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Yakushima

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Desde hace más de un mes, la playa cercana a mi casa está día y noche llena de pescadores. Algunos pescan para ganar dinero (el pescado «de playa» es muy apreciado), pero la mayoría son ociosos, «deportistas» que, tras la larga prohibición, recuperan el tiempo perdido. Clavan largas pértigas en la arena, a las que acoplan sus cañas equipadas con láser, se sientan en sillas plegables, consultan constantemente sus teléfonos móviles y, de noche, se iluminan con linternas frontales mientras escuchan la radio y beben latas de cerveza. Desde mi casa se escuchan sus risotadas. Algunos dejan basura tirada y otros se preocupan por dejar su lugar limpio. Para pasear por la playa, hay que pasar por debajo de los invisibles sedales, tendidos desde lo alto de las cañas hasta más de veinte metros agua adentro.

Hace una semana y media, mi perra Estela, en su paseo matutino por la playa, se tragó un pedazo de carnaza que aún tenía anzuelo y sedal dentro. El anzuelo se le clavó en la zona del cardias, atravesó la pared del estómago y desgarró el diafragma. El cirujano intentó sacarle el anzuelo mediante endoscopia, pero fue imposible. Hubo que practicar una laparotomía, es decir, abrir el abdomen, y después abrir el estómago para sacar el anzuelo. Es una operación difícil y es frecuente que no salga bien.

Estela estuvo ingresada un total de seis días. Cada día pensábamos que estaba a punto de morir. Nos la trajimos a casa el martes pasado. Sabíamos que aún era posible que no sobreviviera. La subí a casa en brazos y estuvo tumbada los siguientes días. Estaba muy frágil, llena de dolor, agotada por el sufrimiento y el miedo.

Mi mujer y yo nos turnamos para estar con ella en unas mantas que pusimos en el suelo del estudio. Pasé horas acostado junto a ella, abrazándola y acariciándola para intentar aliviarla de alguna forma. De pronto le venían fuertes accesos de dolor, a pesar de los potentes analgésicos. Ella no se quejaba, solo se ponía a temblar.

Es curioso cómo la mente aprende extrañas supersticiones cuando se encuentra desesperada. Uno empieza a leer la realidad de extrañas formas. Todo es ominoso, todo comporta un presagio o una señal, cada cosa que hacemos o pensamos puede inclinar la balanza a uno u otro lado. Es difícil pensar sencillamente que es indiferente lo que hagamos.

El mes pasado, el padre de mi mujer estaba muy enfermo. Un día, oí gritos casi humanos fuera. Me asomé al balcón y vi una urraca maltratando a una pequeña criatura en la acera junto al solar frente a casa. Di una palmada y la urraca salió volando. Bajé y vi un pollo de estornino, ya volantón, quieto y respirando deprisa. Estaba en mal estado, pero me pareció que aún podía salvarse. Lo cogí con mucho cuidado en el hueco de las dos manos y lo llevé a casa. Llamé a un centro de recuperación de aves y me dijeron que no podía llevarlo hasta el día siguiente por la tarde, así que, decidido a mantenerlo con vida, lo puse en una caja de zapatos en la bañera, le apliqué Betadine en la zona herida y estuve alimentándolo por medio de una jeringa con comida de gato remojada. A la mañana siguiente, casi no quiso comer. Unas horas más tarde, entré en el baño y lo vi tumbado de lado. Me quedé con él hasta que murió muy suavemente, de forma casi imperceptible. Al poco rato, llegó una llamada muy triste de Buenos Aires.

Si consigo alejarme un poco de la desolación y del dolor, me invade una inmensa ternura por nosotros, por los pobres seres humanos. Tan ciegos y tan indefensos y, a pesar de todo, tan valientes y con tantas ganas siempre de cantar, aunque sea para ahuyentar el miedo.

Mientras Estela estaba ingresada en el hospital veterinario, de pronto apareció un pájaro muerto sobre la red que cubre nuestra terraza para que los gatos no salgan. Llevaba días muerto y había caído del tejado. Lo hice saltar a la terraza adyacente sacudiendo la red con la escoba. Aquella tarde, me senté en la terraza y me di cuenta de que estaba todo lleno —incluida la silla en la que estaba sentado— de pequeños gusanos blancos que, sin duda, se habían desprendido del cadáver. Recordé un poema de Trakl donde aparecen unos «ángeles con alas manchadas de mierda (kotgefleckten)» de cuyos párpados amarillentos «los gusanos gotean».

