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Apuntes de noviembre

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He estado leyendo el Discurso de mi vida, de Alonso de Contreras. El libro se escribió en once días en 1630 y en seguida se hizo famoso y se tradujo a varios idiomas. Me asombra descubrir que existen adaptaciones para niños. Las andanzas de Contreras comienzan a los doce o trece años, un día que va a ver unas corridas de toros junto al Puente de Segovia, cuando asesina por primera vez: «Saqué el cuchillo de las escribanías y eché al muchacho en el suelo, boca abajo, y comencé a dar con el cuchillejo. Y como me parecía no le hacía mal, le volví boca arriba y le di por las tripas, y diciendo todos los muchachos que le había muerto, me huí y a la noche me fui a mi casa como si no hubiera hecho nada». Después, le toman confesión en la Cárcel de la Corte, delante de testigos, lo niega todo y acusa del crimen a otro niño. Andando los años, Contreras se convierte en mercenario. En Nápoles, a él y a otros españoles al servicio de un duque, los tienen por «hombres sin alma», lo que le llena de orgullo. Más tarde, se hace corsario al servicio de la corona española y llega a ser capitán de barco. Asalta la ciudad tunecina de Hammamet, que no ofrece resistencia: «Cogimos todas las mujeres y niños y algunos hombres, porque se huyeron muchos. Entramos dentro y saqueamos, pero mala ropa porque son pobres bagarinos [es decir, remeros libres asalariados, a diferencia de los galeotes]». Después prenden fuego a la ciudad y se vuelven a Malta «contentos», aunque Contreras en seguida se lo gasta todo (el dinero obtenido por la venta de los esclavos) en putas, pues «las quiracas de aquella tierra son tan hermosas y taimadas que son dueñas de cuanto tienen los caballeros y soldados». Su elemento es la crueldad y la sangre. Tras un combate, dice: «Acerté a estropear uno de ellos, y era el cabo, y se iba muriendo de las heridas, y antes que acabase lo ahorqué de un pie y colgado de él entré en el puerto». En otra ocasión, arroja al mar vivos a unos hombres atados de pies y manos. Más adelante, cerca de la isla de Paros, topan con «un bergantinillo chico, medio despalmado, con diez griegos». Contreras quiere información, así que comienza a torturarlos. «Pasáronlo [el tormento] todos excepto un muchacho de quince años a quien hice desnudar y que le atasen y sentasen en una piedra baja, y dije: «Dime la verdad, si no con este cuchillo te he de cortar la cabeza». El padre del muchacho, como vio la resolución, vino y echóse a mis pies y díjome: «¡Ah, capitano!, no me mates a mi hijo»», y entonces Contreras ve que el padre, en el tormento, se ha «ensuciado», cosa que encuentra cómica, y observa: «Miren el amor de [por] los hijos». En el barco de los griegos encuentran y roban «damasco de diferentes colores y mucha seda sin torcer encarnada y algunos pares de zapaticos de niño». Henry Ettinghausen, uno de los editores de Contreras, se lamenta de que no se incluya este libro en los currículos escolares.

Contreras es poco más que una bestia sanguinaria, y nosotros, de este lado, leemos con asco pero también con cierta fascinación. A veces, de la mera relación rudimentaria de hechos vividos, surge un tono épico. En un pasaje, narra una batalla entre dos barcos cerca de la isla de Lampedusa: «Pasamos adelante con nuestra pelea aquel día a la larga, y viniendo la noche trató el enemigo de hacer fuerza para embestir en tierra, que estaba cerca, y siguiéndole nos hallamos todos dos muy cerca de tierra, con una calma, al amanecer, día de Nuestra Señora de la Concepción, y el capitán mandó que todos los heridos subiesen arriba a morir [a la cubierta del barco], porque dijo «Señores, o a cenar con Cristo o a Constantinopla». Subieron todos y yo entre ellos, que tenía un muslo pasado de un mosquetazo y en la cabeza una grande herida que me dieron al subir al navío del enemigo, con una partesana, el día antes cuando ganamos el castillo de proa. Llevábamos un fraile carmelita calzado por capellán y díjole el capitán «Padre, échenos una bendición, porque es el día postrero»». «Con una calma, al amanecer», escribe Contreras, que solo pretende señalar las circunstancias. Ahí está uno de los momentos de poesía del libro. Pocas veces añade «color local», jamás describe. La belleza raquítica y árida del libro ocurre a despecho de Contreras.

