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Fata morgana

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Por la tarde, mi amigo Tomás y yo vamos a pasear a las perras a la playa, ahora que hemos tenido unos días de calor. Las tormentas recientes han cambiado una vez más la desembocadura del pequeño río Vedat, que discurre sus últimos metros —con apenas doce metros de anchura— trazando una suave curva entre las dunas. Ahora hay una amplia lengua de arena a un lado, recién abandonada por el mar, y la arena húmeda está finamente fruncida, del mismo modo que ciertas extensiones planas de nubes en estos atardeceres de otoño. Las dos perras caminan por la orilla, se mojan las patas, Leocadia con perfecto abandono y Estela con más precaución. Las olas se acuestan al final de su recorrido y, bajo esa fina lámina, Tomás y yo miramos el juego de reflejos, transparencias, distorsiones y sombras (sombras creadas por dobleces del agua). Todo tiene un aspecto prístino, recién estrenado, visto por primera vez.

—Todo esto es horrible —dice Tomás.

Leocadia sale corriendo detrás de una pareja de pequeñas aves acuáticas y Tomás la llama con furia.

—¡Déjalas en paz!

Más adelante, me señala, en dirección a Oliva, la fina franja de tierra que suele verse por esa parte, a muchos kilómetros de distancia. Me detengo, genuinamente asombrado.

—Fata morgana —dice Tomás.

El hilito de tierra parece de pronto estar elevado sobre el mar, como si se hubiese despegado del horizonte y, en una parte, se hubiese convertido en un gran acantilado. Me descubro proverbial pero literalmente, frotándome los ojos para comprobar que lo que veo es real. Pero se trata, me dice Tomás, de una espectacular ilusión óptica provocada por un cambio brusco de temperatura en el mar. Es la primera fata morgana que veo en mi vida.

Todo parece limpio y amplio hoy, el cielo, la tierra y el mar, y me lamento un poco interiormente por la alarmante proliferación de miodesopsias en mis ojos, ocurrida en los últimos años. Me refiero a esos pequeños infusorios que cruzan el campo de visión de muchas personas. Son solidificaciones en forma de hilos que se forman en el humor vítreo. No tienen arreglo. En mi caso, se han multiplicado de tal forma que mirar una extensión de cielo requiere por mi parte un ejercicio de imaginación. El movimiento de estas moscas volantes me dificulta ver la quietud del paisaje. Por eso ahora prefiero salir a la playa de noche, cuando hay luna llena. Todo está precioso y de noche las miodesopsias desaparecen. El sol las trae. También tengo un fuerte tinnitus en el oído izquierdo que me susurra constantemente cosas incomprensibles. Es como si mis sentidos se fueran volviendo opacos, como si me estuviera volcando hacia dentro de forma reluctante. No menciono ninguna de estas pequeñas tristezas a Tomás, porque él tiene verdaderos problemas de salud y hoy porque parece de mal humor.

Más adelante, vemos unos extraños restos orgánicos, rítmicamente importunados por las olas. Es una especie de máscara blanca, con una extraña sonrisa en una boca sin labios, conectada a una grisácea vejiga natatoria y a un resto de espinazo. Tomás me dice que es lo que queda de una raya y, para mi horror, coge esa carroña con la mano y se la acerca a la cara. Dentro de la boca de la raya, vemos, hay alojado un pequeño cangrejo negro.

—Todo esto —dice Tomás mientras seguimos caminando, aunque no sé bien a qué se refiere— es una infinita acumulación de reflejos y sombras, unos sobre otros, unos sobre otros. Mira esto —señala el horizonte, no sé bien qué, el mar, el cielo, se señala la cara—, mírame. ¿No te parece una monstruosidad? El mero hecho de que, si me ves de espaldas —se da la vuelta y me muestra su nuca de pelo rubio más bien escaso—, no me veas la cara sino una especie de esfera vellosa. Y lo peor de todo —y gira levemente la cabeza hacia un lado—, esto, ver solo el perfil ciego de alguien, sin ojo, sin nariz aún, sin boca. Me dan miedo estas cosas, Ismael. El espacio es monstruoso. Ver las cosas en escorzo. Verlo todo descuartizado, dividido. Recuerdo que en un libro de E. H. Gombrich se menciona que unos europeos enseñaron un dibujo de un elefante visto desde arriba a unos niños de una tribu africana. Esos niños habían visto muchos elefantes, pero no reconocían el dibujo.

—¿Y qué? —le digo yo.

—Pues que hay que aprenderlo. Que no estamos hechos para ver así las cosas. Para ver las cosas.

Encuentro sus explicaciones difusas y poco convincentes, y se lo digo. Claro que estamos hechos para ver así las cosas. Lo cierto es que Tomás sabe que a veces tengo pensamientos parecidos a estos, pero él los deforma y los lleva a su extremo.

Me cuenta el caso de personas que nacieron ciegas y a las que una operación les devolvió la vista de adultos. La mayoría nunca aprendieron a ver los objetos, a ver la profundidad. Algunos quisieron ser ciegos de nuevo. Algunos se suicidaron.

