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La silla

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Hace no mucho, sentí el urgente deseo de deshacerme de mi vieja silla de oficina y de comprarme una silla de verdad. No quería ruedas, ni asiento giratorio, ni palancas para ajustar la altura o la inclinación. Quería una silla de madera con cuatro patas, un respaldo y dos brazos. Por quince euros, encontré una que cumplía mis requisitos en una página web de compraventa entre particulares. Contacté con el vendedor y acordé con él recogerla en su casa, en Alfahuir, cerca de Gandía. Justo cuando Guada y yo salíamos, me llamó mi amigo Tomás para pedirme que lo llevase a la biblioteca de Gandía a devolver unos libros. Quince minutos después estábamos frente a la puerta de su casa y lo vimos salir, tropezando por las prisas y absurdamente vestido con una camisa de manga larga y un sombrero de paja que oculta sus carencias capilares y que, según dice él, le confiere un aire distinguido (se equivoca). No exagero si digo que cuando quedamos solos los dos va vestido como un mendigo, pero Guada, mi mujer, tiene un extraño efecto en él. No es que esté enamorado de ella (al menos eso creo), pero le profesa una veneración que, aunque aprecio y obviamente comparto, considero excesiva. Me bajé del coche para saludarlo y él, de forma sutil, me apartó para sentarse en el asiento delantero junto a Guada, que conducía y estaba de un humor triste (con fundadas razones).

Mientras ellos hablaban delante, yo miraba por la ventanilla. Tenía sueño, e ir solo en el asiento trasero de un coche siempre me sume en un vago estado contemplativo.

Yo nací en Valencia y viví allí hasta los cuatro años, momento en el que mi familia se trasladó a Madrid. No me gustó el cambio. De todas formas, durante muchos años, al menos hasta la muerte de mis abuelos maternos, mis padres, mi hermano y yo íbamos a Valencia continuamente. Además de todas las vacaciones, me parece recordar que hubo épocas en que viajábamos casi cada fin de semana, a veces los cuatro y otras veces mi hermano y yo con mi madre, en tren. Recuerdo trayectos de seis, siete horas, con el fétido olor de los huevos duros y del aliento de los fumadores (que encendían cigarrillos y puros en el vagón), con largas paradas por avería durante las cuales la gente bajaba del tren y caminaba a trompicones por el balasto, con un cuarto de aseo averiado en el que la orina derramada vibraba en el suelo con el traqueteo del vagón. En verano íbamos a Jávea en coche. La carretera pasaba por todos los pueblos de la costa y yo me mareaba de forma espantosa. Oliva, donde vivo ahora, era solo un lugar de paso en la carretera.

Con los años fui creciendo y arraigándome en Madrid y empecé a sentir cierto deseo de olvidar todo lo que tuviera que ver con Valencia, no sé muy bien por qué. Creo recordar un deseo de protegerme de algo, de dejar de estar a la intemperie, de entrar por fin en algún sitio y quedarme allí. Después, ese sentimiento se desvaneció y solo quedó una enorme indiferencia hacia todos los nombres de lugar. En un diario de 1999, escrito a mis veintidós años, en uno de mis momentos más insoportables, escribí: «Los nombres de lugares sólo indican un derrotero de la imaginación, un punto cardinal en la circunferencia del horizonte mental. Laysan es una isla real, pero su nombre es solo un camino aéreo por el que viajan las imágenes. En ningún sentido posible (aparte de la pura convención política) designa nada real el nombre de una isla.? Una isla es una elevación del terreno vaga y variablemente circundada por el nivel del mar (nadie sabe dónde empieza y dónde termina), es árboles, hojas de árboles, raíces de árboles, hormigas, carreteras, avispas, cerdos, aves, plumas de ave, parásitos de aves, parásitos de los parásitos de aves, coches, tenedores, pozos, luz que atraviesa el aire, luz que atraviesa el agua, vapor de agua, olores de tierra mojada, olores de tierra seca, olores de flores, olores de materia putrefacta, charcos tras la lluvia, renacuajos, libros, bolígrafos, mesas, sueños, almohadas, átomos que componen almohadas, partículas que componen los átomos. Una isla es algo infinito, inexpresable, inimaginable, inexistente».

