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Solo sé que existo

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Cuando mi amigo Tomás y yo éramos más jóvenes, nos preguntaban si éramos hermanos, a pesar de que nunca nos hemos parecido mucho. Increíblemente, más de una vez, yendo solo por Madrid, desconocidos me confundieron con él, aunque a él nunca lo confundieron conmigo. «¿Existo?», solía yo preguntarle de broma, «¿o soy solo una especie de sueño tuyo postprandial?». Hace unas semanas que Tomás se ha ido a pasar unos meses a Madrid y le echo de menos. Me doy cuenta de que, poco a poco, empiezo a suplir su ausencia pensado sus pensamientos, sintiendo sus sentimientos, hablando como él. Noto que me voy transformando un poco en Tomás. A Guada no le gusta demasiado.

Toda la zona en la que se encuentra mi casa, al borde del mar, está de pronto llena de gente. Coches y coches pasan por calles que estaban hasta hace poco vacías. Por todas partes, pequeños adolescentes de entre trece y catorce años, con sus voces de señora mayor y sus frases groseras copiadas de sus horribles padres. Por todas partes, idiotas arrastrando su equipamiento de kitesurf por encima de las dunas. Veinteañeros cretinos bebiendo en el parque y dejando abandonados vasos de plástico y bolsas de patatas fritas. Reguetón y música tecno sonando en cada calle hasta altas horas de la noche. Familias numerosas y uniformemente obesas anadeando semidesnudas por las aceras abrasadas por el sol. Mocetones muy serios y muy tatuados acompañados de chicas en bikini muy delgadas y muy serias, el cuerpo brillante de crema solar.

Me doy cuenta de que odio a los seres humanos. Odio sus caras y sus voces y sus horribles cuerpos. Odio sus pequeñas avaricias y sus repulsivos placeres. Odio sus manos prensiles y sus obscenos pies callosos y sus ojillos ávidos. Odio su tranquilidad y su excitación. Odio sus sufrimientos y sus satisfacciones. Odio su miedo y su crueldad. Odio su ropa, sus coches, su música, sus enfermedades, su dinero.

Yo mismo no soy una excepción a mi aversión universal. No hay nada más humillante que estar encerrado en esta ridícula y despreciable carcasa de piel, huesos y tendones, con dos rudimentarios fuelles que se abren y se cierran incansablemente, con un músculo cavernoso que se aprieta y se aprieta y se aprieta como un puño vengativo, con dos esférulas elásticas que giran para mirarlo todo, encajadas en una especie de cofre óseo en cuyo interior un fango gris mira a través de esas esférulas y cree ser yo.

Me avergüenza tener que masticar y tragar materia, me avergüenza tener que mover los labios y los dientes y la lengua para emitir sonidos y comunicarme con los demás, me avergüenza tener que entrar cada noche en un abyecto trance durante horas y horas, tras desear durante todo el día que llegue la absolución de ese trance en el que me encuentro a merced de terrores incomprensibles.

Me repugnan mis deseos y mis indiferencias y mis perezas inacabables y la forma en que mi pensamiento tiene que pasar de una cosa a otra, como un mono de una rama a otra, y volver atrás, y repasar lo ya aferrado, lo que continuamente olvida, extravía, destruye. Odio mi risa, mi forma de coger las cosas, mi forma de pensar y de escribir, mis costumbres, mis miedos, mis placeres, mis aficiones. Odio hasta el agotamiento mi cara, mis expresiones, mis ausencias de expresión. Me digo: «Yo no soy esa cara, yo no soy esa voz, yo no soy estas manos, yo no soy este cuerpo». ¿Y qué soy entonces? Soy un espíritu viviente, que ha conocido países más allá del tiempo y del espacio y que está encerrado aquí abajo, olvidadas para siempre sus tremendas aventuras. «¿Por qué comemos y bebemos otra cosa que luz o fuego?», dice un famoso poema español. Porque nos han tendido una trampa y estamos maniatados en la oscuridad.