—¿Te acuerdas de ese pasaje en el que Fausto se encuentra a las grayas? Son tres horribles ancianas. Las grayas nacieron viejas. Sus nombres son Pefredo, «Alarma»; Dino, «Temor», y Enio, «Horror» o «la destructora de ciudades». Las grayas tienen un solo diente para las tres y también tienen un solo ojo para las tres. Cuando necesitan ver, se pasan el ojo una a otra. Cuando necesitan morder, se pasan el diente una a otra.

Me pregunta si sé que el Sol, la fuente de nuestra luz, es oscuro por dentro.

—La luz solo es visible en la fotosfera.

—No estoy seguro de que eso sea así…

—Un fotón tarda literalmente millones de años en salir del núcleo y llegar a la superficie, a causa de la densidad. Allí dentro todo es luz detenida. La luz detenida no es más que negrura absoluta. Son las llamas sin luz del infierno. ¿Te acuerdas?

Después critica duramente mi entrada de la semana pasada en este mismo blog. Me dice que enumerar asquerosidades y crueldades es un recurso fácil de las mentes perezosas o estúpidas, y me dice que no mencioné algo fundamental, que sabe que yo sé, justo después de la escena de Casanova y sus amigotes contemplando suplicios indescriptibles por la ventana.

—Tenías que haber mencionado que Santo Tomás, en alguna parte, dice que una de las felicidades de los bienaventurados es contemplar desde el Empíreo los tormentos de los condenados en el infierno.

Junto a nosotros pasa un caballo casi al galope, demasiado cerca. Tomás se detiene a insultar a gritos al jinete, que nos hace la peineta echando el brazo hacia atrás sin detenerse y sin mirar atrás. Hay un centro hípico cerca y todos los años se llena de gente adinerada de toda Europa que vienen con sus carísimos caballos. Es curioso el gusto que le tienen a hacerle a todo el mundo ese gesto con el dedo corazón.

 

Tomás tiene el día hablador. Pasa de un tema a otro, de una imagen a otra sin pausa, sin razón aparente. Cuando está así me recuerda a cierta famosa descripción del siglo XIX del poeta Coleridge: como un patinador patinando a toda velocidad.

Me recuerda una serie de cuatro tablas de Botticelli sobre un cuento de Boccaccio, «La historia de Nastagio degli Onesti». Las tres primeras tablas están en El Prado. La cuarta está en el palacio Pucci, en Florencia. En Boccaccio, me dice Tomás, se encuentra en la quinta jornada, y se titula «El infierno de los amantes crueles». Nastagio, un joven de Rávena al que ha rechazado la chica de la que está enamorado, se va a lamentarse a un bosque. De pronto ve entre los árboles una extraña escena: un hombre a caballo, con dos fieros mastines, persigue a una mujer desnuda, cubierta de arañazos y heridas, que grita y llora y pide auxilio. Nastagio, lleno de espanto, ve cómo el hombre da alcance a la mujer y la mata. Luego verá cómo le saca el corazón y se lo tira a los perros. Nastagio no tiene armas, pero coge una rama y se acerca al hombre para, al menos, proteger el cadáver de la mujer. El caballero, llamando por su nombre a Nastagio como si lo conociera, le explica que él y esa mujer vivieron hace mucho tiempo, que él sufrió por el rechazo de ella y que se suicidó, por lo que ahora los dos, en el infierno, están condenados a repetir esa historia sin cesar. Efectivamente, la mujer se levanta del suelo y vuelve a comenzar la persecución. El caballero y la mujer son una especie de fantasmas encerrados en un bucle eterno. No se explica por qué Nastagio puede verlo si ellos están en el infierno. Tomás dice que Nastagio está en el infierno y no lo sabe.

—Pero hay algo en la representación de Botticelli —dice— que me horrorizó mucho cuando era niño y la vi por primera vez en El Prado. En la segunda tabla, se ve al caballero abriendo un gran corte en el costado de la mujer y metiendo la mano para sacar el corazón. El hombre está metiendo la mano en el interior de esa bellissima giovane ignuda, y por el agujero se ve… una nada, un vacío. Algo oscuro. Un hueco, como un hueco en la tierra. Y recuerdo que pensé que solo una pequeñísima parte de nosotros recibe luz, solo la piel, que no es nada, y que la inmensa mayoría de nuestro cuerpo permanece siempre en la total oscuridad. Y esto me hizo tener pesadillas.

Me habla de una de sus obsesiones, el asesinato de Elizabeth Short, llamada la Dalia Negra, en 1947. Short era una chica de veintidós años que apareció en un solar abandonado en una zona poco frecuentada de Los Ángeles. La mujer que la encontró iba acompañada de su hija pequeña y al ver el cadáver, creyó que se trataba de un maniquí en pedazos. Hasta que se acercó un poco más. Prefiero no describir aquí en detalle las mutilaciones del cadáver, que son famosas. Tomás me dice que hace tiempo, al leer sobre todo esto, sentía que había una joven eterna que era torturada y asesinada una y otra vez a través de los siglos, de la eternidad, y una y otra vez volvía a la vida solo para ser torturada y asesinada de nuevo.

Y mientras Tomás me habla animadamente de todos los curiosos los detalles policiales del caso, que sigue sin resolverse, de pronto se pone a llorar, hasta el punto que tiene que dejar de hablar y detenerse, y nos quedamos un rato los dos quietos en la playa, él llorando como un niño y yo a cierta distancia de él, sin saber qué decir o qué hacer.

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