Según la prescripción más refrendada, la novela necesita, si quiere postularse en el género policíaco, un crimen, una averiguación y un culpable. La acción puede implantarse en exóticos escenarios históricos o en improbables futuros, aderezar con metafísica, con desmesuras eróticas o con mucha sordidez psicológica; cualquier agregación es válida, siempre que se mantengan firmes esas tres patas. Y no deja de producir asombro –y no poca consternación– que tales sustentos, bien abonados, sean tan germinativos, hasta el punto de que este género constituye hoy el paradigma literario de mayor beneplácito. Raro es el escritor, en efecto, que descrea de su eficacia. Probablemente, como se ha repetido, su atracción resida en la capacidad de la novela policíaca para escudriñar las relaciones