Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

La vocación del Dr. K

En los capítulos anteriores. He relatado el choque inicial de Sara con el hemisferio doliente, su llegada a Calcuta, su instalación y su primer día en la clínica callejera del Dr. K. También cuento cómo conocí a Sara, antes de que ella se fuera a India y yo a la Universidad de Minnesota en Saint Paul, así como mi primera experiencia en los campos experimentales de dicha universidad.

Fue como una claridad marítima surgida después de la lluvia ?me escribió Sara en una ocasión?, bastaron apenas unas horas bajo la influencia del Dr. K para que viera con nitidez mi lugar en este otro hemisferio. Caí en él como por una resbaladiza pendiente inadvertida, sin vuelta atrás y sin querencia por lo perdido. Y así de súbita e irreversible debió de ser su mudanza, a juzgar por la firmeza con que mantuvo el rumbo a partir de entonces. Sin embargo, no es obvio en qué pudo consistir la influencia de K., a quien nunca llegó a conocer personalmente.

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Saint Paul, Minnesota

Asoma el sol por el horizonte cuando empezamos a cuadricular el campo con hilos rojos y estaquillas amarillas. Nos hemos puesto a la par los dos africanos, Selassie y Kaboré, el profesor Davies y yo, para ir sembrando grano a grano, a la distancia convenida, la descendencia de cada híbrido de maíz. Enseguida me dejan atrás. Sembrar, entresacar o escardar son tareas que requieren doblarse y mi mullida educación urbana no me ha preparado para ello, mientras que Selassie y Kaboré las realizan con facilidad y gracia, como nacidos en esa arte, y Davies lleva décadas asumiendo que el jefe debe encabezar su tropa en la batalla.

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La clínica del Dr. K

Imagino a Sara recién levantada, ojerosa y somnolienta después de una primera noche de inquietud y zozobra. Agradece el tazón de café instantáneo con leche en polvo que Silvia le ofrece y empieza a animarse cuando comprueba a través de la ventana que hace sol. No le desagrada el tacto rugoso del suelo de ladrillo en sus pies descalzos, pero se siente incómoda con la humedad ambiental. No ha terminado de beberse el café cuando Silvia le apremia para que se prepare: «Debemos llegar antes de que se abra la consulta para que pueda presentarte».

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Middleton Row

He empezado por la estancia de Sara en la India, lo que, en principio, está a mi alcance, ya que decidió hacer ese viaje justo en los días en que nos conocimos, unas semanas antes de su aventura, y fui testigo de cómo Silvia la embarcó en ella. Luego Sara me contaría por carta una y otra vez las peripecias que allí le acaecieron, muchas de las cuales compartió con Silvia.

 

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El aeropuerto Dun Dun (Calcuta)

Un espeso olor la asaltó a la misma salida del avión. El aeropuerto Dun Dun olía a una mezcla de desinfectante fénico, podredumbre, cigarrillos apagados, cebolla frita, queroseno y humanidad; un olor a almacén de ropa usada que su sensible olfato aprendería más tarde a aceptar como normal y a distinguir en sus numerosas modalidades. Olvidando que Silvia ya le había advertido de que en la India tendría que arrinconar sus exagerados remilgos olfativos, fue a ella, que la estaba esperando, a quien se dirigió en actitud de reclamación.

Había sido precisamente Silvia quien la había animado a hacer el viaje; primero enganchándola de un modo indirecto, contando con entusiasmo su propia experiencia del año anterior y, luego, cuando mostró interés, haciéndole una promesa muy atractiva: «Ya verás, practicarás medicina sin red», le había dicho, con una amplia sonrisa, sabiendo que Sara se quejaba a menudo de lo poco práctica que era la medicina que le enseñaban en la universidad.

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