Recogí y aplasté los gusanos uno a uno, con ganas de llorar, maldiciendo a aquellos repulsivos ángeles, aquella estúpida broma macabra, aquel cretino y convencional presagio. Era como si hubiese una criatura increíblemente poderosa, increíblemente estúpida, que comprendiese mal todos nuestros deseos, todos nuestros miedos, que quizá quería ayudarnos, ser nuestro amigo, pero todo lo hacía mal y nos destruía sin querer con sus inmensas manos torpes, como un niño brutal destruye el ratón que tanto quería cuidar.

Durante esas horas abrazado a mi perra, cada pensamiento era una decisión. Si cabe una remota posibilidad de que mis pensamientos influyan en algo, pensaba, no puedo arriesgar ni lo más mínimo. Me preguntaba qué determinaría aquel preciso pensamiento. Cada movimiento de la psique era cuestión de vida o muerte. Me esforcé por tener pensamientos de los que suelen llamarse positivos. Pero me di cuenta de que lo mejor que podía hacer era escapar de allí. Así que huí. Huí a la isla de Yakushima.

Estuve allí en 2016. Desde Tokio hay un largo viaje en tren hasta Kagoshima, al sur de la isla de Kyushu, donde pasamos un par de días. Recorrimos en bicicleta calles silenciosas y pequeñas carreteras junto al mar, subimos al atardecer al monte Shiroyama y vimos la ciudad a nuestros pies, cenamos en nuestro piso alquilado deliciosa comida de convenience store japonés con cerveza japonesa, nadé (en calzoncillos) en el mar de la China Oriental, en una playa desde la que se veía, al fondo, el volcán Sakurajima con un copete de humo, en mitad de la bahía. Justo en las laderas verdes que circundaban la playa, había una viña por la que pasaba despacio un trenecito, y esto lo transformaba todo en una escena soñada o leída en una novela fantástica.

Por algún motivo que no recuerdo, mi hermano y Megan cogieron el ferry lento a primera hora y, más tarde, Guada y yo cogimos el rápido. Absurdamente, no nos dimos cuenta de que llegábamos a puertos diametralmente opuestos en la isla, así que hubo una de esas angustiosas y felices aventuras de las vacaciones en los países lejanos, llenas de confusiones, grandes esfuerzos (de mi hermano) y un final feliz.

La casa estaba en medio de una pequeña plantación de té, al borde de un declive del terreno que bajaba directamente hasta el mar. Había muchas libélulas en el aire. Di un paseo solo por la plantación y vi una libélula muy pequeña, azulada y translúcida, como una voluta de humo viva. Todo estaba en silencio mientras caía la tarde. El cielo era de un azul muy profundo e, isla adentro, las montañas se amontonaban unas sobre otras, cubiertas de bosque. Bajamos hasta el mar. No se veía gente por ninguna parte. Había un gran cobertizo semiabandonado, lleno de bellísimo óxido, plantas muy verdes, una mantis religiosa peculiar, sonido de océano, asfalto húmedo y oscuro. En la playa veía todo el tiempo por el rabillo del ojo una especie de vibración subliminal entre los guijarros volcánicos y las conchas y madréporas. Me di cuenta de que eran miles de pequeñas arañas negras que se escondían en cada intersticio cuando volvía la vista hacia ellas. Era levemente repulsivo e inquietante, pero yo me reía en voz alta, como si finalmente hubiera conseguido despertarme en el interior de un sueño y pudiera correr aventuras allí dentro.

