Montségur
Estas noches del mes de mayo, en los tamariscos y cipreses apretados de la medianería entre dos parcelas de naranjos, cerca de mi casa, canta un ruiseñor, invisible. Yo cruzo en bici el puente sobre el río (ir en bici en la oscuridad es una extraordinaria sensación, y también es quizá estúpido) y me quedo escuchando, convirtiéndome poco a poco en un oído. El ruiseñor canta escondido y es difícil verlo, de día o de noche. Es lo bastante común como para oírlo cada primavera y lo bastante tímido y escaso como para que encontrarse con uno sea un pequeño acontecimiento. Es famoso por cantar de noche, pero, como explica el desdichado poeta John Clare en una carta a los señores Taylor y Hessey, «canta tan comúnmente de día como de noche, aunque no es un hecho generalmente conocido. A ustedes los londinenses les gusta mucho hablar de este pájaro y se piensan que cada pájaro que canta después de la puesta de sol es un ruiseñor. Recuerdo que, la última vez que estuve allí, iba paseando con un amigo por los campos de Shacklewell cuando vimos a un caballero y a una dama que escuchaban con mucha atención junto a unos arbustos y, al acercarnos, les oímos hacer espléndidos elogios del hermoso canto del ruiseñor, que resultó ser un tordo».