Me acuerdo de ese pasaje de las memorias de Casanova sobre la ejecución de Robert-François Damiens. Damiens, un pobre loco con tendencias jansenistas, intentó asesinar al rey Luis XV: se abrió paso entre la multitud y le hizo un leve corte con un cortaplumas. Un tribunal dictaminó su muerte mediante el antiguo rito reservado a los regicidas. El 28 de marzo de 1757, Casanova invitó a unas amistades galantes a contemplar la tortura y ejecución del reo desde unas ventanas de la Place de Grève, hoy Place de l’Hôtel-de-Ville, que estaba llena de público deseoso de asistir al espectáculo. Los balcones de la plaza se alquilaban a cien libras. Un hombre sacó demasiado el cuerpo para ver bien y se cayó de un piso alto, matándose y matando a su vez a dos personas. Ese día, Damiens, cuando lo despertaron en su celda, dijo: «La journée sera rude» («El día va a ser duro»). En primer lugar, le pusieron la bota, también llamada «bota española»: una prensa que aplasta los huesos de los pies. Después le arrancaron pedazos de carne con tenazas al rojo vivo aplicadas en las piernas, las nalgas y los pezones. Después le quemaron con fuego de azufre la mano que había empuñado el cuchillo. Después, en las heridas de las tenazas, vertieron plomo fundido, aceite hirviendo, alquitrán también hirviendo, cera derretida (que casi parece un delicado placer después de lo anterior) y, por último, azufre fundido. Después, ataron sus miembros a cuatro caballos que tiraron en cuatro direcciones diferentes. Pero Damiens era más duro de lo que habían previsto y no se dejaba descuartizar tan fácilmente, así que los verdugos (los imaginamos agotados, sudando bajo la dura mirada de los ministros del rey, maldiciendo entre dientes a aquel miserable que se negaba a disgregarse a la primera), con unos cuchillos, le cortaron los tendones de brazos y piernas para facilitar el trabajo de los caballos. Según algunos testimonios, aún había vida en el tronco y la cabeza que quedaron. Los verdugos cogieron ese ya ligero fardo y lo echaron a una hoguera, donde ardió hasta consumirse. Todo el procedimiento duró cuatro largas horas. El público presente guardó un cierto grado de silencio, sobre todo porque los gritos de Damiens impedían la cómoda conversación. Casanova, haciendo alarde de su asombrosa sensibilidad y compasión, dice que tuvo que apartar la vista al final, cuando a Damiens solo le quedaba «la mitad del cuerpo». Por su parte, las damas presentes no apartaron los ojos ni un instante, «no por efecto de la crueldad de sus corazones», dijeron, sino porque no podían sentir la menor piedad «d’un pareil monstre». Por otro lado, Casanova se fijó en que su amigo Edoardo Tiretta —un aventurero italiano que no hablaba dos palabras de francés y que recibía el apodo de Six coups, es decir Seis Polvos, debido a su prodigioso vigor sexual— «tuvo singularmente ocupada» a una de las damas durante dos maratonianas horas. Tiretta se había colocado discretamente detrás ella (una señora, por cierto, sesentona y más bien obesa), le había levantado la falda y estaba violándola con disimulo. La dama, todo el tiempo con el ceño fruncido, siguió contemplando las atrocidades de la plaza sin decir palabra durante las más de dos horas que duró la violación, según Casanova para que la señora Lambertini, otra de las asistentes, no se riera de ella y para no descubrir a su sobrina, también espectadora del despiece de Damiens, «misterios que debía ignorar». Casanova nos dice que él mismo tuvo que hacer esfuerzos para aguantarse la risa.

Uno recuerda los libros repulsivos, aburridos hasta lo abrumador, del marqués de Sade. Pero los libros de Donatien eran fantasías libertinas. Lo que cuenta Casanova ocurrió de verdad. Damiens murió en la plaza de l’Hôtel-de-Ville, en París, y la multitud le insultaba y disfrutaba con las atrocidades que le infligían. Esto ocurrió y yo escribo con ligereza sobre todo ello.

Al final de Milton, el poema de William Blake, en una increíble explosión lírica, asistimos de pronto al canto de las aves en la mañana del universo: «Oyes al Ruiseñor iniciar la Canción de la Primavera. / La Alondra, posada en su lecho de tierra, justo / cuando aparece el alba, escucha en silencio; después brota del ondulante Trigal y, Sonora, / encabeza el Coro del Día: trina, trina, trina, trina, / remontándose en las alas de la luz hacia el Gran Espacio, / repitiendo sus ecos contra la celestial Cáscara brillante y azul». Siguen todas las aves, una por una, uniéndose al coro del gozo universal. Después les toca el turno a las flores, que van abriéndose al nuevo día. Es uno de los pasajes más asombroso de Blake, cuya poesía está llena de pasajes asombrosos. «Cada Árbol / y flor y hierba pronto llenan el aire con una innumerable Danza, / pero toda ordenada, dulce y maravillosa. Y los hombres enferman de amor», dice Blake, y termina el pasaje de la forma más increíble. Dice de pronto, justo al final: «Esta es una Visión del lamento de Beulah por Ololon». Ololon es una entidad espiritual en el poema de Blake, una especie de deidad, aunque también es una emanación femenina del poeta John Milton. Beulah es un jardín bañado por la luna y, al mismo tiempo, una novia en la universal boda mística. La pura alegría del mundo generativo, el canto de los pájaros y el perfume y los colores de las flores, nuestro consuelos y dichas como mortales, son, del otro lado del espejo, el llanto de los ángeles, el reflejo de una tragedia cósmica.