Apruebo el pensamiento (o el sentimiento). No tanto la expresión. Por alguna razón que no comprendo o no recuerdo, estaba obsesionado con las islas. Laysan es una pequeña isla de Hawái donde habitan varias especies de aves endémicas que han ido desapareciendo y de las que quedan solo unas pocas especies que, sin lugar a dudas, desaparecerán a lo largo de la próxima década. En 1909, se declaró un santuario para aves, seguramente uno de los primeros del mundo. La propia isla de Laysan, que mide dos por dos kilómetros y tiene apenas 14 metros de elevación sobre el nivel del mar, desaparecerá con la subida del nivel de los océanos por el calentamiento global. Será como si nunca hubiera existido. Años después de aquella anotación en mi diario, en mi primer libro de poemas, escribí sobre la isla de Laysan y hablé de cómo, en 1923, durante una tormenta de arena en la isla, la tripulación del USS Tanager, en misión científica, presenció la desaparición del apapane de Laysan (Himatione sanguinea freethi), entre otras aves desde entonces extintas.

Ahora que, después de treinta y nueve años, vivo de nuevo en la provincia de Valencia, cada vez que paso por ciertas carreteras me encuentro inundado por imágenes y sentimientos que parecen provenir de una vida anterior. Esto no tiene pinta de que vaya a atenuarse. Pasar junto a esas zonas agrícolas omitidas, ver las grandes alquerías melladas y ciegas, con cristales polvorientos y rotos y cierta gracia decimonónica en algún vano o en algún hastial, en las que anidan los gorriones y duermen los vagabundos, ver las altísimas chimeneas torcidas de la extinta industria del ladrillo y, a un lado de la carretera, el verde oscuro de los ricinos, con sus flores de un rojo maléfico, y los arcos amontonados de las zarzas impenetrables, bajo las cuales viven los erizos y anidan los ruiseñores, me sume en un fuerte ensueño. Restos de mi infancia, o restos de sueños de mi infancia, o restos de recuerdos de sueños de mi infancia. Y todo se refina hasta que queda una esencia fortísima y volátil, y paso por esos paisajes medio adormecido, viendo extraños planos imaginarios o recordados superpuestos a las imágenes de mis ojos, como si estuviera dentro de uno de esos sueños absurdos que, aun así, nos emocionan hasta lo más profundo, como si en ellos se encontrara la clave secreta, perdida para siempre, de nuestra vida.

Tomás y Guada estaban hablando sobre los gatos de las calles aledañas que él y nosotros hemos adoptado en el último medio año, pero de pronto Tomás empezó a dirigirse a medias a mí. Cuando Guada está presente, suele meterse conmigo de forma un tanto vil. En esta ocasión, se puso a hablar precisamente de este blog. Siempre que le menciono en una entrada, le hago llegar antes el texto para que dé su visto bueno, que suelo recibir acompañado de generosas sugerencias que casi siempre adopto. Sin embargo, de pronto ya no le parecía agradable mi tratamiento de su personaje.

—Me haces parecer un imbécil y una persona atormentada —me dijo—. Y puede que sea lo primero, pero lo segundo está claro que no es verdad. Yo soy una persona feliz, Ismael. Al contrario que tú.

—Ah, ¿pero yo no soy feliz?

—Lo veo porque siempre estás buscando excusas para serlo. Alguien feliz no hace eso.

Empezó a hablar de mi última entrada del blog. Me dijo que estaba mal escrita y que no bastaba con poner citas de escritores sin ton ni son, unidas por vagas y a veces imaginarias conexiones temáticas. Había que construir un argumento, aunque fuera subliminal.

—Pero yo creo que sí tiene argumento… —dijo Guada.

Agradecí su defensa (que sonó indecisa). De todas formas, Tomás tenía razón. Se refería a ciertas citas de Proust, Baudelaire, Keats, De Quincey y no sé quién más sobre ciertas visiones con un elemento en común: la profundidad de planos en perspectiva.

—Para empezar —me dijo sacando de la mochila uno de los libros que pensaba devolver a la biblioteca—, no pusiste la cita más importante. ¡Y precisamente de tu querido Wordsworth! Está en La excursión, al final del libro segundo.