A la mañana siguiente, nuestra guía vino a buscarnos en su furgoneta y subimos a las montañas por la carretera serpenteante. Una hora después, estábamos caminando en la penumbra verdidorada de los inmensos cedros yakusugi del bosque virgen inmemorial, con colosos verdes derribados entre los altos helechos, con los descomunales troncos cubiertos de arriba abajo de musgo, pequeña y atareada vida en cada lugar del espacio. Nuestra guía conocía los nombres de cada helecho y cada musgo (de los que hay más especies solo en Yakushima que en todo Japón), de cada pájaro y cada mariposa. Nos señalaba con fascinación las rojas balanophoras, que surgen rojas y levemente obscenas al pie de los árboles que parasitan, las pálidas flores fantasmales de las monotropastrum, de tallos y pétalos igualmente blanquecinos y translúcidos. Nos hacía escuchar el canto aflautado del vinago de Formosa (una rara y pequeña paloma verde frugívora), al cual logramos ver durante un breve segundo. Es difícil describir la increíble y exuberante belleza de los bosques de la isla, la sensación de pura felicidad infantil de la que me sentía lleno hasta rebosar.

Fueron muchas horas de camino, con calor y humedad, pero creo que habría podido seguir días. Entre los árboles veíamos de vez en cuando apariciones fugaces: ciervos enanos, a los que Guada ofrecía una hojita y que, de pronto, ya no estaban allí, y monos, que se fundían con la vegetación y que se desplazaban en familia. Por el camino veíamos sus excrementos, teñidos de azul oscuro debido a unas bayas que les gusta comer.

A medida que ascendíamos, los árboles (mezcla de yakusugi y de stewartias, de troncos sinuosos del color de la canela) se hacían más pequeños y más dispersos. Finalmente, llegamos a una región de rododendros arbóreos y cedros enanos y retorcidos. Ahora el sol nos calentaba intermitentemente mientras recorríamos un caminito que iba abrazando una ladera. De pronto se abrían perspectivas de valles lejanos cubiertos de bosques. Justo allí tuvo lugar el momento inolvidable. Recuerdo que primero vi pasar, como un presagio exhibido por alguien de infinita atención y delicadeza, una enorme mariposa satinada y casi por completo negra (Papilio helenus, para los interesados en estas cosas), una de esas grandes mariposas asiáticas llamadas cola de golondrina con las que había soñado durante años antes de ir a Japón. Justo después, vi abrirse un hueco en el follaje sobre mi cabeza. Al hueco, en forma de tondo, se asomaban varios pequeños y dicharacheros pájaros verdes con un cerquito blanco alrededor de los ojos (ojiblancos japoneses). Vi, en algún lugar de mi campo visual, el rosa pálido de las flores de un rododendro y, al fondo, un pedazo de cielo azul con una pequeña voluta blanca. Fueron uno o dos segundos, no más. Los movimientos breves, rápidos y precisos de las aves diminutas —sus claros designios, su picardía y su perfecta felicidad—, el verde pálido de las plumas, el rosa de las flores y, por encima, el azul paradisíaco, más una especie de música no oída: ese es el lugar donde puedo entrar y quedarme durante horas. Hay un perfecto paraíso hecho de esos precisos materiales que puedo combinar y recombinar y en el que puedo quedarme mucho tiempo, aunque no para siempre. Un lugar bajo los rododendros en una isla del sur de Japón a la que muy posiblemente nunca volveré. Por supuesto, ese lugar no está en Japón.

Y allí estuve mientras abrazaba y acunaba a mi querida perra Estela, sintiendo por momentos que había algo dentro de mí, o algo en el mundo, a lo que no importaba que yo o ella estuviéramos vivos o muertos, y no me refiero a la indiferencia de las cosas inertes que no pueden sentir, sino a una especie de afirmación que no admite desvío. En el bolsillo del pantalón llevaba todo el tiempo (y llevo aún mientras escribo esto) el anzuelo que le sacaron a estela, con su pedazo de sedal, dentro de una bolista de plástico transparente. No sé qué voy a hacer con ella.

Ayer, Estela empezó a encontrarse mejor. Ya la llevo a pasear al parque. Tiene hambre, empieza de nuevo a jugar con los gatos, tiene ganas de saludar a otros perros que nos cruzamos en la calle. El miércoles le quitan las grapas de la tripa. En cuanto recupere las fuerzas, Guada y yo estamos planeando excursiones a la montaña, para que corra y huela cada árbol y cada flor, y para que nosotros la veamos.

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