
Cara a cara con Ingmar Bergman
El valor de una obra no depende de los vientos que soplen en cada época. El hombre de hoy elude hablar de la muerte, apenas busca un sentido a su existir y ha prescindido de Dios. Un gran parte del cine de Ingmar Bergman gira alrededor de estos temas. De hecho, el cineasta sueco se mueve en la órbita del existencialismo, afrontando con angustia la posibilidad de estar atrapado en un universo absurdo, fruto del azar y carente de significado. Algunos apuntan que vivimos en una «época posreligiosa». Quizás esa sea una de las razones por las que el primer centenario del nacimiento de Ingmar Bergman no ha suscitado demasiados homenajes. En la mayoría de los casos, la prensa sólo le ha dedicado artículos que cumplen someramente con la obligación de evocar su figura y trayectoria. Por otro lado, la hegemonía de un cine de entretenimiento que combina un ritmo vertiginoso con unos guiones infantiles también ha contribuido a confinar al cineasta en el desván de lo presuntamente apolillado y caduco. Se pasa por alto que olvidar o postergar su obra sólo contribuye a mermar nuestra comprensión del siglo XX. Su cine es un testimonio privilegiado de su tiempo.