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Laila

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Mi mujer es voluntaria en la protectora local y se ocupa de la colonia felina del barrio. Fuera de los meses de verano, no hay casi nadie por aquí, aparte de algunos amables alemanes en el cámping junto a la playa y de dos o tres vecinos. Los gatos son pocos y no viven tan mal como en otras zonas: apenas hay tráfico y hay muchos solares vacíos, llenos de vegetación y de viejas ruinas de las antiguas casas de labranza. El objetivo es esterilizar a todos los gatos y dar en adopción a los más sociables. Es complicado, y, curiosamente, por todas partes hay gente que se opone furiosamente.

Hace cosa de un mes, Guada atrapó a Laila, una gatita de color carey, y la llevó al veterinario a que la operaran. El ayuntamiento paga un número de esterilizaciones al año y aún quedaba hueco. Desde que llegamos a vivir aquí, Laila era uno de los pocos gatos que se acercaban a nosotros en la calle de cincuenta metros que conduce a las dunas de la playa. De color carey, como he dicho, y muy menuda, nos esperaba en lo alto del muro de un solar maullando con una voz muy fina o se acercaba a nosotros haciendo temblar la cola en alto como una antena. Tras la operación, la tuvimos en casa unos días y, en ese tiempo, una mujer de Gandía se puso en contacto con nosotros para adoptarla. Días después, Laila se fue a su nuevo hogar, bastante nerviosa aún.

Recuerdo que todavía quedaban veraneantes por la zona. Al anochecer, grupos de adolescentes se dirigían a la playa con neveras portátiles llenas de botellas. Por la mañana, al sacar a pasear a la perra, los veía regresar, un poco cansados, dejando en la arena alguna lata y algún vaso de plástico, nada excesivo. Estaba yo esos días un poco disgustado con algo, no recuerdo con qué. Al pasar junto al río, veía a veces alguna culebra pequeña que desaparecía entre las cañas, y esto me producía una fuerte frustración porque no lograba nunca verla con claridad. ¿O quizá soñaba con culebras que se escurrían entre las cañas? No estoy seguro. Recuerdo que pensaba que la juventud es algo sobrevalorado. Que todo nuestro mundo gira en torno a los jóvenes, que todo se hace para ellos, que lo más importante es que los chicos y las chicas se lo pasen muy bien y no tengan preocupaciones y disfruten de la vida. Ahora reniego un poco de esos pensamientos porque me parecen pensamientos de una persona amargada. El caso es que no le tengo mucho cariño al que fui a los dieciocho o veinte años.

¿Por qué estaba yo tan disgustado esos días? No me acuerdo bien. Quizá porque no tenemos dinero, o por cierta familia que posee cuatro o cinco grandes casas al borde de la playa, más varios solares. Este verano, una tarde, paseando a la perra por el parque, conocí al pater familias, un hombre grande y de sonrisa blanca, de unos setenta años, moreno y con buen aspecto, muy valenciano. Nos pusimos a hablar y a pasear y me contó un montón de cosas. Me contó que trabajó en un banco y que se jubiló antes de los cincuenta años a causa de varios tumores que le aparecieron por todo el cuerpo. Me habló de las horrendas operaciones que ha sufrido a lo largo de la vida. Me contó que de adolescente estuvo internado en un sanatorio para tuberculosos en la montaña. Me habló de sus hijos. La hija es profesora de matemáticas, el hijo hace estupendos negocios comprando casas y vendiéndoselas a millonarios rusos conectados con la plutocracia criminal de ese país. En algún momento, hablando de sus hijos, sonreía mucho y se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Se nota que los quiere usted mucho —le decía yo.
—Son unos buenos chicos. Son unos buenos chicos.

Me contó que hacía poco habían anidado unas abejas en un hueco del muro de la casa de su hija (que un arquitecto le ha construido a medida con una sola planta porque ella tiene problemas de espalda y no quiere subir escaleras). Cuando iban a destruirlas, mi amigo Tomás, que vive cerca, les dijo que estaba prohibido destruir una colmena y llamó al SEPRONA para que con cuidado la sacasen de allí y la instalasen en otro sitio. Me habló de su infancia. Me dijo que cuando estaba en el sanatorio para tuberculosos de la montaña echaba mucho de menos a sus padres. Me dijo que sus padres eran muy estrictos. Me señaló uno de mis lugares preferidos de las dunas de la playa, donde hay un pino que crece de forma horizontal, y me dijo que allí tenía una casa hasta que el ayuntamiento le obligó a derruirla por la ley de costas. Me dijo que el motivo son unos pajaritos que viven en las dunas.

