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Generosos mentores

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Esta es una narración por entregas. El hemisferio doliente es aquel en el que habitan los más desfavorecidos de este planeta. El narrador cuenta como conoció a Sara en Madrid y  quedó prendado de ella, justo antes de que esta se adentrara en el mencionado hemisferio y él se marchara a una universidad americana. En sucesivos episodios el uno y la otra se irán enfrentando a distintos aspectos de la difícil relación de los afortunados con los que no lo son.

En los capítulos anteriores. He relatado el choque inicial de Sara con el hemisferio doliente, su llegada a Calcuta, su instalación y su primer día en la clínica callejera del Dr. K. También cuento como conocí a Sara, antes de que se fuera a la India y yo a la Universidad de Minnesota en Saint Paul, así como mi primera experiencia en los campos experimentales de dicha universidad. Sara se familiariza con el repertorio de enfermedades de los más desfavorecidos y traba amistad con una niña de la casta de los intocables.

Abel Selassie y Kofi Kaboré me habían acogido provisionalmente en su apartamento por indicación de Davies, quien sabía que tenían un dormitorio vacío desde la reciente marcha de un miembro del grupo que había completado su doctorado. Lo que iba a ser un alojamiento temporal, hasta el principio de curso, devino enseguida en residencia indefinida, pues fue muy poco lo que tardamos en congeniar. En retrospectiva, la grata convivencia con ellos marcó, sin duda, el tono de mi estancia en Saint Paul, me alegró, me facilitó la vida, me abrió los ojos a un mundo desconocido. Ellos me hicieron vislumbrar el corazón de África, un oscuro continente, misterioso y doliente, del que nada sabía. Sin ellos no habría salido indemne de una experiencia que no había empezado con buen pie; con ellos pude salvarme de un naufragio seguro.

Pero una acción se engarza no sólo con otras que la preceden, sino con las que la siguen. Mientras que con Selassie trabaría una honda amistad que perduraría a distancia cuando nuestros caminos divergieron para siempre, con Kaboré mantuve una relación que determinaría en mayor grado mi destino e influiría sobre algunas de mis opiniones actuales más de lo que quiero admitir.

Los africanos, como se referían a ellos en el departamento, eran tan distintos entre sí como lo podía ser cualquiera de ellos con respecto a mí. El etíope Selassie era corpulento, de cabeza cilíndrica, facciones europeas y piel negra; de él emanaba una serena autoridad y sus grandes ojos sugerían una inteligencia y una firmeza de propósito que luego corroboré cuando nuestro trato se hizo más asiduo. Selassie había tenido claro desde muy pronto lo que quería hacer en este mundo y había sido capaz de mantener su rumbo en medio de circunstancias muy adversas. Siempre envidié en él esa solidez que le hacía aceptar la realidad sin renunciar a reformarla.

Había nacido en el centro-oeste rural de Etiopía, en una de esas cabañas circulares que albergan a toda una familia con sus animales domésticos, una minúscula choza donde viviría su infancia junto a una madre que enseguida enviudó, quedándose sola con su modesto huerto como única fuente de subsistencia. En él cultivaba una armoniosa mezcla de plantas alimenticias entre las que el sorgo reinaba como alimento básico. Esta planta era sensible a la sequía y tenía como enemigo a la insidiosa Striga, la hierba bruja, una maleza devastadora para la cosecha, y cuando el sorgo fallaba, no había otra opción que pasar algo de hambre.

Selassie me contó que, contra la costumbre local, su madre le eximió del trabajo del campo para que pudiera recibir una educación y, al parecer, todos los domingos por la tarde le hacía caminar veinte kilómetros hasta la ciudad más cercana para asistir a la escuela, en la que habían improvisado un dormitorio para algunos alumnos de las localidades más lejanas. Allí malvivía hasta el viernes después de clase, momento en que emprendía su vuelta a casa. La brillantez con que destacó en sus estudios fue premiada con una beca que le abrió las puertas de la enseñanza secundaria en la Escuela Jimma de Estudios Agrícolas y Técnicos, creada bajo la tutela de una universidad norteamericana, que también supervisaba el Alemaya College, un centro de enseñanza superior patrocinado por una agencia internacional de desarrollo, en el que luego Selassie acabaría graduándose.

Kaboré, a quien tanto he llegado a deber, era un personaje mucho menos lineal. Jamás traté a alguien, hombre o mujer, con tan excelsas cualidades físicas e intelectuales. Era un espléndido espécimen de la subetnia ashanti, del grupo de los akan, otrora súbditos del imperio Ashanti y hoy mayoría entre los ciudadanos de la República de Ghana. De complexión media, la armonía de su ágil cuerpo escondía a un atleta de primer orden, capaz de sobresalir en los deportes más dispares; era la estrella indudable de un equipo de baloncesto que se había formado en la Escuela Graduada, a pesar de que no había practicado dicho deporte hasta su llegada a Estados Unidos, y, con anterioridad, había descollado en el deporte nacional de su país como máximo goleador del club de fútbol Asante Kotoko. Sus despejadas facciones respondían al canon de belleza de su estirpe: pelo crespo, nariz algo achatada, labios no muy gruesos y dentadura blanquísima, que resaltaba sobre el negro de su piel. Lo que más llamaba la atención era la inteligente simpatía que emanaba de su faz, siempre jovial, siempre adornada con una sonrisa astuta. Sus modales eran refinados y se adaptaban de forma sutil a la persona que tuviera ante sí, a la que siempre sabía escuchar; su capacidad de seducción era extraordinaria y la ejercía sin desmayo, especialmente con el sexo opuesto, sin distinción de raza o tipo, de modo que el desfile por el apartamento de sus sucesivas conquistas era incesante.

