Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

Epílogo: Durbar en Ejura (Ghana), diez años más tarde

Silvia y yo estamos llegando a Ejura, la capital de la región maicera, en pleno territorio Ashanti. Vamos en el todoterreno que me tiene asignado la empresa, equipado con doble depósito de gasolina para evitar la frecuente eventualidad de que la gasolinera de turno no pueda bombear gasolina por falta de electricidad. Hemos estado un par de días en el Parque Nacional Digya, donde nos ha llovido la mayor parte del tiempo. Parece que en Ejura lucirá el sol durante el Durbar del Día de la Agricultura, al que tengo que asistir. Silvia ha decidido acompañarme a esta celebración cuando se ha enterado que en ella dará un discurso el duradero presidente de Ghana, Jerry John Rawlings.

Aparcamos a cierta distancia del estadio de futbol donde ha de celebrarse el acontecimiento y enseguida nos subyuga el imperioso ritmo de la música, la potente percusión. Gentes vestidas de vistosos colores se agolpan en todas las entradas, menos en la que da acceso a la tribuna principal, donde nos dan paso tras mostrar nuestras credenciales. El estadio está a rebosar y la ensordecedora música nos incita, sin posible resistencia, a dar pasos de baile. Después de un rato, los miles de asistentes se transforman en un armonioso coro que entona lo que no puede ser sino el himno nacional.

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Sara elige la India

Mi respuesta no debe ser menos clara por mucho que en otras circunstancias hubiera podido ser distinta. Los días de nuestro encuentro en Madrid fueron felices pero breves y podrían haber sido el punto de partida de una historia con otro desenlace. Si yo hubiera vuelto a Madrid y tú no te hubieras ido a Norteamérica, tal vez nuestras vidas hubieran tomado rumbos compatibles, pero yo no te he tenido en mis pensamientos, en el sentido que tú usas esos términos, entre otras razones porque una corriente irreversible me ha empujado hacia una órbita que no me parece que pueda coincidir con la tuya en algún momento futuro. Tengo un vivo recuerdo de aquellos días felices, pero una fuerza superior a la atracción que pudiera haber sentido hacia ti me requería ya sin que yo lo supiera.

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Un posible destino africano

Sara, llevo meses ?¿dos años?? escribiéndote entre líneas la carta que hoy no quiero dejar de enviarte, que pretende ser por completo explícita y vencer la casi insalvable barrera de mi torpeza y mi timidez. Mis cartas anteriores, no muy distintas de las tuyas, han sido meras enumeraciones de actividades, intercambios de anécdotas, pero hoy quiero referirme a lo que realmente me importa, a lo que ha invadido sin cesar mis pensamientos durante todo este tiempo. Iré al grano desde el principio.

Quedé prendado de ti desde que te conocí en aquella fiesta de primavera, y en los inolvidables días que siguieron germinó en mí la idea de que me gustaría pasar junto a ti el resto de mi vida. Reconozco que no fui capaz de expresarte mi sentimiento y que tú tampoco, ahora lo pienso, me diste a entender de forma clara si sentías algo por mí, pero me bastó que admitieras mi asidua compañía durante aquellos días para que la idea fuera echando raíces en mi conciencia. Sé que nuestro tiempo en común fue tal vez demasiado breve para establecer una relación como la que te propongo, aunque para mí fue suficiente y desde entonces te he tenido presente en todo lo que he hecho. Siento si esta declaración es en exceso brusca. No sé manejarla de otro modo.

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Los desmanes de Ry?ichi Sasakawa

Cuando por fin me decidí a hacer caso a Kaboré y traté de averiguar quién era en realidad Ry?ichi Sasakawa, no estaba preparado para lo que iba a encontrarme. ¿Cómo iba yo a imaginar que quien Borlaug había presentado como uno de los mayores filántropos del siglo, dispuesto a financiar una segunda Revolución Verde, que esta vez beneficiaría a África, no tenía empacho alguno en describirse a sí mismo en la prensa como «el fascista más rico del mundo»? Lo que inicialmente me había planteado como una breve incursión en la hemeroteca universitaria, enseguida se convirtió en un obsesivo rastreo de las oscuras hazañas de este personaje y sus notorios compinches, entre los que sobresalían Yoshio Kodama, uno de los jefes máximos del crimen organizado en Japón; Sigman Ree, el dictador coreano; el reverendo Moon, quien, con ayuda de la CIA coreana y del propio Sasakawa, fue fundador de la secta que llevó su nombre; el chino Chang Kai-shek o varios jefes sucesivos del gobierno japonés. 

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Conversación en Beaver Lake

El deshielo ha decorado de verde el paisaje, las temperaturas rondan los treinta grados centígrados y el calor de junio de Minnesota se deja sentir debido a la alta humedad; hay bochorno. Los innumerables lagos incluidos en el perímetro urbano de las ciudades gemelas, Saint Paul y Minneapolis, han dejado de acoger a los patinadores sobre hielo y a los navegantes de los trineos a vela para dar paso a los bañistas que aprovechan las últimas horas de luz después de su jornada laboral para darse un baño en un lago cercano.
Estoy con Kaboré a la orilla de Beaver Lake. Hemos elegido la sombra para tomar unos refrescos que hemos llevado en la nevera portátil. Una especie de mosquitos, que no pican pero que abruman por su cantidad, hace que la sensación no sea tan placentera como podría ser. Cuando vine a Saint Paul me advirtieron contra el frío extremo de su invierno, pero éste resultó ser bastante tolerable: frío seco bajo cero, cielo azul, nieve amontonada durante meses, clima en extremo placentero bajo el anorak salvo cuando sopla el viento. En cambio, el verano está resultándome bastante molesto.

