Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

Lo que nos pasa

No soy muy partidario de apoyar las reseñas con citas literales que roban espacio. Pero en el caso que tengo entre manos, Qué nos pasa, haré una excepción. Esta nueva novela de Enrique Murillo se cierra con algunas reflexiones de Arturo, el protagonista, capitales: «Sé que esto es el fin pero no el final. Eso es lo grave. Me queda por delante toda la vida que me quede, pero qué vida será. Ni siquiera sé si podré llamarlo vida. Un llano infinito, liso, sin color». Poco después agrega con énfasis: «La poca vida. La poca vida que nos queda es todo lo que tenemos». Y algo antes un amigo le ha dicho a Arturo: «Somos eso, ¿no? Las historias que

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Intimismo, introspección, enclaustramiento

Un sector de la narrativa del siglo pasado arremetió con desdén contra el prolijo descriptivismo decimonónico. Otra suerte de morosidad, y no menos latosa que aquélla, vino a entronarse en el siglo XX : el discurso de la mente remansado en mil minucias y en intrincadas cavilaciones. A este último modo de novelar pertenece Vidas ajenas, de Ángel Rupérez. Y dentro de él, puede tenerse como uno de los casos más representativos de un tipo de relato que parte de tan magra materia novelesca que en sus 250 páginas de letra más bien menuda apenas pasa nada de nada. Una pareja de americanos residentes en Madrid venden los libros y objetos artísticos de su vivienda. Con este motivo el narrador

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Quimera de la felicidad

Los primeros episodios de Los estados carenciales tienen lugar en una pintoresca academia fundada por un mecenas llamado Viliulfo, nombre extravagante para el Platón que organiza reuniones mayéuticas en medio de la jungla de cemento madrileña y no en un jardín ateniense. La narración se inicia con la llegada a ese centro de autosuperación de Ulises, un pintor treintañero separado de su mujer, Penélope, el cual se encarga, además, del hijo de ambos, Telémaco. Hay que tener mucho valor, y no poca seguridad en sí mismo, para empezar una novela con el reto de manipular una tropa semejante, marcada en su onomástica por tan llamativos estigmas clásicos. Pero aún hay más. Cada uno de los quince cortos capítulos de la

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Episodios nacionales

No ha contado la narrativa española de finales del siglo XX con personalidades tan poderosas como tuvo aproximadamente una centuria antes con Pérez Galdós o Baroja para acometer en solitario, aunque con técnicas y objetivos bien diferentes, la ardua empresa de fabular un dilatado período histórico desde una perspectiva unitaria. No falta, en cambio, ese espíritu de recuperar el ayer como depositario de enseñanzas con valor actual, y a este ideario que da a la historia un papel de magister vitae continúan acogiéndose algunas obras que prolongan la estela de unos dispersos «episodios nacionales». Será casual, pero tres autores de una parecida edad, entre todavía la juventud y la madurez anunciada, han aportado en fechas recientes jalones encadenables de un

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Parábola de nuestro mundo

Un cronista y viajero ficticio, Germán Tristán Zaforteza, a quien Carlos Trías encomienda el papel de narrador en El ausente, firma su relato en el año 37 ab Horda condita. También en otro libro bastante anterior de Trías, El encuentro (Tusquets, 1990), una tal Juana la Rosa data a la manera latina, en el año 27 de la fundación de Horda, el manuscrito que un amigo le confía; ella lo publica y lo anuncia como inicio de unos episodios que tendrían continuación. Recordar este dato, cuyo conocimiento no tiene por qué suponérsele al lector común, me parece importante para describir mejor El ausente. A tenor de esa semejanza, la forja de una realidad imaginaria llevada a cabo en ambos títulos

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Sorprendente Nieva

Los inicios literarios del polifacético Francisco Nieva están relacionados con el iconoclasta movimiento postista que, en los años cuarenta, defendió un rupturismo radical. Su prosa de entonces fue muy escasa, a lo que sé, y el autor se dedicó a otras vertientes creativas –escenografía y pintura– hasta que aquel espíritu vanguardista general se plasmó en su inconfundible teatro furioso y de calamidad. Hay que esperar a los años noventa para que vuelva a la prosa –en verdad, para que se dedique a ella–, en concreto a la novela. Con una continuidad llamativa para tal ejercicio tardío de la narración, traslada a este campo la idea básica de su dramaturgia: libertad absoluta, anécdotas y situaciones al margen de la moda, y

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Prosa «novísima» de Gimferrer

Rodea Pere Gimferrer La calle dela guardia prusiana de significativas cautelas: es un divertimento y un pastiche, aunque ninguna de las dos cosas en exclusiva, explica. Son hasta cierto punto lógicas, dadas las peculiares circunstancias de esta novela corta: la escribió en 1969 mientras hacía el servicio militar, no fue posible publicarla entonces y luego el original estuvo traspapelado. No podemos tomar el relato, sin embargo, como un simple testimonio de la mocedad del futuro académico, pues a su favor incluye dos cartas de Vicente Aleixandre. Es de suponer que las vaguedades del premio Nobel (le habla de «una red estremecida, una malla sutil», de una «vitalidad vibrantísima») halagaran al escritor joven; sí que el consagrado no perciba cuánto tienen

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Relato y biografía

«Los libros de la Candamia» es una colección literaria ejemplar por su esmerada presentación y su calidad material, y distinta por su novedosa concepción: los autores leoneses que acoge hablan de sus propios recuerdos con la libertad de la fabulación. Se trata de una original modalidad dentro de la escritura memorialística. Así lo han hecho ya Luis Mateo Díez, Elena Santiago, José María Merino o Juan Pedro Aparicio. A ellos, y a otros, acompaña ahora Antonio Pereira con Cuentos de la Cábila, un intenso y emocionante relato –no encuentro otro término mejor que éste para definirlo– cuyo punto de partida se halla en los citados requisitos; los cuales he subrayado para evitar el equívoco que pudiera producir ese título. Porque

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Fábula moral

Al comentar en estas mismas páginas el segundo libro de Fernando Aramburu, No ser no duele (1997), manifestaba algunas reservas acerca de la idoneidad de su registro literario para el cuento, sin dejar de reconocer que en esa compilación había unos cuantos de primera categoría. Algunas piezas se le iban de las manos porque es de esos narradores dotados por la naturaleza para otro tipo de fábula, aquella cuya esencia radica en contar historias y crear personajes, tal como había hecho poco antes en su admirable primer título, Fuegos con limón. Me confirma en ese parecer su vuelta al relato extenso, caudaloso, casi prolijo, lleno de bifurcaciones, aunque sujeto a una implacable línea principal, con Los ojos vacíos. No está,

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