Y leyó estos versos:

                                                           a step,
A single step, that freed me from the skirts
Of the blind vapour, opened to my view
Glory beyond all glory ever seen
By waking sense or by the dreaming soul!
The appearance, instantaneously disclosed,
Was of a mighty city—boldly say
A wilderness of building, sinking far
And self-withdrawn into a boundless depth,
Far sinking into splendour—without end!
Fabric it seemed of diamond and of gold,
With alabaster domes, and silver spires,
And blazing terrace upon terrace, high
Uplifted; here, serene pavilions bright,
In avenues disposed; there, towers begirt
With battlements that on their restless fronts
Bore stars—illumination of all gems!
By earthly nature had the effect been wrought
Upon the dark materials of the storm
Now pacified

                                                          (un paso,
un solo paso que me libró de los faldones
de la ciega niebla, abrió ante mí
una gloria más allá de toda gloria nunca vista
por el sentido despierto o por el alma en sueños.
La apariencia de inmediato desvelada
era de una grandiosa ciudad, me atrevo a decir
que de un paisaje edificado, que se hundía en la lejanía
y se iba retirando a una profundidad sin límites,
a lo lejos hundiéndose en esplendor, infinitamente.
Semejaba un tejido de diamantes y de oro,
con cúpulas de alabastro y capiteles de plata
y cegadoras terrazas unas sobre otras, levantadas
a lo alto; por un lado, serenos pabellones de luz,
dispuestos en avenidas; por otro, torres cercadas
de almenas que en sus inquietas frentes
portaban estrellas, ¡esplendor de toda joya!
La naturaleza terrestre había producido tal efecto
sobre los oscuros materiales de la tormenta,
ahora aquietada)

—Ahí está tu ciudad de las nubes —me dijo Tomás— y los planos superpuestos, y la profundidad, ¿has visto?, blazing terrace upon terrace, y todo hundiéndose en una perspectiva de infinita profundidad. Mejor que todas tus débiles citas. Y sin embargo, me pregunto ¿qué significa? No significa nada. Te encandilas con imágenes, Ismael, con ideas que no llevan a ninguna parte, que no significan nada. No hay nada debajo. Eres como uno de esos insectos que caminan sobre el agua… O más bien como una polilla dando vueltas a una bombilla. Y precisamente esa ciudad de las nubes, ahora que lo pienso, es en realidad el símbolo de esas cosas que escribes. Vanas ilusiones, figuraciones de la nada. Puro vacío.

—No vacío. El vacío es una cosa.

—Bueno, pues la nada.

—La nada… Bueno, nada en el sentido de que en este coche hay cero cocodrilos. Si hablamos de los cocodrilos de este coche, estamos hablando de la nada.

En realidad, no sabía muy bien de qué estaba hablando.

—Típica idiotez tuya. No entiendes bien los conceptos filosóficos, y no digamos matemáticos.

—Soy muy consciente de ello.

Dejamos pasar un rato en silencio, pero yo me incorporé en el asiento e hice un esfuerzo por seguir hablando por hablar, para que Tomás no pensase que estaba enfadado.

—Déjame que me explique, no por defenderme, sino por explicarme. Whitehead dice que un hecho aislado es «el mito primario» sin el cual es imposible el pensamiento finito. Y dice que ese carácter mitológico del hecho aislado proviene de que no existen los hechos aislados. Todo está infinitamente conectado, y esa conexión forma parte de la esencia de todas las cosas. Hacer abstracción de esa conexión es omitir un hecho esencial, es de alguna manera falsearlo todo.

—«El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas».

—Sí, Wittgenstein también dice eso. Y no solo él. También Francis Bacon, y Leibniz y yo qué sé quién más. Detrás de cada hecho está la totalidad del universo, indiferenciada excepto por nuestra atención, por la importancia que damos a ese detalle o a tal otro. Bueno, en realidad no habría detalles sin esa atención, que no es más que una forma primigenia de imaginación con la que aprehendemos la realidad. Y Whitehead también dice que de esa totalidad indiferenciada nosotros extraemos una perspectiva, y que esa perspectiva es una gradación de la relevancia, y que el sentimiento es el agente que reduce el universo a esta perspectiva de hechos, y que, aparte de las gradaciones del sentimiento, la infinitud de los detalles produce una infinitud de efectos en la constitución de cada detalle, y que eso es lo único que puede decirse cuando omitimos el sentimiento, pero que gracias a este unas cosas nos importan más que otras y, de ese modo, las reducimos a una perspectiva, y que, por tanto, la perspectiva es el resultado del sentimiento, y de este modo el intelecto finito se enfrenta al mito de los hechos finitos. Es decir, de este modo surge la realidad, que no existiría de otra forma, debido a nuestro sentimiento o imaginación primaria. Y, por tanto, yo no existo y tú tampoco, Tomás. Y, por tanto, sí, la ciudad celeste está vacía, pero, en otro sentido, en el único sentido que importa, está llena de mí mismo, de mi sentimiento. Y eso es lo que quise decir de forma tan torpe en ese textito insignificante, que escribí en un par de horas mientras canturreaba solos de Pat Martino, aunque no lo tenía presente, lo confieso. Yo quería hablar de… o más bien quería mostrar de alguna forma… o acercarme a la idea de mostrar… que la realidad surge como una fuente perenne y que en cierto modo todo es una nada y, en otro sentido, todo está lleno. Pero, pensándolo mejor, yo sólo quería hablar de las nubes. No sé por qué acabo de soltar todo este rollo. Yo qué sé, chico. Hago lo que puedo.

