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Epílogo: Durbar en Ejura (Ghana), diez años más tarde

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Esta es una narración por entregas. El hemisferio doliente es aquel en el que habitan los más desfavorecidos de este planeta. El narrador cuenta como conoció a Sara en Madrid y  quedó prendado de ella, justo antes de que esta se adentrara en el mencionado hemisferio y él se marchara a una universidad americana. En sucesivos episodios el uno y la otra se irán enfrentando a distintos aspectos de la difícil relación de los afortunados con los que no lo son.

Silvia y yo estamos llegando a Ejura, la capital de la región maicera, en pleno territorio Ashanti. Vamos en el todoterreno que me tiene asignado la empresa, equipado con doble depósito de gasolina para evitar la frecuente eventualidad de que la gasolinera de turno no pueda bombear gasolina por falta de electricidad. Hemos estado un par de días en el Parque Nacional Digya, donde nos ha llovido la mayor parte del tiempo. Parece que en Ejura lucirá el sol durante el Durbar del Día de la Agricultura, al que tengo que asistir. Silvia ha decidido acompañarme a esta celebración cuando se ha enterado que en ella dará un discurso el duradero presidente de Ghana, Jerry John Rawlings.

Aparcamos a cierta distancia del estadio de futbol donde ha de celebrarse el acontecimiento y enseguida nos subyuga el imperioso ritmo de la música, la potente percusión. Gentes vestidas de vistosos colores se agolpan en todas las entradas, menos en la que da acceso a la tribuna principal, donde nos dan paso tras mostrar nuestras credenciales. El estadio está a rebosar y la ensordecedora música nos incita, sin posible resistencia, a dar pasos de baile. Después de un rato, los miles de asistentes se transforman en un armonioso coro que entona lo que no puede ser sino el himno nacional.

Tras los últimos compases, precedido por un edecán, accede el presidente a la tribuna. Este teniente de aviación golpista y más tarde presidente democrático reincidente, inicia un carismático discurso en el que hace un panegírico de las nuevas variedades de maíz para alimentación animal, las cuales poseen propiedades nutritivas superiores. Desde que lo visitó Jimmy Carter, la agricultura y las nuevas variedades suelen ocupar un lugar en sus discursos. En un momento dado se interrumpe para dar la palabra al Dr. Strafford Twumasi-Afriyie, quien describe las virtudes de una nueva variedad de maíz, Obatanpa, en la alimentación del cerdo. La han comparado con la más popular variedad nativa, Okomasa, en un ensayo de nutrición con lechones.

Cuando interrumpe su charla el especialista, se reanuda la música a todo volumen y comienza a dar la vuelta al ruedo un remolque tirado por un tractor que alberga, en dos compartimentos separados, un lote de lechones bajo la etiqueta de Okomasa en grandes letras y otro bajo la de Obatanpa. Ni que decir tiene que este último duplica en masa corpórea al primero. Luego, el teniente Rawlings vuelve a su discurso para exponer las grandes líneas de su programa de desarrollo agrícola.

Al sufrido Twumasi-Afriyie, la variedad Obatanpa le ha sacado de su rutina de mejorador para transitar por el camino más incómodo de la diplomacia. Ya tiene que sembrar dicho grano en los jardines de la residencia presidencial de Namibia por capricho de su ocupante Sam Ndjoma, que acaba de mandar dos regimientos de su ejército a la guerra del Congo a cambio de unos saquitos de diamantes, ya debe responder a la demanda de Madam Lissouba, primera dama del Congo-Brazaville, para que introduzca Obatanpa en su país. La mayor productora de semillas de la nueva variedad es Kaboré Enterprises, cuya representación ostento en este acto.

Al año de volver de Estados Unidos, recibí una carta de Kofi Kaboré que me salvó del paro y de los empleos anodinos que se me ofrecían en España. Él había tomado las riendas del grupo familiar de empresas y estaba decidido a ampliarlo y modernizarlo. Me ofrecía un sueldo razonable por crear los servicios informáticos de Kaboré Enteprises y acepté casi de inmediato, tras asegurarme que nada tendría yo que ver con los aspectos financieros y comerciales. Vivo en Accra y me desplazo a menudo por todo el país, de ciudad en ciudad, resolviendo problemas relacionados con la división agrícola, en especial con el desarrollo de nuevas variedades, o con la red de tiendas de electrónica y locutorios, entre otras varias actividades.

