Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

Lírica, voz y paisaje de Ignacio Aldecoa a los cincuenta años de su muerte

En una corta vida en la que sólo le dio tiempo a publicar cuatro novelas, Ignacio Aldecoa escribió muchas de las más bellas páginas de la prosa española del medio siglo xx, páginas que son fáciles de espigar en la narrativa breve y extensa de un escritor cuya fama, ya en la época en que lo leí por primera vez poco después de su muerte en 1969, se debía al dominio indiscutible en el género del cuento. Sus relatos, extraordinarios algunos, nunca perecerán, pero intriga hoy, en la relectura y la reconsideración de los antiguos prestigios, comprobar que él se consideraba, antes que cuentista, novelista de largo aliento y ambicioso programa. Sin olvidar nunca al poeta que empezó siendo públicamente en 1947.

Nacido en 1925 en Vitoria, inició en la Universidad de Salamanca los estudios de Filosofía y Letras, continuados en Madrid, ciudad adonde llegó con veinte años y en la que, descontando las temporadas estivales en Ibiza y un curso, el de 1958-1959, pasado con su mujer Josefina Rodríguez en Nueva York, viviría hasta el fin de sus días. Sus dos primeros libros publicados, Todavía la vida (1947) y Libro de las algas (1949), fueron de verso, que pronto abandonó, aun cuando la poesía quedaría, como dijo Caballero Bonald, «filtrada con metódica sagacidad en su prosa narrativa».

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Discurso y humor de Susan Sontag

En septiembre de 2007, cuando aún no se habían cumplido tres años de la muerte de Susan Sontag, The New York Review of Books, donde ella había colaborado asiduamente, publicó un agrio intercambio de opiniones entre Eliot Weinberger y Suzanne Jill Levine. La polémica tenía un trasfondo hispánico, no en la materia de lo disputado, sino por el perfil de los, llamémosles así, contendientes, ya que el primero es un ensayista y traductor notorio de Vicente Huidobro, Jorge Luis Borges y Octavio Paz, con quien tuvo cercanía intelectual, y Jill Levine, profesora de Estudios sobre la Traducción en la Universidad de California, una legendaria traductora de la obra, entre otros, de Adolfo Bioy Casares, Guillermo Cabrera Infante y Manuel Puig, de quien fue campeona, amiga y biógrafa. El motivo de la disputa era el largo artículo publicado por la revista unas semanas antes en el que Weinberger ponía en entredicho la valía de Susan Sontag, sosteniendo, y esa es la frase que más dolió a Jill Levine, que la autora de Contra la interpretación pertenecía «más a la historia literaria que a la literatura», una opinión que, sin ser novedosa, rechinaba en el contexto de un apreciación general más bien desdeñosa.

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Caravaggio, Modigliani y Fortuny: vida y novela de los artistas

A estos tres artistas no les une su modo de pintar ni su tiempo, sino la desgracia. Fueron enormemente admirados cuando vivían: Modigliani por los «happy few» del París bohemio de Montparnasse y Montmartre, lo que le hizo célebre y pobre; Caravaggio por una pléyade de cardenales, príncipes y embajadores proclives a perdonar sus desmanes; Fortuny, que llegó a rico, por lo más selecto del coleccionismo internacional. Y en los juicios del gusto, el veredicto de la posteridad les ha sido propicio. A Caravaggio se le tiene con toda justicia como el fundador de una fecunda estirpe de pintores de la luz y la nueva realidad convulsa afrontada por el Barroco; Modigliani dejó un sello figurativo lánguido, pero no melifluo, en una época en la que sus contemporáneos rompían o desfiguraban las formas; Fortuny, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando otros soñaban ya el cubismo y practicaban un simbolismo delicuescente, cultivó la estampa orientalista, las escenas de costumbrismo anecdótico, el retrato a monarcas y damas de la alta sociedad, seduciéndonos hasta hoy por la sabiduría de la pincelada y el secreto de una felicidad pictórica hecha de gracia en el dibujo y genio en el color.

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El raro ingenio

El placer sostenido que proporcionan las muchas páginas del libro de Caballero Bonald me llevó a un Examen de ingenios anterior, al que el escritor jerezano alude en su nota previa: «El hecho de que el título de este libro copie el del muy divulgado tratado de Huarte de San Juan no tiene otro sentido que el de una oportuna coincidencia onomástica». La alusión, más críptica en lo breve, me hizo recordar que hace casi tres décadas, por la curiosidad de su título, había yo comprado, empezado a leer y abandonado, dejándolo a resguardo en la estantería de inclasificables, el antes para mí desconocido primer Examen de ingenios de nuestra literatura, obra del médico navarro Juan Huarte de San Juan, prologado y copiosamente comentado en 1989 por Guillermo Serés dentro de la colección Letras Hispánicas de Cátedra. En su día, lo compruebo ahora, sólo llegué hasta el final del capítulo IV, la página 247 de un total de 724, donde seguía un marcador de la época señalando una voluntad interrumpida; pero ahí estaba el libro, con la fidelidad corpórea de las bibliotecas de papel, y esta vez, casi treinta años más viejo yo, he dado cuenta no diré que de todos los renglones de la edición ejemplar de Serés, pero sí de la mayor parte del compendio del aplicado doctor nacido en la población de San Juan del Pie del Puerto.

