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Otro ladrillo para el panteón

LA VOLUNTAD Y LA FORTUNA

Carlos Fuentes

Alfaguara, Madrid

552 PP.

19 €

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Cuando se da cima a la tarea cuasi hercúlea de meterse esas, ¡ay!, 552 páginas entre pecho y espalda, uno respira bastante aliviado. No fue tan duro como pensaba, cargado de prejuicios, en su calidad de lector –que fue– asiduo de la obra de Carlos Fuentes. Desde los ladrillos de honesta arcilla (La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz) a los que ya mostraban tendencia al hormigón armado (Cambio de piel) y a los decididamente plúmbeos (Cristóbal Nonato, Terra Nostra); y ahí ya lo dejé de leer hasta que de esta misma revista me pidieron que hiciera la reseña de La silla del águila (núm. 81, septiembre de 2003, p. 50), donde Fuentes cometió una escabechina con un gran tema (la absoluta dependencia mexicana de Estados Unidos) por un error de perspectiva narrativa: los cantinflos se la pasan contándose la historia y los problemas de su país como si estuviesen platicando –es el verbo mexicano por excelencia– con extranjeros.

Un problema que plantea la reseña de La voluntad y la fortuna es que, en primer lugar, mejor hubiera debido titularse Crónica de una cabeza cortada (que es quien narra la novela). Pero, a cambio, es verdad que yo mismo también podría haber rotulado esta crítica de otro modo: por ejemplo, «The Godfather Reads Unamuno», a juzgar por lo que Fuentes nos dice de las lecturas del protagonista secreto de su relato. Y otro problema que plantea la reseña es el de despacharla de una manera bastante lapidaria diciendo que este nuevo ladrillo para el panteón de Carlos Fuentes no le añade ninguna gloria al mismo. Pero no seamos tan lapidarios, ni siquiera en homenaje a Spinoza, requetecitado en este libro.

El protagonista secreto a que me refiero no lo es porque no sepamos quién es ni su nombre, no, sino por ser la persona –Max Monroy– que desde la sombra maneja los hilos de la trama. En cuanto a los personajes masculinos principales aparentes, ya me contarán ustedes lo que son las cosas: se llaman Josué y Jericó. Una de esas concatenaciones, vamos, que si te las encuentras en la vida normal y corriente, uno se dice: «Parece de novela». Pero si es en una novela donde la ves, ya no te la crees ni aunque te certifiquen que se trata de un caso real.

Eso, aun siendo malo, no es lo peor. Es que tan pronto como en la página 33, la cabeza cortada de Josué (ya dije que ese es el deus ex machina narrativo) asegura que los dos, él y Jericó, creían «que nuestra amistad sólo sería duradera si conocíamos el peor secreto de un chico de dieciséis años: su familia». Y como se da el caso de que ambos carecen de familia, viven en Ciudad de México casi como si hubiesen nacido de la nada, manteniéndose gracias a unos cheques misteriosos que llegan cada mes y teniendo sólo a través de terceros un único vínculo con su pasado propio que ignoran, entonces, a poco ducho que uno sea en la lectura, ya sabe lo que se cuece en esta novela, sobre todo si tuvo la falta de precaución de mirar el índice y descubrir que la cuarta y última parte se titula… pero no: no lo diré, y recomiendo además al lector que compre el libro, bien a causa de mi reseña, bien a pesar de ella, que no acuda al índice hasta acabar la lectura. Ya ven que soy (o trato de ser) justo con el autor.

Hay más cosas que, si uno conoce México y su historia, también las adivina a poco de iniciar la lectura, y el autor las confirma para goce del lector al cabo de varias páginas, aunque sean muchas, demasiadas a veces. Así, por ejemplo, allá por la página 100 me dije que en ésta, como en casi todas las novelas de Fuentes, cuando él se pone a pontificar sobre la historia de su país, se establece un juego dialéctico que en términos del nomenclator de la capital es como un eterno querer dejar de transitar por Insurgentes para seguir embarullando el tráfico por Reforma. Y en la página 481 tropiezas con esta frase: «Una especie de catarsis que corría más que el auto, al abandonar la Glorieta de Insurgentes, para tomar Florencia hacia el Paseo de la Reforma». Donde además aparece Florencia, casi como un homenaje velado al ínclito Maquiavelo, sobre cuyo Príncipe debe hacer Josué su tesis doctoral.

En La voluntad y la fortuna, y así mismo una vez más, se me evidencia de manera palpable lo que tengo dicho y publicado hace tiempo sobre la obra de este autor, y es que siempre que se desempeña como narrador, la palabra fluye y puede leérsele con gusto, porque Fuentes, sobre todo si se queda en el formato de las veinte páginas, es un magnífico narrador. Pero cuando aborda un tema en el que quiere desempeñarse como pensador, como profeta, como candidato al Nobel, ahí la prosa se le va de las manos y lo vemos –literalmente, al menos, yo lo veo– desmelenado en una tribuna electoral y gritándole a los pobres lectores (o e-lectores) lo que deben hacer para que el mundo no siga siendo una porquería, en el año 510, y en 2000 también, olvidándose de que eso, literariamente, ya lo hizo Santos Discépolo, de un modo insuperable, en la letra del tango Cambalache.

No quisiera dejar de señalar, antes de poner punto final a esta reseña, que hay en la novela material bastante para distraerse, y unas páginas (119 a 125, con la descripción del siniestro mundo subterráneo de la cárcel para menores de San Juan de Aragón) que remecen el ánimo y se cuentan entre los mejores aciertos de Carlos Fuentes en toda su carrera como narrador. Tampoco quisiera dejar de señalar que estoy seguro de que Ortega y Gasset jamás dijo en su vida lo que Fuentes le atribuye que exclamó tras dialogar con un campesino andaluz: «¡Qué culto es este analfabeta!» Segurísimo que no: Ortega tendría muchos defectos, pero no era analfabeto.

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Ficha técnica

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