribuir a crear el equívoco, esa creencia absurda de que el personaje y el autor eran una misma persona. A ese equívoco contribuyó también el propio Larbaud, que se hacía tratar de pequeño rentista envidioso por su personaje, por ese dilapidador de fortuna, por ese viajero de trenes nocturnos por una Europa iluminada, por ese poeta que se sentía abrigado en la soledad de los hoteles de lujo.

Otro equívoco: Barnabooth no era exactamente un personaje de Larbaud, sino un heterónimo. Concretamente, el primer heterónimo de la literatura moderna; se anticipó seis años al primer heterónimo de Pessoa. Es más, el poeta portugués, a través de su amigo Sa Carneiro, que vivía en París, pudo tener noticia de Barnabooth y haber esto influido en la creación de sus celebrados heterónimos.

Barnabooth pertenecía a esa especie de hombres para quienes las cosas que contribuyen a la civilización significan en principio «placer, juego, gratuidad, divertimento del espíritu, inutilidad a juicio de la gran mayoría de las gentes». En lo que sí se puede identificar a Larbaud con Barnabooth es en el deseo de saber, de aprenderlo todo, de leer todos los libros y todos los comentarios, de conocer todas las lenguas, de «poder reconocerse en un texto cualquiera que se ve por primera vez y dominar el mundo».

¿Larbaud cosmopolita? A esta pregunta nos contesta Hector Bianciotti: «Sí, pero del espíritu. Nada que ver con Paul Morand, trotamundos que recorre las geografías y las letras como una nube que teme llegar tarde a una tormenta. Nada que ver que con el propagandista de la velocidad a quien suele comparársele con imprudencia y al que Larbaud dedicó un elogio de la lentitud».

Para Larbaud la velocidad estorbaba sin cesar su ocio, ese ocio que él concentraba en la actividad que más le apasionaba: descubrir territorios literarios inéditos. Es admirable su trabajo en este aspecto. Fue, por ejemplo, infatigable traductor e introductor en Francia de las obras Samuel Butler y del Ulises de James Joyce (el propio Joyce afirmó que era mejor la versión francesa de su texto que el original), así como propagandista de las letras españolas: tradujo a Gómez de la Serna y a Gabriel Miró y ayudó a la difusión de obras de Unamuno, D'Ors, o los latinoamericanos Alfonso Reyes, Ricardo Güiraldes y otros muchos. Al trabajo de los traductores dedicó el más inteligente y bello texto que se ha escrito sobre la cuestión: un análisis de las técnicas literarias que entran en juego al trasladar las palabras de un lengua a otra. «El trabajo de la traducción consiste en tomar el peso de cada palabra», decía en ese libro, cuyo título es Sous l'invocation de Saint Jérome.

Este libro, al igual que gran parte de la obra de Larbaud, no ha sido traducido en España, el país al que Larbaud tanto admiró y que le ha tratado de forma escandalosamente injusta. Son contados los libros que se han traducido de él y, además, casi todos son prácticamente inencontrables. Hay una edición de su novela Fermina Márquez (en maravillosa traducción de Enrique Díez Canedo) en la colección Austral, año 1921. Está la Obra completa de A. O. Barnabooth, trasladada con genio en 1988 al español por Adolfo García Ortega, pero pertenece a la añorada editorial Trieste, ya desaparecida. Y finalmente una rara avis: Diario alicantino, traducción de José Luis Cano, Alicante 1984, Instituto Gil Albert. Tan parco entusiasmo español por la obra de quien fue maestro en injertos, transfusiones y descubrimientos de autores ignorados (fue el primero en Europa en hablar de Borges, cuando éste sólo tenía veinticinco año, lo que dice mucho de su extraordinario olfato literario) convierte en acontecimiento la iniciativa de la editorial Igitur de haberse decidido a traducir ese original y encantador libro de cuentos que es Infantines, aquí titulado De la tierna edad: la niñez recordada no como un patio de juegos felices, sino como un asunto de exaltado dramatismo.