Podía ser un buen amigo, y conmigo sin duda lo ha sido, pero llegado el caso, o más bien, con frecuencia, se comportaba como un desaprensivo, aunque conmigo no lo haría jamás. Parecía como si le gustara saltarse las reglas. Su brillante expediente se debía sin duda a la facilidad para el estudio y a su ambición, pero siempre andaba haciendo pequeñas transgresiones de las normas no escritas a que se atenían de forma estricta sus condiscípulos americanos. Recuerdo la cooperativa de expatriados que montó para resolver los problemas de genética y para escribir los programas informáticos que semanalmente se proponían como trabajo individual en las correspondientes asignaturas. También me viene a la memoria la colección de exámenes de las distintas materias, ordenados por años, que se había procurado mediante a saber qué oscuras maquinaciones. Sostenía que la mejor forma de emplear el día anterior a un examen era estudiando exámenes previos. A mí me convenció de que lo hiciera.

Los dos africanos, cada uno a su manera, me ayudaron enormemente; estaban en condiciones favorables para hacerlo, pues iban dos años por delante en un programa muy similar al que yo debía seguir. Sin esta ayuda, habría abortado sin duda mi estancia en Estados Unidos cuando tempranamente descubrí que no tenía vocación ni aptitudes para el trabajo de campo. Concretamente, fue Kaboré quien supo darse cuenta de las razones de mi depresión; supo sonsacarme con habilidad en una conversación en la que también salió a relucir mi añoranza por Sara. Enseguida propuso una solución a mi problema académico. Ésta consistía en dejarlo como estaba, pero sólo en apariencia, pues habría de cambiar el tema de tesis, sobre el que apenas había avanzado: en lugar de abordar el problema experimental que sobre la genética del maíz me había propuesto Davies, Kaboré sugería que me centrara en desarrollar un programa de informática aplicada a la mejora vegetal, materia que yo había elegido como secundaria. Me parece que la bioinformática tiene más futuro académico que la genética vegetal, me dijo con gran clarividencia, a juzgar por lo ocurrido con dicha materia desde entonces.

Fue más allá al ser capaz de esbozar el planteamiento concreto de lo que debía abordar. Cuando le objeté que Davies jamás aceptaría un maquillaje tan grosero, se limitó a reírse mientras contestaba que, si yo estaba de acuerdo, él ya se encargaría de la negociación. No sé cómo convenció a Davies, pero lo cierto es que, dos días más tarde, éste me convocó a su despacho para comunicarme amablemente su aceptación del apaño. Quedé así exento del trabajo de campo, aunque, movido por mi mala conciencia, me ofrecí a echarles una mano en los momentos de mayor aprieto.

Para celebrar tu liberación hay que montar una fiesta, dijo. Hay que sacarte del hoyo; es insano que estés pensando todo el rato en una sola mujer, y más si es de esas que quieren salvarnos de nosotros mismos, como parece que es, por lo que me cuentas. Esas son las peores. El sábado tendrás mujeres de sobra, ya verás, concluyó de forma tajante.

Vivíamos en el primero de tres bloques de apartamentos de idéntica apariencia. Nuestro refugio consistía en un salón amplio, tres dormitorios y un baño, suficiente para acoger a dos decenas de invitados, pero Kaboré insistió en que improvisáramos una barbacoa sobre el césped que separaba los dos primeros bloques de apartamentos y a la que no pararon de incorporarse nuevos comensales. Selassie se ocupó de las hamburguesas y a mí me asignaron al departamento de bebidas, con la simple tarea de ir bajando del piso las bolsas de hielo, los cuencos con limones cortados, las cajas de cerveza y de refrescos y algunas botellas de bebidas espirituosas camufladas.

Llevaba un rato atendiendo la improvisada barra cuando Kaboré se acercó con una hermosa recién llegada cogida de la mano. «Se llama Sandy y está dispuesta a ayudarte, si la aceptas», dijo. «Sírvele algo, que tiene sed». Unos virtuosos del djembé desgranaban una suave cadencia africana, habrían llegado ya más de la mitad de los invitados, una variada muestra de expatriados y nativos, y el sol poniente todavía molestaba.

Sandy era una atractiva afroamericana con una abundante melena suavemente rizada y una chispeante conversación, llena de humor y de sorpresas. Parecía conocer a todo el mundo y no paraba de hacer comentarios sobre los distintos personajes a los que proveía de toda suerte de combinaciones, entre las que destacaban unos mojitos cuya popularidad fue creciendo a lo largo de la fiesta. No sé cuántos me fue sirviendo sin que yo se lo solicitara, pero quiero pensar que, si bien alcancé la etapa de la euforia, no la sobrepasé. El picnic debía concluir al cabo de un par de horas, por norma de respeto al vecindario, pero cuando ya se habían ido la mayoría de los asistentes, alguno de los rezagados insistió en que se continuara en el apartamento, donde nos acomodamos como pudimos. Me senté en el suelo junto a Sandy, en un rincón de la sala de estar, y allí compartimos un gigantesco porro colectivo que progresaba lentamente, circulando entre risas, de mano en mano, por el apretado corro.

Cuando amanecí en mi dormitorio con el espléndido cuerpo de Sandy recostado junto a mí, no puedo decir que no recordara la noche anterior, porque sólo me acordaba de forma vaga del placer vivido y no tenía idea de la secuencia exacta de lo acontecido, por lo que hube de repetir la experiencia para adquirir plena conciencia de ello. No fue hasta después del desayuno cuando me asaltó la sospecha de que todo había sido orquestado por Kaboré y de que yo había sido su marioneta; marioneta tal vez agradecida, pero marioneta al fin.

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