Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

Caperucita Feroz

Los cuentos de hadas provocan de manera irresistible su chiste contraparte. Por ejemplo, aquél en que la princesa llega al bosque, descubre un sapo y le pregunta: «¿Eres tú el príncipe encantado al que debo dar un beso?». Y el sapo contesta: «No, ése es mi hermano, conmigo te toca sexo oral». En su libro, José Ovejero no se propuso ese proceso de reversión, pero los mecanismos usados se le parecen mucho. Así sucede en el caso del proverbial genio de la lámpara, donde el propio genio es quien tiene tres deseos que hay que satisfacerle, un hallazgo estupendo y que da lugar a uno de los mejores cuentos de esta gavilla de nueve. No todos están cortados por el

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Icebergs

No sé si porque me desteté precozmente como lector adulto con Somerset Maugham, o por mi incapacidad congénita de escribir una novela, lo cierto es que soy un fanático del cuento; tanto, que las nada más que 123 páginas de este libro de Espido Freire me saben a poco. Dieciséis obras en once años (cuatro libros de cuentos, siete novelas y cinco volúmenes de ensayos) lleva publicadas la joven bilbaína desde que dio a la imprenta Irlanda, en 1998. Pero sin desmerecer el resto, mi elección se decanta, sin duda, por sus cuentos. Y este último libro, cuyo título nos dice sutilmente que todos estamos presos en algún sitio, confirma mi predilección. Son cuentos icebergs, pero no según la teoría

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Otro ladrillo para el panteón

Cuando se da cima a la tarea cuasi hercúlea de meterse esas, ¡ay!, 552 páginas entre pecho y espalda, uno respira bastante aliviado. No fue tan duro como pensaba, cargado de prejuicios, en su calidad de lector –que fue– asiduo de la obra de Carlos Fuentes. Desde los ladrillos de honesta arcilla (La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz) a los que ya mostraban tendencia al hormigón armado (Cambio de piel) y a los decididamente plúmbeos (Cristóbal Nonato , Terra Nostra); y ahí ya lo dejé de leer hasta que de esta misma revista me pidieron que hiciera la reseña de La silla del águila (núm. 81, septiembre de 2003, p. 50), donde Fuentes cometió una escabechina con un

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La seda y la lana

Enfrentado a la tarea de pergeñar una reseña de El Esposo Divino, y abrumado por la larga media docena ya leídas acerca de esta novela, lo primero de todo es declarar mi amarga envidia de los colegas que las hicieron. Porque es evidente, a juzgar por el unánime elogio, que todos la han leído en su original inglés. No de otro modo me explico que ninguno de ellos haya aludido para nada a la problemática calidad de la traducción, en apariencia incontrolada por parte tanto del autor como de la editorial. Debo añadir que, antes de meterme a escribir estas líneas, he consultado de manera exhaustiva con mis corresponsales guatemaltecos, y el tenor de sus respuestas también es unánime: que

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Hablar desde los huesos

Esta novela es buena, muy buena, y si pienso en el jurado que le concedió el premio, estoy convencido de que ha sido con bastante certeza la mejor que concursó. Algo, sin embargo, me deja un mal sabor de boca al terminar de leerla: que no sea la gran novela que pudo haber sido. La enfermedad está protagonizada congruentemente por enfermos y médicos, en especial por dos enfermos y un médico, con el agravante de que el médico es hijo de uno de esos enfermos. Y es, además, un médico que ha cimentado su nombre y su prestigio en la «metodología de la transparencia»: nada de andar con mentiras piadosas al enfermo. Hasta que el enfermo es tu propio padre,

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