A lo largo de los ocho cuentos de que se compone el libro, la voz narradora se debate en un extraño equilibrio entre la visión pueril de los niños que narran desde el centro de su infancia y una desgarradora voz madura y agridulce, a la vez leve y densa, que lo transforma todo desde el monstruoso mundo de los adultos. Y así en el cuento Deberes escolares, por ejemplo, le oímos decir a un niño: «Pero he leído u oído decir, que, de alguna manera, Leibniz fue más lejos que Descartes, y sé que su Monadología es un libro muy pequeño, muy bien editado en la colección de clásicos de Hachette…».

El tan traído y llevado «placer del texto» se hace indiscutible, se convierte en una realidad total y sin sombras leyendo a Larbaud. Yo me sé de memoria un fragmento de Diario alicantino (apuntes sobre sucesos propios, acaecidos a lo largo de los tres años, de 1917 a 1920, que el escritor vivió en el Levante español, donde precisamente terminó sus Infantines y recibió por carta los elogios entusiastas de Proust y de Gide), donde para el lector el placer del texto larbaudiano se funde con el placer que emite el texto mismo al comunicarnos Larbaud que se dispone a hacer lo que más le gusta en este mundo y que naturalmente es escribir: «Después de una enfermedad y de una experiencia sentimental, de la cual uno emerge sintiéndose libre, pero un poco magullado aún (si no enfermo), nos vuelve un día el deseo de trabajar. Habíamos creído ya que no seríamos capaces nunca de volver a la tarea. Pero, al fin, el deseo llega, está aquí. Se despierta uno más temprano, se siente uno un poco mejor, aunque muy débil, pero hay sol en el cuarto y nos levantamos […]. Se cambian las viejas plumas gastadas y, en fin, compramos hojas de papel secante, un lápiz nuevo, una goma de borrar, etc.». Pues bien, esta alegría de volver al trabajo, esta celebración del deseo que llega la encontramos casi calcada –y nunca mejor empleado este adjetivo– en las primeras frases de Deberes escolares: «Había comprado un hermoso papel […] y una regla y una gran goma de borrar, suave y agradable; y los sobres llenos de hojas de espeso papel secante […] y una caja de doce lápices de colores y papel de calcar, para hacer los mapas».

El mapa o la geografía del deseo, el mapa de los deberes escolares infantiles y el de los deberes del escritor maduro coinciden en estos dos párrafos con la misma exactitud con la que coincidirían siempre en Larbaud a lo largo de toda su vida literaria, una vida literaria que quedaría truncada un día de 1935 en que un ataque de hemiplejia le abatió, dejándole ya para siempre en una confusión total del lenguaje, carente desde aquel momento de organización sintáctica. Los azares del destino acabaron convirtiendo su vida en algo muy parecido a muchos de los cuentos de Infantines, es decir, su vida pasó a revivir el paso trágico de los felices deberes escolares a la risa sofocada que tapona la voz agridulce de un narrador de mundos maduros que contempla el tiempo heroico de la infancia con estampas de materia quebradiza y angustiada: esa angustia que en los últimos años le provocaba conocer en silencio la gravedad de su estado, un estado trágico, bien parecido a la monstruosidad del mundo callado de los adultos. Caprichos del destino.

En los últimos años de su vida ––murió en 1957, en la soledad de Valbois– se dedicaba a la única tarea, el único deber escolar, que le era posible practicar: la lectura atenta de diccionarios. Pasaba horas con los ojos fijos en términos que –como ha dicho Bianciotti– acaso se habían vuelto enigmas o, quién sabe, claves. Uno se estremece cuando, conociendo ese final de su vida, lee los cuentos de De la tierna edad, escritos todos proféticamente en forma de enigmas construidos alrededor de la supuesta felicidad infantil; escritos, quién sabe, en busca de las claves que le permitieran encontrar infinitivos aislados, palabras perdidas de los diccionarios, que describieran el espectáculo monstruoso del fin de las vacaciones de ese verano de la infancia que, un día, concluye de golpe, truncado por un hermoso demonio ciego –la llegada de la vida adulta y adulterada–, ese diablo que aparece al final del cuento La gran época y del que se nos dice que es una Desesperación que no dice nada. A veces –como le ocurrió a Larbaud– infancia y madurez, vida y literatura, se confunden y es terrible.

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Ficha técnica

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