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Baby swans

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Últimamente, todo es una especie de caos, aunque no del todo desagradable. Tengo de pronto muchas cosas que hacer y las hago todas a la vez y las termino tarde y mal, pero siento algo suelto y libre dentro de mí. Las hordas de turistas parecen haberse calmado un poco, como si por fin se hubieran resarcido de pasar unos meses encerrados en casa viendo mucha televisión y comiendo mal. Algunos días, echo una mano a Guada con su estupendo proyecto de esterilizar y encontrar casa de adopción para los gatos callejeros del barrio (tiene hasta su propio canal de YouTube). Pero esto me estresa. La posibilidad de encontrar animales sufriendo, la posibilidad de la maldad humana, me llenan de ansiedad. Hace poco, un hombre gordo sin camiseta la vio poniendo agua en un cacharro y la amenazó. Le dijo que iba a envenenar a todos los gatos del lugar, a pesar de que ella le explicó que su objetivo final es, al fin y al cabo, reducir el número de gatos que viven en la calle. ¿Quién era ese hombre? Guada nunca lo había visto por aquí, pero él, entre una cobarde amenaza y otra, le dijo que es propietario de una casa en la zona.

Otro día, íbamos paseando por el río y oímos, en la otra orilla, unas voces infantiles que gritaban: «¡Mátalo! ¡Mátalo!». Nos asomamos entre las cañas y vimos a unos críos intentando agarrar a un pato que se les acababa de escapar de las manos. Les dijimos que íbamos a llamar a la policía. Ellos se dieron la vuelta y empezaron a alejarse. Todos menos uno, el que estaba intentando matar al pato, un niño que no tendría ni catorce años y que, de pronto, abrió la boca y empezó a decir cosas asombrosas:

—Vamos, hombre. Lo que me faltaba a mí. Me voy a cagar en Dios. Con el día que he tenido, y me vienen ahora estos perroflautas a tocarme los cojones. Iros a vuestra casa a comer tofu, perroflautas. —Y dirigiéndose a mi mujer, que es argentina: —Y tú vete a tu puto país, asquerosa. Lo que me faltaba. Es que es el colmo. No puede uno estar un momento tranquilo, coño.

Fue algo impresionante. Hablaba con voz ronca y asqueada de la vida, como ciertos adultos. Parecía estar canalizando a un ente extraño. Creo poder visualizar a ese ente: aparenta ser un hombre de entre cincuenta y sesenta años, con bigote amarillo por la nicotina y un parche en un ojo; trabaja en una fábrica muy oscura, llena de humo y de máquinas oxidadas; cada día se desahoga un poco infligiendo dolor a una criatura indefensa (un pato, un gato, un niño); por las noches se acuesta en un camastro sucio y pasa horas despierto en la oscuridad, creando cosas horribles con la mente. Le conozco desde siempre. Le he visto en sueños. Me han hablado de él. Me he encontrado con él.

Entre trabajo y trabajo, leo a Shakespeare. Las grandes obras sublimes (Lear, Antonio y Cleopatra, Macbeth) son suficientes para toda una vida, pero a veces, cuando hace cosas baratas y melodramáticas, como en todos esos reencuentros del final de Cymbeline, me hace llorar como un niño. Y también leo los largos correos electrónicos que me escribe mi amigo Tomás desde Madrid. Al poco de llegar estaba deprimido en su ciudad natal y se ponía melancólico. Me relataba largos sueños. Por ejemplo:

«Yo y otras personas queríamos prepararnos para una gran obra de teatro, pero antes debíamos encontrar nuestro papel en ella, o más bien había que crear la propia obra de teatro destilándola de forma natural a partir de ciertas acciones ya realizadas en una especie de limbo previo a la existencia. Pasábamos tiempo en una tienda donde vendían unos disfraces metafísicos, como modos de ser que uno podía ponerse y, de esa forma, entrar en la existencia. La tienda parecía uno de esos sex-shops muy modernos y minimalistas. Luego tú y yo paseábamos por Londres, un Londres victoriano (en esta parte del sueño había olvidado por completo todo lo relacionado con la obra de teatro, así que asumo que ya llevaba puesto el disfraz de mi propia identidad y había entrado en el mundo). Nos sentábamos en un restaurante muy oscuro y estrecho, con el techo muy bajo, iluminado por una sola vela. Yo te explicaba que el verdadero Sherlock Holmes no tenía nada que ver con la imagen con la que se lo suele representar, y enumeraba sus falsos atributos tradicionales: la lupa, la gorra de cazador, la pipa de espuma de mar… "Meerschaum!", exclamabas tú de pronto, y te reías estúpidamente. Después, la dueña del restaurante nos servía con gran orgullo la especialidad de la casa, una especie de pan plano (como una pizza) cubierta de unas verduras tradicionales que estaban siempre moradas, claro indicio de que había ratas en el lugar donde se guardaban».

