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Contra el revisionismo

La Transición. Historia y relatos

Carme Molinero, Pere Ysàs

Madrid, Siglo XXI, 2018

304 pp.

22 €

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Afirman los autores de este buen libro, al terminar su introducción, que «la historiografía sobre la Transición tiene todavía muchas carencias». Es indudable que, pese a lo mucho que se ha escrito sobre ella desde todos los ángulos e ideologías, siempre quedará algún tema por tratar o algún aspecto que mejorar de nuestro conocimiento de aquel período fundacional de la actual democracia española. Sin embargo, la sensación que producen algunos de los títulos publicados en los últimos tiempos, en la órbita de un revisionismo de izquierdas que tiene algo de catarsis política, es que, en vez de avanzar en la comprensión de un proceso muy complejo, está produciéndose una involución hacia una visión desenfocada y presentista del origen de nuestra democracia. De ahí que Carme Molinero y Pere Ysàs pretendan recuperar en esta obra, escrita con ponderación y conocimiento de causa, una cierta distancia para examinar con rigor las distintas interpretaciones de lo sucedido, sobre todo aquellas que hoy gozan de mayor predicamento.

El libro se organiza en seis capítulos referidos a los grandes temas de la Transición, en torno a los cuales giran las principales polémicas historiográficas y políticas: el posible continuismo respecto al franquismo; el debate en torno a la reforma; el proceso «de la ley a la ley» que condujo a las elecciones de junio de 1977; el valor –o no– del consenso; los problemas heredados del franquismo o sobrevenidos a partir de 1975, desde la crisis económica hasta el golpismo y el terrorismo, y la doble cuestión, tratada en el último capítulo, de la autoría y el verdadero alcance de la Transición, dos temas estrechamente relacionados, porque para un sector de la izquierda el protagonismo que tuvieron en el proceso personalidades que enlazaban con el régimen anterior dejaría seriamente malparada la legitimidad de origen de la democracia actual. Desde esa mirada hipercrítica, la Transición sería a la vez una ruptura en falso con el pasado y la principal causa de nuestros males presentes y futuros.

El dilema reforma/ruptura sirvió durante algún tiempo de línea divisoria entre las fuerzas reformistas de la dictadura y el discurso rupturista de la oposición. Los autores explican las razones del reformismo oficial –la conciencia de que el Estado debía adaptarse a la nueva realidad– y ponen de manifiesto el fuerte crecimiento de la oposición en los últimos años del franquismo. Muchos pensaron que la ruptura no tardaría en contar con el apoyo social necesario para provocar la caída de la dictadura y el fracaso de cualquier operación continuista. Era una cuestión de tiempo y de convicción. La realidad, sin embargo, es que cuando, en noviembre de 1975, se produjo la muerte de Franco, la oposición estaba lejos todavía de disponer de la fuerza precisa para tomar el poder, aunque su determinación y movilización tuvieran mucho que ver con el fracaso del gobierno de Carlos Arias Navarro. La primera fase de la reforma se saldó, por tanto, con un rotundo fracaso. No puede decirse lo mismo de la segunda etapa, iniciada con el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del gobierno. La oposición mantuvo su retórica rupturista, aun reconociendo las buenas intenciones de Suárez y un cambio de actitud en el ejecutivo. Cuando, en diciembre de 1976, se celebró el referéndum para la aprobación de la Ley para la Reforma Política, las fuerzas antifranquistas pidieron la abstención y se reafirmaron en la necesidad de una ruptura con la legalidad franquista. Tal vez lo hicieron con la boca pequeña, si creemos a Enrique Tierno Galván, convencido ya entonces, según reconoció en sus memorias, de que la Ley para la Reforma Política era la forma más segura –y acaso la única posible– de llegar a unas elecciones democráticas. El hecho es que la aceleración y profundización de la reforma en los meses siguientes, más el riesgo cierto de una involución, acabaron persuadiendo a la oposición de que el camino emprendido por el Gobierno de Suárez llevaba a unas elecciones en las que se podía y se debía participar. El medio fue reformista; el objetivo, rupturista: una aparente discordancia resuelta en forma de «ruptura pactada», según la expresión atribuida a Raúl Morodo, que sintetiza un inesperado proceso de convergencia entre los jóvenes reformistas del régimen y los sectores mayoritarios de la oposición. Ese consenso, hoy en día tan denostado, fue apoyado incluso por partidos situados a la izquierda del Partido Comunista, como la Organización Revolucionaria de los Trabajadores (ORT), de inspiración maoísta, cuyo secretario general, José Sanroma, afirmó, al pedir el voto a favor de la Constitución: «Quienes dicen que aquí no ha cambiado nada […] han olvidado muy pronto lo que era la vida y la lucha del pueblo bajo el fascismo. […] [La Constitución] reconoce a la clase obrera y a los pueblos de España derechos que el fascismo negó siempre».