Llevo una década en el mismo alojamiento que al principio me buscó Kaboré al oeste de la ciudad, en Dansoman Beach Road, un cuarto piso con vistas al mar y próximo a la reserva protegida del delta del Mensu. Kaboré me invita con cierta frecuencia a sus lujosas fiestas, en las que he conocido a buena parte de la elite ghaniana, incluido el gobierno al completo. Él es un miembro prominente de ésta. Ignoro, pero intuyo, cómo esta red de contactos tiene que ver con la prosperidad de sus empresas. No creo que Kaboré se sustraiga a los usos y costumbres de esta elite, pero quiero creer que esta aventura en la que participo es la del desarrollo posible de este país.

Una vez instalado en Accra, invité a Silvia a visitarme en mi nuevo destino. A partir de esa visita, se desarrolló paulatinamente nuestra actual relación abierta. Fracciono mis vacaciones en media docena de visitas de una semana en Madrid y ella hace algo parecido para venir a este país que ha ido conociendo en mi compañía, aprovechando mis viajes de trabajo. Lo milagroso de esta relación es que ha surgido por sí sola, sin que la hubiéramos acordado en ningún momento.

En más de una ocasión hemos hablado de Sara y de nuestra frustrada relación. Silvia recibe noticias esporádicas de ella, quien, al parecer, sigue aferrada a su plan de educar a su hijo en Calcuta. El Dr. K. ha creado por fin una infraestructura de recaudación y ha abandonado las calles para atender a más de un centenar de miles de pacientes en instalaciones más sólidas. La madre Teresa, que nunca rehusó el avión privado de un poderoso, fue atendida cuando enfermó en una costosa clínica californiana.

Creo que la terapia que me sugirió Silvia, tal vez junto al bálsamo del tiempo, ha sellado sin trauma mayor aquella aventura. En el curso de esta última visita de Silvia, nos ha llegado la noticia del fallecimiento de Ryöichi Sasakawa. The New York Times, The Guardian y otros grandes periódicos le han dedicado largas necrológicas en las que han detallado todos sus desmanes y se han referido a su progresivo descrédito en los últimos años. Al parecer, los periódicos japoneses apenas le han dedicado unas líneas, incómodos con este molesto testigo y actor de la historia de su patria. No hace tanto que murió Norman Borlaug con su prestigio intacto, no dañado por su tardía asociación con Sasakawa. Por Kaboré me he enterado también de que a Abel Selassie le han dado el World Food Prize por las variedades de sorgo resistentes a la Striga.

He escrito este epílogo por sugerencia de Silvia, quien me ha animado a publicar la narración anterior porque dice que puede servir de ayuda a aquellos que se sientan tan confusos como yo ante el hemisferio doliente. Accedo a sus deseos, a pesar de que no creo que de lo que ella llama mi confusión pueda surgir algo útil para los que, por las razones que sean, sienten la necesidad de acercarse a los desfavorecidos de este mundo. Sólo me he referido, maquillando ciertos nombres y peripecias, a algunos casos que se han cruzado en mi camino y han afectado a mi destino y a mi visión de los problemas, pero la casuística es mucho más extensa y compleja. Mi perplejidad, que no confusión, se deriva de la incapacidad para concebir cómo sería un mundo justo, ya que estoy convencido de que no podrá ni deberá ser como el que se propugna en los países mal llamados desarrollados. En realidad, creo que los países más prósperos tienen una mayor dificultad que los desfavorecidos para buscar un mundo mejor, porque tendrían que desandar buena parte del camino andado. Algunas de las acciones que se emprenden para paliar los problemas más obvios y acuciantes llegan a buen fin, pero la mayoría no pasan de ser testimoniales, y muchas son insuficientes, ineficaces y efímeras. No ayuda el que quiere, sino el que puede y sabe cómo hacerlo. Y en este caso tanto el poder como el saber se venden muy caros.

Reconocimientos

Los personajes de ficción Abel Selassie y el Dr. K. están inspirados en mis admirados Gebisa Ejeta y Jack Berger. Varias de las peripecias de Sara (no el personaje) se inspiran en lo que me contaron hace varias décadas sobre sus experiencias en Calcuta Iciar García, Rocío García y Luz Martín. Respecto a mi admirado Norman Borlaug, sólo se inventan la visita al despacho del narrador y la demanda de trabajo que éste le hace. Mi admiración por él se deriva del conocimiento de su obra y del privilegio de haberlo tratado. Ryöichi Sasakawa entró en la narración por la puerta de atrás y no hubo forma de expulsarlo.

Agradezco, en fin, las valiosas sugerencias y correcciones de Pilar Carbonero, Cipriano Aragoncillo, Luz Carbonero y Luz Martín.

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Ficha técnica

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