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La aventura de Norman Borlaug

«Ocupas la misma mesa que en su día tuvo Norman Borlaug», me había dicho Selassie un día que vino a darme la llave del piso que había olvidado en la mesa del desayuno, y desde entonces, cada vez que me sentaba frente a ella, no podía evitar imaginarme a aquel hijo de granjero, de ojos azules, rubio y bien plantado, que todavía debía de conservar las rústicas maneras de un chico educado en una escuela de aula única del último rincón de Iowa. Quién habría imaginado que aquel muchachote, que no había sido admitido en primera instancia en la universidad y cuya mayor distinción hasta el momento había sido que su nombre se inscribiera en el Hall of Fame de la lucha libre americana, acabaría dando fama a la universidad cuando recibió el premio Nobel de la Paz.

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La prisión del Dr. K

Poco a poco, Sara percibe hasta qué punto se arriesga el Dr. K. en su compromiso con los dolientes cuando le cuentan la prolongada lucha que ha debido mantener con la justicia india. En una carta me incluye parte de una entrevista en la que cuenta su experiencia de la cárcel y los juzgados:

Puede imaginarse los olores y las condiciones generales mejor que si yo las describiera si le digo que estábamos cuarenta en cada una de las dos celdas y que los ochenta compartíamos un único servicio higiénico. Todos estábamos pendientes de juicio, sin trabajo alguno que hacer, a excepción del convicto a cargo de las dos celdas.

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Donde la Madre Teresa

Con frecuencia, los domingos desayunan juntas las cuatro compañeras de habitación en el Blue Sky, un pequeño bar de estilo occidental, sencillo y aseado, donde se puede pedir yogur con cereales, fruta, tortilla o tortitas con sirope. Uno de esos domingos, después de desayunar, Sara acompaña a Rosa, que debe cumplir un turno de asistencia a los moribundos en el establecimiento de la Madre Teresa en Kalighat. Reproduzco lo que me contó Sara en una de sus cartas.

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La clínica en Nimtallah Ghat

La enfermera Inge ha enviado a Sara de refuerzo a la clínica que el Dr. K ha abierto en Nimtallah Ghat, junto al río. La acompaña Tanweer como ayudante y van en tranvía. Sara viste un sari verde pálido: el sari es ya su indumentaria habitual. Ha adquirido hasta media docena de ellos, su modo de llevarlo no desentona entre los de las mujeres que predominantemente abarrotan el tranvía. No han conseguido ocupar uno de los viejos asientos de madera pulida por el uso y deben colgarse de los asideros que cuelgan del techo para conservar su sitio entre la muchedumbre que comprime al uno contra la otra en la plataforma.

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Dos dispares biografías africanas

En el trabajo diario, fue la solidez de Selassie la que me sirvió de amparo. Selassie, que no participaba en las cooperativas de estudio y otras pillerías urdidas por Kaboré, siempre estaba en casa por las tardes, mientras que este último solía andar enredado en su intensa vida social. Davies había reclutado a Selassie cuando estaba a punto de graduarse en el Alemaya College. Había viajado a África para hacer una colección de semillas de sorgos etíopes y había diseñado unas siembras experimentales para comparar in situ las distintas variedades locales. En los campos del Alemaya College había plantado varias parcelas y necesitaba un ayudante que se las cuidara.

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Generosos mentores

Abel Selassie y Kofi Kaboré me habían acogido provisionalmente en su apartamento por indicación de Davies, quien sabía que tenían un dormitorio vacío desde la reciente marcha de un miembro del grupo que había completado su doctorado. Lo que iba a ser un alojamiento temporal, hasta el principio de curso, devino enseguida en residencia indefinida, pues fue muy poco lo que tardamos en congeniar. En retrospectiva, la grata convivencia con ellos marcó, sin duda, el tono de mi estancia en Saint Paul, me alegró, me facilitó la vida, me abrió los ojos a un mundo desconocido. Ellos me hicieron vislumbrar el corazón de África, un oscuro continente, misterioso y doliente, del que nada sabía. Sin ellos no habría salido indemne de una experiencia que no había empezado con buen pie; con ellos pude salvarme de un naufragio seguro.

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Tocar lo intocable

Sara sanea y venda la pierna de un leproso. Es el principio de una tibia mañana. El cooperante francés se ha marchado y le ha tocado a ella reemplazarlo. Es la primera vez que se enfrenta a esa enfermedad, pero le han bastado unas breves instrucciones de la enfermera Inge para hacerlo con eficacia; al fin y al cabo, ha tenido alguna práctica en el manejo de otros tipos de lesiones y lo que tiene que hacer en este caso no es muy distinto. Desbridábamos y vendábamos como autómatas, contaría Sara en una carta; usábamos una asepsia mínima, las pinzas y bisturíes se lavaban con agua y jabón en unas palanganas blancas, pero ni siquiera los pasamos por alcohol, y desde luego, ponemos inyecciones y vendas sin usar guantes.

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