Empezaba a encontrarme mal. No recordaba bien por qué había empezado a decir todo aquello. Sentía la cabeza pesada y llena de sueño. Pero Tomás se volvió por completo hacia mí y empezó a subir la voz.

—De nuevo haces lo de siempre. Para empezar, citas esas cosas de Whitehead, que, si no recuerdo mal, están en Modes of Thought, pero que son solo el comienzo de un razonamiento mucho más amplio, y las sacas de contexto y, por tanto, las adulteras, para adaptarlas a tus cretinas fantasías…

Y en ese momento, Guada, que raramente pierde los nervios, empezó a dar puñetazos en el volante. Tomás se quedó mirándola, con expresión aterrorizada.

—¿Te querés callar la boca, Tomás? —gritó Guada a todo pulmón—. ¿Querés parar de una vez de romperle las pelotas a todo el mundo, Tomás? ¿Me hacés el favor de callarte? ¿Te vas a callar, por favor? ¿Por favor? ¿Por favor? ¿Por favor? ¿Te vas a callar?

Luego nos perdimos varias veces. Recorrimos kilómetros en una dirección y más kilómetros en otra dirección. Yo era el encargado de dar indicaciones —consultando el maldito GPS del móvil— y todo el tiempo me equivocaba, y Guada lo aceptaba todo con perfecta constancia de ánimo y Tomás estaba callado, pero no parecía muy preocupado por el arrebato de Guada. Nos acercábamos a las montañas. Poco antes de llegar a Alfahuir, pasamos junto al monasterio de San Jerónimo de Cotalba, un gran edificio medieval con una alameda a la entrada. Tomás se puso a gritar, lleno de súbito entusiasmo, que teníamos que detenernos y hacerle una visita, que lo construyó el padre de Ausiàs March para unos monjes de Jávea que habían sido capturados por piratas, que perteneció a la familia Borja, que allí pasó sus últimos días Leonor de Castro, amiga de la emperatriz Isabel de Portugal y de Isabel Freyre, la Elisa de Garcilaso, y Guada le dijo, riéndose suavemente, como si hablase con un niño, que no podía ser, que era tarde, que ya iríamos otro día.

Alfahuir estaba desierto, aunque había muchas parejas de mariposas dando vueltas una en torno a la otra por las calles. En el barranquito del río, había gatos entre las cañas y, en el caminito anaranjado que iba abrazando la colina hacia el cementerio había bosta fresca. El vendedor me recibió en un portal en penumbra y me señaló la silla, que estaba en un rincón.

—Pruébela, por favor.

Al sentarme, supe de inmediato que se trataba de algo especial. Mis pensamientos se despejaron y se aquietaron de forma yo diría que mágica, como cuando un cielo lluvioso y encapotado se abre de pronto al sol y cesa el viento. El vendedor se metía ya en su casa y tuve que recordarle que aún no le había dado el dinero. Me miró con expresión extrañada, como si no contara con recibir pago alguno.

—¿Cuánto habíamos quedado? —preguntó.

Le di los quince euros y él los miró con una extraña sonrisa y entró en su casa sin despedirse.

Luego fuimos a Gandía a que Tomás dejase sus libros, pero la biblioteca estaba cerrada, así que nos volvimos a Oliva, hablando por el camino de los viejos tiempos de la televisión.

Y ahora escribo todo esto sentado en mi nueva silla, que no ha dejado de producirme la maravillosa y única sensación que tuve al comprarla. Siento que todo se aclara ante mí, que puedo mirar lo bueno y lo malo de la vida con ecuanimidad, que puedo escribir todo lo que quiera, que se abren mundos y mundos y mundos ante mí, y que voy a ser feliz durante mucho tiempo, cada vez más feliz.

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