En la guerra del siglo XII a. C. en la que está basada la Ilíada, ocurrieron sin duda hechos sangrientos. Hombres y mujeres murieron y sufrieron. Cuatro siglos después, Homero escribió, hablando del campamento de los troyanos:

«Llenos de soberbia, sobre los puentes de la batalla
se asentaron toda la noche, y muchas hogueras suyas ardían.
Como en el firmamento las estrellas alrededor de la clara luna
aparecen relucientes cuando el ambiente se torna sereno,
y se descubren todas las atalayas, las cúspides de los oteros
y los valles; y el inmenso éter se desgarra del cielo,
todos los astros son visibles, y el pastor se alegra en el alma;
tantas eran en medio de las naves y de las corrientes del Janto
las fogatas de los troyanos que se veían encendidas ante Ilio.
Mil hogueras ardían en la llanura, y junto a cada resplandor
de ardiente fuego cincuenta hombres se hallaban sentados.
Los caballos, cebándose de blanca cebada y escanda,
esperaban de pie junto a los carros de la Aurora, de bello trono».

Esto es el remoto recuerdo de unos hombres preparándose para la guerra. Y al referirse a la incursión nocturna de los griegos Diomedes y Ulises entre las filas troyanas, dice Homero:

«Y después de hacer las plegarias a la hija del excelso Zeus,
echaron a andar como dos leones en medio de la negra noche,
entre muerte y cadáveres y a través de armas y de negra sangre».

Al leerlo, algo en nosotros se exalta. Son solo las palabras. El eco que despiertan las palabras en nuestra imaginación.

Blake, que odiaba la guerra y la caza, decía que los pasatiempos de la eternidad serían, precisamente, la guerra y la caza.

El pastor protestante que narra Gilead, la novela de Marilynne Robinson, dice en cierto momento: «En la eternidad este mundo será Troya, creo, y todo lo que ha pasado aquí será la epopeya del universo, la balada que cantarán por las calles. Pues no imagino ninguna realidad que ensombrezca del todo esta».

Varias calles de mi barrio están plantadas de washingtonias, unas palmeras gruesas y no muy altas originarias de México y California. Tienen las hojas en forma de grandes abanicos dentados y los troncos están llenos de quebraduras y deformidades debidas al picudo, un escarabajo grande y muy bonito de color (en realidad es un gorgojo), de color anaranjado, con una larga trompa y dos saltones ojillos negros. Desde hace un mes, las pequeñas drupas de las washingtonias, negras y tan azucaradas que se pegan a los dedos al tocarlas, caen y cubren el suelo. Hace unas semanas, cuando aún hacía calor, el jugo azucarado de las drupas formaba charquitos que fermentaban allí mismo, en el asfalto. En la superficie se formaba una espumilla amarillenta y ascendía un olor a aguardiente que llenaba la calle.

El picudo viene del lejano oriente. En los años noventa llegó a España proveniente de palmeras exportadas de Egipto, a donde se había extendido. Hace doce o trece años llegó a Francia. Está considerado una especie exótica invasora y es muy difícil librarse de él. Las larvas, gordas y blancas, del tamaño de un dedo pulgar, con una cabecita negra y fuertes mandíbulas, perforan túneles en el tronco de la palmera y la destruyen. En algunos restaurantes de Vietnam se pueden comer vivas. Dicen que se trata de una delicia tradicional, pero yo opino que es solo una de esas chorradas diseñadas para que los turistas imbéciles se gasten el dinero y pongan fotos en Instagram. Hay que tener algo subhumano y vil para comerse un gusano vivo. Las gordas larvas del picudo se retuercen desesperadamente en medio de la salsa picante en que se sirven y los bloguers y demás imbéciles se hacen fotos sujetando el cuenco junto a sus caras o con una de esas indefensas criaturas en el extremo de dos palillos.

Este verano, vi uno de esos grandes escarabajos en la acera, junto a una palmera, y sin pensarlo demasiado lo pisé. Me arrepentí en el acto. Pero al día siguiente vi otro y volví a hacerlo. Recuerdo que esa noche, íbamos mi mujer y yo paseando por el barrio y, hablando por hablar de varias cosas, ella me dijo que, quizá, si es que sobrevive algo de nosotros tras la muerte, es como la música. Le dije que no entendía, y me dijo:

—Aquí nosotros sufrimos. Y la música sufre, ¿no lo sentís? Si escuchas esa cosa de Bach que ponés a veces, podés oír que la música sufre. Pero nosotros estamos fuera y solo escuchamos, y para nosotros el dolor de la música es un consuelo. Quizá para alguien todo este caos y esta negrura en la que estamos es una música, y quizá nosotros podamos ser ese alguien algún día. —Y después de quedarse un momento callada, dijo, moviendo la cabeza—: Pero de todas formas la música sufre, pobrecita.

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