Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

Una siniestra belle époque

«En cierto modo, es lícito dar muerte o encarcelar y perseguir, aun sin delito concreto que lo justifique, al enemigo político». Esta sorprendente afirmación figura, negro sobre blanco, en un libro titulado Alemania, ayer y hoy que el socialista español Antonio Ramos Oliveira publicó en Madrid en 1933. No se trata, por tanto, de un exabrupto soltado en una conversación privada o en un momento de acaloramiento personal.

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¿Vuelve la Guerra Fría?

«Fue un sistema bajo el que vivimos bastante felizmente durante cuarenta años»Declaraciones de Douglas Hurd, secretario del Foreign Office, a Timothy Garton Ash, recogidas en “Intellectual Odyssey. Conversation with Timothy Garton Ash”, Institute of International Studies, UC Berkeley, 4 de abril de 1996.. Douglas Hurd, secretario del Foreign Office británico, rindió este pequeño homenaje a la Guerra Fría en diciembre de 1989, apenas unos días después de que la caída del Muro de Berlín pusiera fin a aquella época. Llama la atención que este destacado miembro del gobierno conservador de Margaret Thatcher tardara tan poco en reivindicar el mundo bipolar surgido de la victoria sobre el fascismo en 1945. Tal vez sorprenda menos si recordamos la Guerra Fría como una forma relativamente previsible de gobernanza mundial, que contaba con unas reglas del juego más o menos claras, unas áreas de influencia definidas y dos bloques antagónicos poco dispuestos a poner en riesgo su propia existencia por satisfacer un primario impulso hegemónico. Ese elemento de autocontención basado en lo que entonces se llamó la «destrucción mutua asegurada» (también conocida por su acróstico en inglés: MAD) actuó como un poderoso factor de estabilidad, capaz de frenar los bajos instintos de las principales potencias y de reconducir la tensión internacional cuando amenazaba la paz mundial, como ocurrió con la crisis de los misiles en 1962. Supo verlo muy bien Raymond Aron ya en 1948 al titular uno de los capítulos de su libro El gran cisma: «Paz imposible, guerra improbable»Raymond Aron, Le grand schisme, París, Gallimard, 1948..

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Lección de anatomía

La figura de Franco ha cobrado en los últimos tiempos una actualidad sorprendente en alguien que lleva muerto casi medio siglo. Este inusitado revival del dictador y su régimen como tema de reflexión y argumento político puede verse en parte como un efecto tardío de la victoria del PSOE en las elecciones de 2004, un acontecimiento que contribuyó decisivamente a colocar la llamada memoria histórica en el centro de la agenda política nacional. Habría que remontarse incluso unos años antes, hasta la mayoría absoluta obtenida por José María Aznar en las elecciones del año 2000, para situar el giro de la izquierda hacia una revalorización del pasado como fuente de legitimidad propia e ilegitimidad ajena. Del impacto que Franco empezó a tener entonces en el debate político-mediático da idea una sencilla consulta en el buscador online del periódico El Mundo: el nombre del dictador («Francisco Franco») aparece tres veces en todo el año 2000, por 58 en 2008 y 161 en 2018. La misma consulta en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de Madrid, sobre un corpus documental muy superior, muestra una evolución parecida: 1.858 resultados en 2000, 2.529 en 2008 y 11.897 en 2018.

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Contra el revisionismo

Afirman los autores de este buen libro, al terminar su introducción, que «la historiografía sobre la Transición tiene todavía muchas carencias». Es indudable que, pese a lo mucho que se ha escrito sobre ella desde todos los ángulos e ideologías, siempre quedará algún tema por tratar o algún aspecto que mejorar de nuestro conocimiento de aquel período fundacional de la actual democracia española. Sin embargo, la sensación que producen algunos de los títulos publicados en los últimos tiempos, en la órbita de un revisionismo de izquierdas que tiene algo de catarsis política, es que, en vez de avanzar en la comprensión de un proceso muy complejo, está produciéndose una involución hacia una visión desenfocada y presentista del origen de nuestra democracia. De ahí que Carme Molinero y Pere Ysàs pretendan recuperar en esta obra, escrita con ponderación y conocimiento de causa, una cierta distancia para examinar con rigor las distintas interpretaciones de lo sucedido, sobre todo aquellas que hoy gozan de mayor predicamento.