—Pero te estaré aburriendo, contándote así toda mi vida.
—En absoluto. Es un placer.

Estuvimos hablando cerca de una hora y después se despidió de mí con grandes señales de afecto, ofreciéndome su ayuda desinteresada para cualquier eventualidad.

Luego, en septiembre, cambiaron de pronto las tornas. Marina, una de las gatas del barrio, tuvo gatitos y Guada saltaba todos los días el pequeño muro que rodea un solar donde los tenía para ponerles un poco de comida e intentar socializarlos de cara a una futura adopción. El solar está entre dos de las mansiones propiedad de la familia. En una de las casas vive el pater familias y en la otra un hermano suyo o algo así, un señor mayor que habla a gritos. Yo esperaba cerca. De pronto empezaron a asomarse a los balcones. Era ya de noche.

—Estás en una propiedad privada —repetían—. No se puede alimentar a los gatos. No nos gustan los gatos. Estás en una propiedad privada. No se puede alimentar a los gatos.

Guada, desde abajo, con su mascarilla puesta y su cortés acento bonaerense (fuertemente neutralizado ya por los muchos años en España), intentaba razonar con ellos: no estaba molestando a nadie allí, el solar no estaba realmente cerrado y se encontraba obviamente abandonado (luego hemos sabido que ni siquiera es propiedad de la gente del balcón), su voluntad era esterilizar y dar en adopción a todos los gatos que se pudiera, lo cual iba también en beneficio de quienes odian a los gatos. Sin embargo, los gritos aumentaban. Salió el pater familias.

—¿Por qué no te llevas a los gatos a Argentina? —le dijo vociferando a mi mujer.

Iba en pijama. Estaba fuera de sí. De su boca salían volando pequeños proyectiles.

—Mi mujer vive aquí —le dije— y además es española.

Él repitió su invitación, aún más fuerte.

Cuando le sugerí que se callara, empezó a sacar los brazos por la verja.

—Ven aquí si tienes cojones, ven aquí que te parto la cara.

En la terraza, uno de los hijos o de los yernos (honestamente, hay tres o cuatro y soy incapaz de distinguirlos: todos son morenos, no muy altos, vagamente atléticos) hacía ademán de entrar en la casa, como amenazando con bajar a la calle y partirnos también la cara.

Marte había aparecido en el cielo sobre el mar, rojo como una brasa de cigarrillo, pero no hablaba de guerras o de sangre, sino de un inmenso desierto rojo, un lugar muerto, muerto, muerto. Cada vez más muerto. Cada vez más inmóvil. Cada vez más frío.

Una vez, alguien que conozco me dijo, en un mal día: «Llega un momento en el que todas las vidas se tuercen». Algo de eso sentía yo esos días. «Esto se está torciendo», me decía. Ya nada volverá a ser igual. Ya nada volverá a ser igual. No sé muy bien por qué.

Pocos días después, llamó la mujer que había adoptado a Laila. La gata se había escapado. Se había quedado una ventana abierta de noche y por la mañana Laila ya no estaba.

Fuimos a Gandía. La casa de la mujer estaba en el centro de la ciudad, en la calle Tirso de Molina. Vimos el patio interior donde estaba la ventana desde donde había saltado a la calle, un lugar estrecho y oscuro que da a la calle Poeta Llorente. Miré los edificios, viejos y deteriorados, con un desgaste sucio y casi hermoso peculiar de las ciudades del Mediterráneo, diferente la usura seca y modesta de las viejas casas de Madrid.

Pegamos más de cien carteles. Laila había vivido en una zona tranquila junto a la playa, con poco tráfico y mucha vegetación, y ahora estaba perdida en el centro de una bulliciosa ciudad, con mucho asfalto y apenas zonas verdes. Los gatos viven poco y mal en un centro urbano. Guada estaba destrozada.

Durante varios días, con muy pocas esperanzas de encontrarla, pusimos el despertador a las tres de la madrugada y condujimos hasta Gandía con Estela, nuestra perra, para buscarla en esas horas críticas en las que los gatos son más visibles. Nunca olvidaré las calles desiertas que cruzábamos una y otra vez, una y otra vez, bajo la luz amarilla o rojiza de las farolas de vapor de sodio. Los contenedores de basura, los portales oscuros, la antigua centralita eléctrica abandonada en la calle, los muebles abandonados en las esquinas, los banianos serpentinos de un bulevar de la ciudad. Mirábamos con una linterna debajo de los coches, buscábamos los lugares donde los vecinos ponen comida para los gatos. Una madrugada de llovizna, recorrimos una amplia zona de chalets junto a las vías del tren. Al otro lado de las vías había oscuras entradas de casas viejas rodeadas de árboles, barrizales con máquinas oxidadas hechas pedazos, hormigoneras. Mirábamos precisamente en aquellos lugares en los que uno nunca mira. Todo parecía tener una lúgubre vida propia que jamás había percibido antes.