Me pregunta qué creo yo que significa ese sueño. Me recuerda cosas de hace muchos años, de dos o tres visitas que me hizo en Londres cuando yo estudiaba allí y él estudiaba en París. Una de esas veces, fuimos a Stratford con dos amigas mías, Emma y Marta. Aquel maravilloso día de primavera, remamos en el Avon en unas barcas de madera y después, en la gran terraza de un pub que daba al río, se acercó a nosotros una famosa modelo española, que nos había oído hablar en su idioma y que iba a asistir a la misma función que nosotros. Nos presentó a su novio, un director de teatro inglés que, con una sonrisa impasible, nos escuchaba hablar español. Ella decía, una y otra vez, con una especie de demencial risa seria, que había estado alimentando a los pollos de cisne, los «baby swans», decía, intercalando expresiones inglesas en la conversación en español («Cutie, cutie, cutie baby swans!», chillaba), y que acababan de llegar del Festival de Cine de Peñíscola. Y añadía: «Porque yo soy actrizzzz». Hablaba muy deprisa, de forma casi incoherente, arrastrando las palabras. Era incapaz de concentrar su atención más de dos segundos en algo. Parecía haber consumido varios gramos de MDMA minutos antes. Después vimos un extraordinario montaje de Macbeth en el Royal Shakespeare Theatre, cenamos en una pizzería y volvimos a Londres en un tren nocturno. Recuerdo que, en el tren, mis dos amigas y yo hablábamos de la función, pero Tomás no decía palabra y se limitaba a mirar por la ventanilla. Más tarde me dijo que casi no había prestado atención durante la obra. Todo el tiempo había estado pensando en la terrible tristeza de aquella mujer, en su profunda desesperación y en su deseo de morir. Era muy alta y tenía una belleza gélida y ósea, un poco inhumana. Recuerdo que yo le dije que quizá confundía el deseo de morir de aquella mujer —a la que no conocía— con el suyo propio, y entonces él se enfadó seriamente conmigo.

Y entonces he pasado unos días recordando mi vida en Londres en aquella época. Estudiaba en el Queen Mary's College, perteneciente a la Universidad de Londres, y vivía en Mile End (este de la ciudad), en una casita de dos pisos en Wager Street: la calle de la Apuesta. Cada mañana cruzaba Mile End Park en bicicleta para ir a la facultad. Comía en un greasy spoon de Burdett Road. Leía cada semana seis o siete libros de la biblioteca de la facultad (creo que nunca en mi vida he leído tanto). También salía mucho y, cuando volvía a casa, cruzando de nuevo Mile End Park de noche, solía encontrarme con un zorro que vivía cerca del Regent's Canal, donde de día había amarillentos cisnes de extremada agresividad. Iba de forma obsesiva al British Museum y a la National Gallery (que tenían entrada gratuita), así como al Victoria & Albert (a ver la colección de netsuke y las efigies funerarias de doña María de Pereda y de don García de Osorio), y, una vez cada dos meses, a la Wallace Collection, a ver sobre todo los Watteau. Perdía el tiempo de forma terrible y maravillosa. Por aquel entonces empecé a proyectar una gran novela que se llamaría Vesperal. La primera versión (hubo muchas sucesivas, sucesivamente abandonadas) trataba sobre una isla del Mediterráneo, una especie de holiday resort, que resulta ser el lugar de entrada al reino de los muertos, como ese al que llegan Orfeo y Odiseo en sus respectivas catábasis. Un día, llega a la isla una vieja barca en apariencia abandonada, aunque en su interior ciertos habitantes de la isla descubren a un hombre tumbado en un camastro al que le falta un ojo y que comienza a ejercer una extraña influencia sobre el lugar (el cazador Gracchus de Kafka es un modelo cercano de esto, me temo).

¿Qué queda de esa vieja idea? ¿Qué queda del que yo era entonces? Cuando leo el diario que llevaba en aquella época, hay cosas que me chocan profundamente. Cosas banales, pero que no puedo concebir haber hecho. Y cosas que, sencillamente, he olvidado por completo. El 12 de diciembre, viernes, fui al Royal Festival Hall a escuchar a Mitsuko Uchida tocar las tres últimas sonatas para piano de Beethoven. Otra noche de aquel mes, fui con dos amigas, una inglesa y una española, a tomar unas cervezas a un bar en el centro y después esperé yo solo el autobús 25 en Tottenham Court Road y me volví a casa, como otras veces, supongo. Si pudiera volver al interior de ese autobús y verme a mí mismo entonces, ver de alguna forma mis pensamientos y ver y oír lo que yo veía y oía, ¿habría alguna relación con quien soy ahora? Y, de todas formas, ¿quién soy yo ahora?

Tomás, que odia Madrid, me dice que empieza a disfrutar de la ciudad. Dice que la mira como si fuera una ciudad desconocida. Me cuenta que se le ha declarado una infección en el ojo izquierdo y que lo lleva tapado con un parche de gasa. Me dice que va al parque de la Quinta de los Molinos y se queda sentado horas en las gradas de la antigua cancha de tenis de hierba, leyendo en francés las memorias de Casanova, que me recomienda tibiamente. Me pide que, si tengo pensado mencionarle en esta entrada del blog —la última hasta después del verano—, me despida de su parte de todo el mundo y que diga que ha tenido una buena vida y que no se arrepiente de nada, lo cual me suena un poco como las últimas palabras de un condenado antes de arrodillarse en la guillotina.

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