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Izquierda, identidad y nación

«Los obreros no tienen patria»: Marx y Engels fueron categóricos, en esto como en todo, al afirmar en el Manifiesto comunista el carácter forzosamente apátrida del proletariado y su vocación internacionalista. La conciencia de clase era incompatible con cualquier sentimiento ligado al país de origen en un momento (1848) en el que la burguesía había hecho del nacionalismo su gran caballo de batalla para consagrarse como clase dominante, utilizando la nación como elemento de cohesión social y antídoto de la lucha de clases, como trasunto sentimental de un mercado blindado a la competencia extranjera o como metrópoli de un imperio colonial en construcción. La clase obrera debía mantenerse firme ante la capacidad de sugestión de los mitos políticos, desde la nación hasta la democracia, creados por la burguesía para desviar a los trabajadores de sus objetivos históricos como clase dotada de su propia cosmovisión y de un proyecto alternativo a la sociedad de clases.

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De la política como vicio solitario

Disponemos ya de un buen número de memorias y diarios de la transición democrática y de los gobiernos socialistas presididos por Felipe González entre 1982 y 1996. A esta etapa corresponden, al menos en parte, las memorias de Alfonso Guerra, Joaquín Almunia, Fernando Morán, Julio Feo, Pablo Castellano, Pedro Solbes y Jorge Semprún, que escribió una amarga crónica de sus tres años como ministro de Cultura entre 1988 y 1991 (Federico Sánchez se despide de ustedes, 1993). Por su parte, José Bono recogió en el primer volumen de sus diarios (Les voy a contar), que arrancan en 1992, sus impresiones a vuelapluma sobre el final del felipismo y el tránsito al posfelipismo, en un proceso convulso y seguramente mal resuelto, cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días. María Antonia Iglesias es autora, además, de una voluminosa obra, titulada La memoria recuperada. Lo que nunca han contado Felipe González y los dirigentes socialistas (2003), compuesta de entrevistas a los principales dirigentes del socialismo español, incluido Felipe González, cuyo testimonio en este libro es lo más parecido que nos quedará seguramente a unas memorias del principal protagonista de aquellos años.

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Indalecio Prieto: un socialista atípico

Si hay un personaje de la izquierda española que ha suscitado una cierta, a veces inconfesable, simpatía entre sus adversarios ha sido el socialista Indalecio Prieto (1883-1962). Su figura, dirá en 1962 el republicano conservador Miguel Maura, acabará ganándose el respeto de las futuras generaciones mucho más que los «falsos santones» de la España autocrática vigente cuando Maura escribía estas palabras. Su hondo sentido nacional, que casi nadie cuestionaba, su socialismo liberal y su desbordante humanidad le valieron el aprecio de personajes que se encontraban en sus antípodas políticas, hasta el punto de alimentar el mito de un Prieto fascista malgré lui. Ernesto Giménez Caballero pensó en él como un posible Mussolini español, que cumpliera las condiciones biográficas, sociales y psicológicas de un verdadero tribuno popular, lejos del señoritismo imperante en la extrema derecha española, y José Antonio Primo de Rivera le dedicó en vísperas de la Guerra Civil un artículo titulado «Prieto se acerca a la Falange». Fue a raíz del sobrecogedor discurso que el líder socialista pronunció en Cuenca el 1 de mayo de 1936 advirtiendo del peligro de un levantamiento militar acaudillado por Franco y lanzando un desesperado llamamiento a la izquierda para recuperar la cordura en un momento de grave excitación colectiva. El mensaje iba dirigido sobre todo al sector caballerista del PSOE, embarcado en un proceso de bolchevización ideológica y táctica que resultó letal para la República.

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El arte de la guerra civil

En 1905, trece años antes de que estallara en Rusia la guerra civil entre rojos y blancos, Lenin exhortaba al proletariado ruso a aprender «el arte de la guerra civil», tan necesario, según él, para afrontar con éxito los retos del nuevo siglo: «La revolución es la guerra», sentenciaba con ese tono inapelable que le haría famoso. No era aquella la primera vez que elogiaba las propiedades históricas de la guerra civil. Un año antes, en su ensayo Un paso adelante, dos pasos atrás, había incluido una extraña referencia a ella al definir al Partido Socialdemócrata ruso, recientemente dividido en dos facciones (bolchevique y menchevique), como el partido de una clase social que se encuentra «casi toda» representada en él. Y sin casi, porque en tiempos de guerra civil, añadía, esa clase está «toda entera» en el partido . Aquí se advierte ya, en fecha muy temprana, una de las razones de su fascinación por un concepto omnipresente en su voluminosa producción doctrinal y política. 

