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El Velázquez de París

EL VELÁZQUEZ DE PARÍS

Carmen Boullosa

Siruela, Madrid

148 pp.

15 euros

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Estoy seguro de que Carmen Boullosa –que es una persona culta– tituló su novela El Velázquez de París, y de que en la editorial minusculizaron la V de don Diego (aunque una rebelde V se les escapó en el índice). Lo digo para explicar la divergencia entre el título de la reseña y el del siruela [sic] a reseñar. Y no perderé más tiempo con esta mentada de madre a la ortografía castellana, pareja a la que sería si escribiera que doña María del Rosario Cayetana Fitz-James Stuart y de Silva es «una alba». Por todos los dioses… Soy jacobino, pero no tanto.

(Quiere la casualidad que el Diccionario Panhispánico de Dudas, al ejemplificar el uso de las mayúsculas, recurra a una cita en la que se habla de un incendio, donde –igual que en El Velázquez de París– se pierden varios cuadros: «Deben conservar la mayúscula los apellidos de autores, a veces acompañados también del nombre de pila, cuando designan sus obras: «Incendiaron la iglesia, y con ella las tres joyas pictóricas: un Goya, un Bayeu y un José del Castillo» (Descargo de conciencia, de Laín Entralgo)». Quede dicho sin ánimo de chinchar.)

El Velázquez de París es una novela que me ha gustado bastante porque no es un texto habitual, ni previsible. No estoy diciendo con ello que un texto tenga que ser inusual e imprevisible para que me guste, pero siempre ayuda. Sobre todo si viene escrito en una prosa que fluye con agrado, que incluso cuando lo parece, no se recrea mirando al propio ombligo, y es porque la autora tiene conciencia de que no está escribiendo desde el coturno y para la eternidad, sino jugando, nada más que jugando, haciendo dedos. En otras palabras: se trata de un ejercicio narrativo.

Son tres los hilos que se entrecruzan en este encaje de bolillos. En primer lugar, oímos la voz de la narradora. Sin dificultad ni riesgo podemos identificarla como la propia Carmen Boullosa, quien a lo largo del libro se reúne con varios amigos, entre ellos uno al parecer omnipresente y casi deus ex machina en las obras de los autores de su generación: Roberto Bolaño, «una nueva versión de El Inmortal» (sic).
En segundo lugar, conocemos a un viejo verde parisino, manoseador de nínfulas centroeuropeas en un cafetín de Vincennes donde la narradora está leyendo a Virgilio en francés. Y ese viejo verde no tiene inconveniente en contarle a sus conquistas, en un vano intento por deslumbrarlas (puesto que son –aunque sólo culturalmente– bastante tabulae rasae), que es el feliz propietario de una obra maestra desaparecida en el incendio del Alcázar de Madrid, durante la Nochebuena de 1734: un cuadro de Velázquez llamado «La expulsión de los moriscos». La narradora, ni que decir tiene, registra de manera casi magnetofónica las palabras del fauno.

Y, en tercer lugar, claro está, la historia del incendio y de la providencial salvación del cuadro, protagonizada por Mají, «un mozuelo (nacido en las habitaciones de servicio de la marquesa de Fuentehermoso, hijo de una de las criadas del Alcázar, la bella Maruca, a su vez hija y nieta de jardineros y furrieros de palacio, criada hermosa de las que nada cocinan, poco limpian, mucho lucen y más seducen)»: así los retrata la narradora, y cito in extenso por el aire cervantino que trasunta su dicción.

Como es lógico, no pienso contar nada más de la trama y el desarrollo de esta novela que, entre otras cosas, evidencia un buen conocimiento de las cosas de España, con una salvedad. La frase «los suyos, después de haber habitado siete siglos Iberia» (p. 141) no sé si refleja una explicación a nivel infantil –la del hombrón a los niños de la medina de Hammamet, en Túnez– o el pensamiento de la autora. En cualquiera de los dos casos, no la suscribo.

Desde siempre me ha parecido una falsificación histórica insostenible eso de decir que los moros estuvieron siete siglos en la Península Ibérica, al cabo de los cuales fueron expulsados. Me basta pensar en mis hijos, que son nada más que la primera generación después de mí, en Alemania, y ya son alemanes, de modo que qué serán mis descendientes dentro de siete siglos. Dicho de otro modo: sostengo que esos «moros» eran españoles, sólo que de otra religión, y que la famosa Reconquista no fue otra cosa sino una guerra civil que duró al menos siete siglos.

Con independencia de esta precisión que me parece venir a cuento, el resto de la carpintería histórica de El Velázquez de París está bastante bien ensamblada, y a ello contribuye de modo explícito la apoyatura iconográfica. Once ilustraciones orgánicas se hallan distribuidas con muy buen tino a lo largo del texto, refrendando aquella verdad de Micer Perogrullo que me gusta parafrasear diciendo: «Una imagen (una de cada mil) vale más que mil palabras».

Pero esa precisión y esa prolijidad de la iconografía hacen que me plantee también la pregunta de por qué una novela sobre un presunto cuadro de Velázquez acerca de la expulsión de los moriscos (1614) reproduce en su cubierta el óleo de Mariano Fortuny que documenta la batalla de Tetuán (1860).

Podrá contestárseme que la propia autora introduce así la novena ilustración: «La escena que apuntó de los moros corriendo a caballo parecía provenir de Fortuny». Sin duda, pero es que las ilustraciones octava y décima apuntan de modo más directo al tema del presunto Velázquez. Son, respectivamente, «Desembarco de los moriscos en el puerto de Orán», de Vicent Mestre, y «Embarque de los moriscos en el puerto de Vinaroz», de Pere Oromig y Francisco Peralta. Esta última, sobre todo, hubiera sido adecuadísima para la cubierta. Y así las cosas, ilustrarla con el cuadro de Fortuny es como si en la tapa de una edición de El retrato de Dorian Gray nos encontrásemos con un arlequín de Picasso. Sin ir más lejos.

Repito que la novela me ha gustado bastante, y estoy seguro de que me podría gustar aún más una segunda edición en la que estuvieran extirpadas todas sus veleidades ortográficas. No sólo esos «velázquez» que dan dentera, sino también casos como este: «Corrieron hacia otras partes del palacio para intentar salvar tizianos, brueghels, van dycks, grecos, carraccis e incluso leonardos, sin mucha suerte, que de Tiziano ardieron los doce Césares» (p. 36), donde uno se pregunta por qué esos doce césares con mayúscula en medio de tal orgía minusculatoria.

De paso, la autora podría también corregir alguna rama chueca en el árbol genealógico de la familia de Mají, pues la abuela de una abuela no es, como se dice en las páginas 78, 90 y 94, una bisabuela, sino una tatarabuela. Y también podría tratar de decidirse por una posición única de las manos del viejo verde, que en la página 35 se habían refugiado sobre el coño de las dos niñas, para luego de levantarlas y enjugarse unas lágrimas, devolverlas al mismo lugar, «ahora con las palmas hacia fuera, emulando el gesto del sacrificado», mientras que en la página siguiente «el falso crucificado ]…] lloró otra vez, sin sollozos. Un llanto a lo francés. Seguían sus dos brazos extendidos, las dos palmas clavadas a los coños de los niñas». 

 

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