Estas palabras, tomadas de un discurso titulado «Sí a la Constitución, y seguimos avanzando», que el secretario general de la ORT pronunció en Pamplona en noviembre de 1978, aparecen reproducidas en el capítulo dedicado al consenso, en el que, como contrapunto, los autores traen a colación los incendiarios editoriales que la prensa de extrema derecha dedicó al pacto constitucional. Incluso representantes de la derecha parlamentaria que mantenían una estrecha relación con sectores de la Iglesia, de las Fuerzas Armadas y del empresariado consideraban que UCD estaba yendo demasiado lejos en sus concesiones a la izquierda y a las fuerzas nacionalistas. La percepción negativa de la política de pactos impulsada por Suárez, más la escalada terrorista de aquellos años y el agravamiento de la crisis económica, creó el caldo de cultivo en el que se desarrollaron las intrigas militares y civiles –el «ruido de tenedores» del que habló Leopoldo Calvo-Sotelo– que marcaron el declive del Gobierno de Suárez y desbrozaron el camino que llevó al 23-F. Tal como señalan Ysàs y Molinero, ese malestar solía traducirse en una ambigua exhortación a «hacer algo» para poner fin a una situación reputada de insostenible, aunque ese «algo» pudiera interpretarse de mil maneras, incluido el «golpe de timón» invocado por Josep Tarradellas. Si, pese a la importancia de la trama involucionista, el golpe de Estado acabó fracasando, fue «por la actitud del rey, puesto que si le hubiera dado su apoyo, los mandos militares lo habrían apoyado sin apenas fisuras».

Esta afirmación de los autores, que es de puro sentido común, se ve matizada, sin embargo, por su crítica al papel que Juan Carlos I desempeñó en momentos clave de la Transición, desde el proceso constituyente hasta la propia gestación del 23-F. La injerencia que le atribuyen en la elaboración de la Constitución en un sentido conservador, contra las autonomías y la aconfesionalidad del Estado, se fundamenta en unas cartas inéditas citadas por Pilar Urbano en su libro La gran desmemoria. Se trata de una supuesta correspondencia dirigida por don Juan Carlos a Adolfo Suárez de la que yo mismo tuve noticia cuando escribí la biografía del expresidente del gobierno y sobre cuyo paradero y contenido circulan diversas versiones, a cuál más novelesca. Dar credibilidad al libro de Pilar Urbano para disponer así de una prueba de cargo contra el rey es una temeridad impropia de una obra seria y rigurosa como esta. Lo que sabemos a ciencia cierta es que, una vez aprobada la Constitución, el monarca la juró y la cumplió. En cuanto a su papel en la crisis política que llevó a la dimisión de Suárez y, finalmente, al golpe de Estado, los autores se mueven en una permanente y sintomática ambigüedad. Si, por un lado, reconocen que la interpretación antijuancarlista del 23-F fue creada por la extrema derecha con el propósito de desestabilizar al sistema democrático, reforzado, en vez de destruido, por la intentona golpista, por otro, afirman que la actitud de Juan Carlos favoreció, aunque fuera «involuntariamente», el fin del gobierno Suárez y el posterior intento de golpe de Estado. «No parece» que el rey rechazara las turbias maniobras que precedieron a la dimisión del presidente, si bien «no existe ninguna evidencia» sobre su implicación en el golpe. Con afirmaciones como estas, es difícil que el lector predispuesto a dar crédito a las teorías conspirativas renuncie a sus fantasías. Más bien pensará que hubo un impulso regio en el origen del golpe, aunque falten –hélas!– las pruebas que incriminen de una vez por todas al monarca.