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Sueños de un seductor

La vida de Jorge Semprún Maura (Madrid, 1923-París, 2011) se presta a muy variadas interpretaciones. Como todas, pero tal vez la suya especialmente, por los muchos años vividos, por su personalidad polifacética y por sus múltiples peripecias vitales y políticas, desde su internamiento en el campo de concentración de Buchenwald en 1943, siendo casi un adolescente, hasta su incorporación al gobierno de Felipe González como ministro de Cultura cumplidos ya los sesenta y cinco años. En su reciente biografía del personaje, Soledad Fox Maura, pariente lejana de Semprún, lo califica de «genio camaleónico». Es una buena manera, al estilo cubista, de compendiar todas sus facetas en un solo rostro más o menos reconocible y de plantear al mismo tiempo el gran reto de una biografía como ésta, basada en ese cúmulo de autobiografías que el protagonista fue dejando a lo largo de su vida, no sólo en las obras que explícitamente lo son –las dos autobiografías de Federico Sánchez, su nombre de guerra en la clandestinidad–, sino en todos aquellos textos, entrevistas y conversaciones en los que volvió sobre el tema recurrente de su pasado, que es como decir de su propio personaje.

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Intelectuales descarriados

Desde que los intelectuales hicieron su aparición en el mundo moderno han abundado las críticas a su protagonismo en la vida pública desempeñando funciones y asumiendo una representación que, según sus detractores, nadie les había otorgado. La mayor parte de esas críticas procede de autores conservadores que han denunciado la propensión de los intelectuales a militar en la izquierda, cuando no en la extrema izquierda, y a ejercer su función crítica a partir de un doble rasero que a menudo comportaba una doble moral, bien patente en su disposición a justificar las atrocidades de los suyos. Ejemplo de esta literatura de denuncia sería el libro de Raymond Aron El opio de los intelectuales (1955), sobre su adicción al marxismo durante la Guerra Fría, y, más recientemente, Intellectuals (1988), del escritor británico Paul Johnson. Pero tampoco han faltado quienes, desde la izquierda, hayan criticado algunos rasgos característicos del gremio, como su falta de sentido de la realidad y su oportunismo.

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Memorias del último democristiano (o casi)

La Transición española ha generado una ingente cantidad de memorias políticas escritas por sus protagonistas y por sus actores más o menos secundarios, como viene ocurriendo desde 1808 en todos los momentos de cambio histórico en que España ha pasado de la autocracia a la libertad. La primera de estas obras fue el Diario de un ministro de la Monarquía, publicado por José María de Areilza en 1977, seguido tres años después por las importantes memorias de Alfonso Osorio (Trayectoria política de un ministro de la Corona, 1980), aparecidas todavía en plena Transición, antes de la dimisión de Adolfo Suárez y del golpe del 23-F. Luego vinieron las de Enrique Tierno Galván (1982), Alfonso Armada (1983), Rodolfo Martín Villa (1984), Manuel Fraga (1987), Salvador Sánchez Terán (1988), Leopoldo Calvo-Sotelo (1990), Santiago Carrillo (1993), Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón (1993) y, más recientemente, las de Alfonso Guerra (2004), José Miguel Ortí Bordás (2009), Marcelino Oreja (2011), José Manuel Otero Novas (2015) y Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona (2015). 

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Transición, democracia y nihilismo

Gregorio Morán (Oviedo, 1947) se dio a conocer al gran público en 1979 con la publicación de una demoledora biografía del entonces presidente del Gobierno, titulada Adolfo Suárez. Historia de una ambición, de la que se vendieron cien mil ejemplares en un año. El libro presentaba a Suárez como un arribista integral que había programado toda su vida en función de un único objetivo: alcanzar el poder y quedarse con él mientras los demás se lo consintieran. Eran días en los que el político de Cebreros disfrutaba del doble favor del electorado, que en marzo había revalidado la mayoría parlamentaria de UCD, y del rey Juan Carlos, principal impulsor de su asombrosa carrera política en los últimos años.

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