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Tocar lo intocable

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Esta es una narración por entregas. El hemisferio doliente es aquel en el que habitan los más desfavorecidos de este planeta. El narrador cuenta como conoció a Sara en Madrid y  quedó prendado de ella, justo antes de que esta se adentrara en el mencionado hemisferio y él se marchara a una universidad americana. En sucesivos episodios el uno y la otra se irán enfrentando a distintos aspectos de la difícil relación de los afortunados con los que no lo son.

En los capítulos anteriores. He relatado el choque inicial de Sara con el hemisferio doliente, su llegada a Calcuta, su instalación y su primer día en la clínica callejera del Dr. K. También cuento cómo conocí a Sara, antes de que se fuera a la India y yo a la Universidad de Minnesota en Saint Paul, así como mi primera experiencia en los campos experimentales de dicha universidad.

Sara sanea y venda la pierna de un leproso. Es el principio de una tibia mañana. El cooperante francés se ha marchado y le ha tocado a ella reemplazarlo. Es la primera vez que se enfrenta a esa enfermedad, pero le han bastado unas breves instrucciones de la enfermera Inge para hacerlo con eficacia; al fin y al cabo, ha tenido alguna práctica en el manejo de otros tipos de lesiones y lo que tiene que hacer en este caso no es muy distinto. Desbridábamos y vendábamos como autómatas, contaría Sara en una carta; usábamos una asepsia mínima, las pinzas y bisturíes se lavaban con agua y jabón en unas palanganas blancas, pero ni siquiera los pasamos por alcohol, y desde luego, ponemos inyecciones y vendas sin usar guantes.

Otra cosa ha sido su experiencia como ayudante del Dr. Das en los días anteriores. Decenas de enfermedades de las que sólo tenía un conocimiento libresco son ahora realidades cotidianas. Lo que creía conocer se reordena de un modo distinto. Por supuesto que la devastación de los grandes males sigue presente a pesar de la atención que recibe, pero el sida, imparable, o la malaria y la tuberculosis, que han rebrotado con rabia, quedan eclipsadas en las largas jornadas por las mortales diarreas, los parásitos intestinales, la neumonía bacteriana y la meningitis, enfermedades desamparadas, olvidadas, huérfanas de la atención de los investigadores, que, sin embargo, acaban con la vida de miles de seres humanos cuyos nombres son sólo palabras al viento, ya que jamás han sido registrados en la letra impresa que los hubiera sacado del oscuro universo en el que nacen y mueren.

La desnutrición infantil era otro de los grandes azotes y una de las primeras prioridades de la clínica. Cuando era leve se orientaba a la madre, con ayuda de Tanweer. Le aconsejábamos cómo tratar al niño y le dábamos leche en polvo, cereales y otros productos, a sabiendas de que acabaría distribuyéndolos entre una prole habitualmente numerosa. En los casos graves se ingresaba a la madre con el niño en una clínica de las afueras de Calcuta hasta que se solucionara el problema, ingreso que no siempre se conseguía, porque esa clínica era ajena a la organización del Dr. K. La enfermedad más llamativa, aunque no muy frecuente, era sin duda la elefantiasis, causada por la Filaria oncocerca, que producía una tremenda hinchazón de las piernas y los testículos por interrupción del sistema linfático. Sí que sabemos que existe el sida y cómo prevenirlo, cuenta Sara, pero creo que no lo tenemos muy presente; tememos más a las hepatitis A y B, y, de hecho, Rosa, una de las compañeras de habitación, se ha llevado esta enfermedad de vuelta a España.

En la evanescente clínica callejera, únicamente se dispone de los remedios más simples y éstos hacen milagros, pero el Dr. K. debe pelear sin desmayo para que los casos que escapan a la capacidad de la clínica, especialmente los que requieren hospitalización, sean atendidos por un sistema sanitario ciego y sordo a una fracción mayoritaria de la población del inmenso país. A Sara le cuentan que el elusivo Dr. K. se niega a pagar las mordidas que habitualmente le reclaman para admitir a sus enfermos, pero que jamás acepta una negativa por respuesta e insiste ferozmente hasta conseguir que éstos sean tratados.
Sara ve cosas terribles: niños dolientes, malnutridos, heridas enconadas durante meses, enfermos que han caminado decenas de kilómetros para ser atendidos, pero luego recordará el brillo de los ojos y los rostros radiantes de los niños, elevándose por encima de sus males, más que la mirada gris e indiferente de los leprosos. Muy al principio de su aventura, ella se ha desplazado al hemisferio de los dolientes y allí la perspectiva, aunque no menos dramática, se acepta como natural; su interés se desplaza de la ciencia médica, como puro conocimiento, hacia la comunidad doliente a la que debe servir, una comunidad en la que acabará integrándose de forma irrevocable. Empieza poco a poco a ser capaz de individualizar a los que asiste, empezando por los más asiduos, y a distinguir las endiabladas castas, aunque esto último será una materia cuya complejidad nunca llegará a dominar por completo.

Con el tiempo, lo que recordará más vivamente serán los tratamientos de la lepra y la tuberculosis, tratamientos que deben prolongarse durante meses, lo que le permite establecer ciertos vínculos con los pacientes, por mucho que ella trate de mantener un distanciamiento esencial. A éstos se les regala un trozo de pan y un plátano o galletas y unas rupias, con el fin de que persistan en unos tratamientos cuya interrupción supone un riesgo, tanto para los individuos como para la comunidad.

Una mañana le toca curar a una preadolescente de hermosa sonrisa que tiene una herida en la pierna. Ésta la mira como si la conociera y a Sara le resulta familiar su figura, pero tarda en darse cuenta de que es la chica intocable que ve casi todas las mañanas al salir de la residencia, junto a cuya puerta tiene su exiguo hogar, según comprobará esa tarde: apenas dos metros de acera cubiertos por dos capas de plástico, entre las que guarda en buen orden sus escasas pertenencias y bajo las que se refugia cada noche. Se llama Tripti, o eso ha creído entender que le ha dicho en voz baja, con timidez, aunque no está segura de que ese nombre sea propio de su casta. En cualquier caso, su nombre no ha sido registrado antes y tampoco lo será ahora, ya que se trata de una cura menor de la que no quedará traza.

A partir de ese momento, Tripti la saluda sonriente cada vez que la ve, hasta que un día se atreve a invitarla a tomar un té que acaba de preparar en un infiernillo diminuto. Le ayuda a sentarse, asegurándose de que lo hace dentro del reducido espacio que le corresponde en su universo, lo único que puede llamar suyo hasta la próxima batida de la policía, y luego se sienta ella con gran dignidad y le sirve un té muy espeso en una taza desportillada de color amarillo. Tripti no habla más de dos docenas de palabras en inglés, pero las usa con eficacia. Empieza mostrándole la herida, que ya ha sanado y le da las gracias por curarla. Al día siguiente, Sara le corresponderá con un cuarto de pollo asado que le trae envuelto en papel de periódico del puesto de comida. Tripti insiste en que lo compartan.

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Ficha técnica

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