—Esto es la vida —me repetía yo en voz baja caminando por aquellas calles que quizá he soñado, como tratando de convencerme de algo que no parecía posible—. Esto es la vida. Esto es la vida.

En los días siguientes, varias personas nos llamaron creyendo haber visto a la gata, pero todas resultaron falsas alarmas.

—Paletos con dinero —nos dijo Tomás, hablando de la gran familia de primera línea de playa.

Él los conoce un poco personalmente. Tiene miedo de que pongan veneno a los gatos, pero yo no creo que la cosa vaya a llegar a tanto. Sin embargo, hace poco pusieron cebos con veneno para las ratas en torno a una de las casas y, al día siguiente, aparecieron varias ratas muertas en la calle, además de algún erizo. Supongo que si una rata se envenena y un gato la caza antes de que muera y se la come, el gato morirá. Pero supongo que eso no sería culpa de nadie.

Por esos días hice una entrevista de trabajo desde casa. Era una entrevista para convertirme en uno de esos tipos que molestan por teléfono a la gente para ofrecerles una tarjeta de crédito. La entrevistadora era muy amable. Aún estoy esperando a que me llamen. Si lo hacen, aceptaré el puesto con inmenso alivio. Solo el pensar en un sueldo fijo al mes me llena de una tremenda emoción.

Seis días después de que se perdiera Laila, la mujer que la había adoptado me llamó para decirme que creía haberla visto en su misma calle, una calle que habíamos recorrido decenas de veces en los días anteriores. Cogimos el coche y nos fuimos a Gandía sin esperanzas reales de encontrarla. Teníamos que ir para no decirnos más tarde que habíamos abandonado demasiado pronto.

Todo ocurrió muy deprisa. Llegamos y aparcamos en la misma calle. La mujer estaba esperándonos en la acera. Había puesto agua y comida bajo un coche con la esperanza de atraer a la gata.

—No estoy segura de que fuera ella —me dijo, muy nerviosa.

En ese momento, cruzamos con la perra para comenzar la inspección de la calle y oímos un familiar maullido muy agudo desde debajo de un coche en la acera opuesta. Como en un sueño, Laila salió de debajo del coche. Había reconocido a Estela, a la que, por algún motivo, todos los gatos adoran. Guada cogió a la gata, la metió en el transportín y, segundos después, estábamos de nuevo en el coche de camino a casa, con Laila en el asiento trasero, riéndonos a grandes carcajadas y llorando como dementes.

La adoptante, tras lo ocurrido ya no quiere a la gata, así que nos la hemos quedado nosotros. Estaba muy delgada, pero pronto se recuperó y empezó a hacerse amiga de los demás gatos de la casa.

Guada decía:

—Esto debería enseñarme a no sufrir después por las cosas sin importancia. Mira —me decía señalándome a Laila tumbada en el respaldo del sofá—, Laila está en casa. Esto es real. No es un sueño. No me lo puedo creer.

Todo el barrio está ahora desierto. Hay una luz de milagro en el aire. Las cosas no pueden estar tristes. Solo nosotros estamos tristes. Vuelve a ser un placer ir a pasear a la playa. La otra noche, íbamos paseando a Estela y al pasar junto a la entrada de una calle cercana vimos un animal grande a unos veinte metros, sentado en el asfalto. Era un zorro, no rojo, sino de color marrón oscuro y gris, con una enorme cola rematada de blanco. Estaba sentado tranquilamente a la entrada de uno de los chalets, haciéndole compañía a la gata de la casa, que suele andar suelta por el barrio. Quisimos acercarnos un poco, pero se levantó, se alejó un poco y volvió a detenerse para mirarnos. Sus movimientos tenían algo de mágico, era como si no tocase el suelo. Tenía las patas largas y era alto, mucho más grande que ningún zorro que yo haya visto. Hasta entonces solo había visto zorros en Inglaterra. Hubo un momento en que volvió a sentarse a cierta distancia, en la postura de la esfinge, y miró a Estela, como si quisiera jugar con ella. Después, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció de un salto en dirección al río y ya no volvimos a verlo.

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