Porfirio dice de Plotino que «tenía el aspecto de quien se siente avergonzado de estar en el cuerpo. Como resultado de esa actitud, no soportaba hablar ni de su raza, ni de sus padres ni de su patria, y hasta tal punto tenía por indigno posar para un pintor o un escultor que, cuando Amelio le pidió permiso para que se le hiciera un retrato, le respondió: "¿Es que no basta con sobrellevar la imagen con que la naturaleza nos tiene envueltos? ¿Pretendes encima que yo mismo acceda a legar a la posteridad una imagen de la imagen?"». Una vez, Plotino adivinó que su amigo Porfirio estaba pensando en suicidarse. Se presentó de pronto en su casa y le dijo que ese deseo no provenía de un problema intelectual, como Profirio creía, sino de una afección melancólica. Le recomendó que hiciera un viaje para curarse y Porfirio se marchó de Roma y se fue a Sicilia, donde pasó cinco años, a causa de lo cual no pudo estar presente en la muerte de Plotino.

Basta que una sola de esas grotescas figuras se acerque a mí, basta que se dirija a mí, verla separada del resto, con su porción de luz y de sombra y su pequeño drama, para sentir una casi infinita fascinación, para que surja en mí algo parecido al amor. No hay nada más hermoso que el pobre, frágil y tierno ser humano. Las pobres personitas ayudándose unas a otras, llorando las muertes unas de otras, iluminándose por la presencia de otras. «Los paisajes están bien, pero es mejor la naturaleza humana», decía Keats. Y también decía: «Admiro la Naturaleza Humana, pero no me gustan los Hombres».

Un día de primeros de marzo de este año, poco después de comenzado el confinamiento (el cual se me antoja ahora un paraíso perdido, un inesperado descanso en esta carrera infernal que solo ahora veo con claridad), empecé a encontrarme mal. Era como si sobre mí cayese deprisa una oscuridad. Aún era temprano, pero me metí en la cama. De pronto, tuve que apartar las sábanas, levantarme y correr al baño. No llegué a tiempo. Resbalando en mi propio vómito, aún tuve que encerrarme en el baño para continuar con las actividades que me dictaba imperiosamente mi organismo. Como es bien sabido, ciertos actos no pueden realizarse de forma simultánea con ciertos otros, por lo que me vi obligado (varias veces) a alternar velozmente la postura sedente con la genuflexa.

Cuando volví a la cama, un sudor de hielo me cubría el cuerpo y temblaba con extraordinaria violencia. Como en otras ocasiones inesperadas y atroces, me di cuenta de que una parte lúcida, al fondo de mí mismo, observaba todo aquello con perfecto desapego. Pasé la noche tambaleándome para ir al baño una y otra vez, bebiendo pequeños sorbos de agua (que me sabía a bilis), vomitando con tremenda dificultad y emitiendo al hacerlo unos tremendos gemidos o gruñidos de pura agonía animal que a mí mismo me costaba reconocer como míos. ¡Pobre pelele, a merced de un vientecillo que pasa! A qué cómicas indignidades y humillaciones nos somete nuestro cuerpo. Pasé en este desternillante estado diez largos días con sus noches. Vivía en una permanente náusea que subía y bajaba en majestuosas oleadas. Cuando subía, deberíais haberme visto retorciendo las sábanas con las manos, negando despacio con la cabeza, tratando de prepararme, sudando miserablemente. No podía leer, ni pensar apenas, ni gozar de nada ni un instante. La náusea le quita sabor y color a todo. Todo se pudre ante nuestros ojos, todo sabe a ceniza y a muerte. Nada de lo que nos causa felicidad, ni siquiera las pequeñas felicidades cotidianas, nos importa ya. Solo en algunos momentos —tras un titánico esfuerzo por vaciarme el estómago de sus últimos vestigios, de los que me fui librando por niveles diferenciados y reconocibles—, podía sentir un mínimo alivio que se extendía por mi torturado cuerpo como una bendición y me permitía, por ejemplo, alegrarme de que una de las gatas subiera a la cama a inspeccionarme o tener una pequeña conversación medio delirante con mi mujer. Cada noche era una larguísima sucesión de estados extremadamente dramáticos en el microcosmos de mi pobre conciencia. Yo sentía aquellas fluctuaciones de la enfermedad como seres vivos que surgían del caos y volvían a hundirse en él, ciclos vitales que comenzaban y concluían, una y otra vez. ¿Quién puede acordarse después de los detalles de esos tremendos dramas que, en el momento, son lo único que existe?

