Hace no mucho, sentí el urgente deseo de deshacerme de mi vieja silla de oficina y de comprarme una silla de verdad. No quería ruedas, ni asiento giratorio, ni palancas para ajustar la altura o la inclinación. Quería una silla de madera con cuatro patas, un respaldo y dos brazos. Por quince euros, encontré una que cumplía mis requisitos en una página web de compraventa entre particulares. Contacté con el vendedor y acordé con él recogerla en su casa, en Alfahuir, cerca de Gandía. Justo cuando Guada y yo salíamos, me llamó mi amigo Tomás para pedirme que lo llevase a la biblioteca de Gandía a devolver unos libros. Quince minutos después estábamos frente a la puerta de su casa y lo vimos salir, tropezando por las prisas y absurdamente vestido con una camisa de manga larga y un sombrero de paja que oculta sus carencias capilares y que, según dice él, le confiere un aire distinguido (se equivoca). No exagero si digo que cuando quedamos solos los dos va vestido como un mendigo, pero Guada, mi mujer, tiene un extraño efecto en él. No es que esté enamorado de ella (al menos eso creo), pero le profesa una veneración que, aunque aprecio y obviamente comparto, considero excesiva. Me bajé del coche para saludarlo y él, de forma sutil, me apartó para sentarse en el asiento delantero junto a Guada, que conducía y estaba de un humor triste (con fundadas razones).