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El Inca Garcilaso

Figura mayor del Siglo de Oro, el Inca Garcilaso comparte con su contemporáneo Cervantes dos perfiles, el de aventurero de sí mismo y el de fundador de un género literario, quedando para la especulación las cábalas de algunos expertos acerca de un contacto por vía escrita entre ambos, en lo que respecta al uso de términos característicos y episodios de los Comentarios reales en el póstumo Los trabajos de Persiles y Sigismunda, pues revelan una lectura por parte del segundo de la gran obra del primero. Más cautivadora es la hipótesis verosímil, pero no ratificada, de que ambos pudieron verse las caras y tal vez saludarse, no del todo amigablemente, en un espinoso trámite, cuando Cervantes, establecido en Sevilla a partir de 1587 como proveedor de la corona encargado de exigir dineros y abastos para las campañas marítimas de Felipe II contra Isabel de Inglaterra, visitó a tal efecto distintas localidades de las provincias limítrofes, entre ellas Montilla. 

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La verdad más íntima

Este libro «va más allá del deseo de compensar un hecho humillante, como es que los hombres se aparten de su verdad más íntima, que quieran ocultarla”, y la proposición así expresada por Georges Bataille en el prólogo sigue dos estrategias: en la primera, que ocupa cien páginas de relectura y cita de autoridades como Marcel Mauss, Jean-Paul Sartre y Claude Lévi-Strauss, el autor sienta las bases históricas, míticas y antropológicas de la ocultación y el tabú sexual, dejando para la segunda, que corresponde a la quinta y sexta parte de la obra, el revelado de las infracciones y formas más extremas del erotismo. 

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El ángel del dolor

No leeríamos a Edvard Munch si no hubiera pintado, pero su escritura vive por sí misma como la expresión de un carácter que las palabras no alcanzan a articular y sólo en los cuadros constituye un mundo. Es mejor por ello, a mi juicio, que el interesado por ese universo de Munch hecho de amenaza y pérdida, de enfermedad y castigos, lea antes las páginas de El friso de la vida tan bellamente editadas por Nørdica (o también Cuadernos del alma, la más sucinta selección, muy bien hecha por David Tiptree en Casimiro), y luego, sin el libro en las manos, sólo con la memoria o el aroma, un tanto mefítico, de los escritos, recorra la amplia exposición, Edvard Munch. Arquetipos abierta en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid hasta el 17 de enero.

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Lectores de Montaigne

La primera persona que leyó a Montaigne en Inglaterra fue seguramente «Un Inglese Italianato» que llevaba por nombre John Florio y no tenía pudor en aceptarse –con burla de sí mismo– como «un Diavolo incarnato». A Florio, hijo de un protestante huido de Italia y establecido en el país donde reinaba la anticatólica Isabel I, se lo empezó a conocer desde que Frances Yates le dedicó en 1934 un estudio biográfico en tanto que compañero de Giordano Bruno en los afanes herméticos, espía tal vez al servicio de la embajada de Francia en Londres y «el brillante maestro de quien los isabelinos aprendieron el italiano, ya fuese por su instrucción personal o a través de sus fascinantes libros de texto». 

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El inglés ruso

En su primera novela, Futility, escrita cuando William Gerhardie era todavía un estudiante en Oxford, el narrador va al teatro a ver una representación muy modesta de Las tres hermanas, y mientras la sigue reflexiona sobre el modo de escribir de Chéjov: «Ya se sabe cómo es la gente en sus obras. Parece como si todos hubieran nacido en la línea de demarcación entre la comedia y la tragedia, en una especie de No Man’s Land». 

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Descalabro y lascivia en la academia

En una de sus más jugosas contradicciones, al academicismo siempre le ha convenido el desastre. Desde que el arte pictórico empezó a enseñarse (en las academias florentinas y romanas del último tercio del siglo XVI) y a mostrarse regularmente en las instituciones gremiales del XVIII y el XIX, las grandes telas de los alumnos más aplicados crepitaban de incendios, de matanzas, violaciones armadas, suicidios en pareja, decapitaciones, envenenamientos, naufragios, erupciones volcánicas, cuando no de apocalipsis y plagas anunciadas por la Biblia.

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Gloria, lamento y bondad del artista

A este libro de estimulante lectura lo grava un poco su diversidad; no su ambición, que es tan de agradecer en la actualidad ensayística de nuestra lengua y está siempre sostenida por un discurso claro y una base de conocimientos muy amplia. Al mismo tiempo, la variedad era, casi diríamos, obligatoria, cuando una obra se titula El compromiso del creador y se le añade el subtítulo Ética de la estética

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Vida privada y Gran Guerra

En Ibiza, durante la primavera de 1933, Walter Benjamin redactó «Experiencia y pobreza» («Erfahrung und Armut»), publicado a fines de ese año en la revista Die Welt im Wort. Se trata de un ensayo sobre el declive de los canales de transmisión oral de la experiencia, en el que el autor arranca con una fábula tradicional y edificante, mezclando después del modo que le es peculiar la divagación, la parábola, los incisos eruditos y el pensamiento agudo y desconcertante. 

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