Ahora bien, una cosa es que sus relaciones con Suárez se deterioraran gravemente en los meses previos al 23-F y que algunas declaraciones suyas en privado fueran irresponsables, y hasta desleales, con el presidente, y otra bien distinta que su actuación se saliera del marco constitucional. La mejor prueba de que era ajeno a la llamada «operación Armada» es que, como reconocen los autores, en cuanto se produjo la dimisión de Suárez, el rey, sin salirse de la Constitución, podía haber propuesto al general Armada como candidato a la presidencia del gobierno, y no lo hizo. Más allá de las indiscreciones que pudiera cometer y de su distanciamiento de Suárez, sólo una fe ciega en la versión ultraderechista del 23-F permite creer que el monarca estuvo detrás, y no en contra, de la asonada militar. Que la agit-prop de la izquierda actual haya hecho suyo aquel viejo relato golpista es un aparente contrasentido que este libro no llega a explicar.

Los errores sobre hechos concretos que podemos encontrar a lo largo de estas páginas son deslices de escasa importancia, porque los autores conocen bien el terreno que pisan. El asesinato de Carrero no se produjo el 20 de diciembre de 1974, sino justo un año antes; la expresión «democracia española» no era de Manuel Fraga, sino de Carlos Arias Navarro, y es muy dudoso que en el gobierno que este último presidió tras la muerte de Carrero hubiera «una destacada presencia de falangistas y propagandistas católicos». El cupo de los primeros apenas rebasó el mínimo obligatorio (Trabajo y Secretaría General del Movimiento) y la participación de los «propagandistas» fue mucho más importante en el gabinete de Presidencia que en el Ejecutivo propiamente dicho. El carácter errático de la política de Arias Navarro se reconoce precisamente en la composición de su primer gobierno, difícil de encasillar según la habitual nomenclatura de las familias políticas del régimen y marcado por las innumerables fobias de su presidente.

En todo caso, son cuestiones menores ante la enjundia de los problemas de fondo abordados por esta obra, cuyo principal propósito es determinar en qué medida la historia oficial de la Transición y las críticas que hoy son moneda corriente –pacto de elites, traición alevosa, desmovilización social, oportunidad perdida– se ajustan a la realidad de los hechos. Ysàs y Molinero desmontan la mayoría de los mitos que han proliferado en los últimos tiempos sobre el origen espurio de la democracia española, como afirmar que la amnistía aprobada en 1977 fue una «autoamnistía» que la clase política franquista se otorgó a sí misma –¿por qué entonces los supuestos beneficiarios se opusieron a ella?–, o que la Constitución fue elaborada por «fascistas», según declaró no hace mucho un diputado de Esquerra Republicana de Catalunya. No hubiera estado de más un poco de historia comparada para mostrar hasta qué punto la Segunda República fue objeto de parecidas descalificaciones por sectores de la izquierda que la acusaron de ser un régimen burgués y antiobrero, mero continuador de la vieja Monarquía. ¿Acaso su primer presidente, Niceto Alcalá-Zamora, no había sido dos veces ministro con Alfonso XIII? «El nuevo régimen ?escribió entonces el periodista anarquista Salvador Cánovas Cervantes? heredaba de la Monarquía íntegramente todos los vicios que prostituyeron la vida del país». En el plano económico, llegará a decir Francisco Largo Caballero, la República era «exactamente lo mismo o peor que la Monarquía». Son, mutatis mutandis, los antepasados ideológicos de quienes ahora denigran la Transición y glorifican la República hasta la extravagancia.

Ya en la «nota final» que cierra el libro, los autores adoptan una posición equidistante frente a las dos visiones extremas de lo ocurrido tras la muerte de Franco. La Transición «no dio lugar a una democracia modélica», afirman –¿hay alguna que lo sea?–, «pero tampoco a una continuación del franquismo con otro ropaje ni a una democracia tan imperfecta que ni merecería tal nombre». Que haya habido que escribir un libro como éste, minucioso, documentado y exhaustivo, para demostrar una verdad tan de Perogrullo indica el grado de difusión que ha alcanzado una interpretación revisionista de la transición que en su mayor parte es un puro desatino.

Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense y Visiting Senior Fellow en el IDEAS Centre de la London School of Economics. Es autor de Adolfo Suárez. Biografía política (Barcelona, Planeta, 2011) y, con Pilar Garí, Amazonas de la libertad. Mujeres liberales contra Fernando VII (Madrid, Marcial Pons, 2014). Es coeditor, con Javier Fernández Sebastián, del Diccionario político y social del siglo XIX español  (Madrid, Alianza, 2002) y del Diccionario político y social del siglo XX español (Madrid, Alianza, 2008). Su último libro es Con el Rey y contra el Rey. Los socialistas y la Monarquía. De la Restauración canovista a la abdicación de Juan Carlos I (1879-2014) (Madrid, La Esfera de los Libros, 2016). 
 

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