Creo que pasé días sin dormir realmente. En uno de los beatíficos momentos en los que podía al menos rozar el adormecimiento, recuerdo que soñé (aunque no era exactamente un sueño, sino una especie de visión muy nítida dirigida por mi voluntad) que me miraba al espejo y me daba cuenta de que me encontraba dentro del cuerpo de mi mujer, es decir, que yo era de pronto ella. Era su rostro el que yo veía en el espejo, y podía girarlo a un lado y a otro, aunque no podía alterar su expresión, que era de profunda, casi lúgubre, seriedad. Me puse a cortarle el pelo (o a cortármelo a mí mismo) mientras trataba de pensar en qué ventajas podía obtener de aquella peculiar situación.

Cuando empecé poco a poco a recuperarme, saqué un par de días a pasear a Estela. Me había quedado en los huesos y caminaba muy despacio. Una vez me puse en cuclillas para recoger lo que Estela había cuidadosamente depositado en la hierba y, al tratar de levantarme, me caí hacia atrás como un muñeco. Me quedé riéndome de mí mismo, tumbado en la hierba. Había llovido mucho durante mi enfermedad y el cielo estaba aún cubierto de brumas móviles. Las alcantarillas al borde de una pista de equitación cercana cloqueaban llenas de agua inquieta, y en la acera había ranas que parecían esperar algo. En el campo de golf caminaban con paso cauteloso una treintena o más de garcetas muy blancas y, en lo alto de una torre de comunicaciones, unas gaviotas parecían maullar. Todo estaba lleno de algo astringente y expectante que me llenaba de nueva energía. Aquí y allá había ya frutales en flor cuyas flores la lluvia había tirado al suelo, y junto a las aceras corrían torrentillos de agua trenzada.

Recordé un poemita de Li Po:

Me preguntáis por mi retiro en los Montes de Jade,
y yo sonrío pero no contesto, libre el corazón.
Flores de melocotonero por el agua van.
Hay otro mundo, que nos es el mundo de los hombres.

O algo así. Yo iba por la calle incapaz de reprimir una extraña risa floja, de felicidad y de cansancio y de una especie de delicioso dolor y del puro placer físico de caminar por las calles desiertas y los caminos junto a los huertos y respirar el aire frío y húmedo de marzo y del gozo animal de estar de nuevo en un cuerpo no rebelde. Los flecos de nubes que cubrían las verdes montañas, junto con las palmeras más cercanas, hacían que todo pareciera una especie de paisaje oriental y yo me sentía como un viejo poeta chino que no tiene nada que perder en este mundo. Y entonces imaginé que ese viejo poeta chino, que no tenía a nadie sobre la tierra, cantaba en chino (idioma del que no sé ni una palabra pero que imaginé de forma efectiva y abstracta) un poema de John Clare, y lo cantaba, a pesar de todo, con felicidad y abandono puro de sí mismo, un poema que Clare escribió a los cincuenta y dos años, en 1845, en el Northampton General Lunatic Asylum, donde murió veinte años más tarde:

I feel I am;—I only know I am,
And plod upon the earth, as dull and void;
Earth's prison chilled my body with its dram
Of dullnes, and my soaring thoughts destroyed,
I fled to solitudes from passions dream,
But strife persued—I only know, I am,
I was a being created in the race
Of men disdaining bounds of place and time:—
A spirit that could travel o'er the space
Of earth and heaven,—like a thought sublime,
Tracing creation, like my maker, free,—
A soul unshackled—like eternity,
Spurning earth's vain and soul debasing thrall
But now I only know I am,—that's all.

(Siento que existo. Solo sé que existo
y me arrastro por la tierra, gris y vacío como ella.
La prisión terrestre heló mi cuerpo con su trago
de grisura y mis altos pensamientos destruyó,
huí del sueño de la pasión a las soledades
pero la lucha dio conmigo. Solo sé que existo,
yo fui un ser creado de la raza de los hombres
que desprecian ataduras de tiempo y de lugar,
un espíritu capaz de viajar sobre el espacio
de la tierra y de los cielos, como un sublime pensamiento,
estudiando la creación, libre como mi hacedor,
alma sin grilletes como la eternidad,
despreciando la vana y degradante servidumbre de la tierra,
pero ahora solo sé que existo, eso es todo.)

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