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Descalabro y lascivia en la academia

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En una de sus más jugosas contradicciones, al academicismo siempre le ha convenido el desastre. Desde que el arte pictórico empezó a enseñarse (en las academias florentinas y romanas del último tercio del siglo XVI) y a mostrarse regularmente en las instituciones gremiales del XVIII y el XIX, las grandes telas de los alumnos más aplicados crepitaban de incendios, de matanzas, violaciones armadas, suicidios en pareja, decapitaciones, envenenamientos, naufragios, erupciones volcánicas, cuando no de apocalipsis y plagas anunciadas por la Biblia. Como es natural, esa pintura también gustaba de los encantos femeninos, del ejemplo edificante y de las familias estables –algunas reinantes– retratadas ante un paisaje bucólico, como antídoto a la abrumadora penalidad reflejada en cuadros y esculturas. Pero la aflicción superaba en número y tamaño al alivio.

En El canto del cisne. Pinturas académicas del Salón de París, la extraordinaria exposición que, procedente en su totalidad de los fondos del Musée d’Orsay, puede verse en la sede central madrileña de la Fundación Mapfre, los cuadros que más nos atraen son los de hecatombe, y, quizá para no agobiar en exceso al visitante, están en su mayoría colgados en el piso superior, dejando la entrada más franca de emociones atroces; en la planta baja nos recibe el boudoir, un salón privado dentro del Salón público, con sus desnudos femeninos un tanto rococós (Ingres, Comerre, Baudry, Lefebvre), que incluso cuando implican el uso de la fuerza, como en Ninfa raptada por un fauno, de Alexandre Cabanel, son, más que violentos, delicados. La ninfa de Cabanel, así como la bacante bajo el poder del sátiro pintados por Henri Gervex, se ofrecen no en sacrificio ni con resignación, sino en plena voluntad de goce, subrayada en el caso del cuadro de Cabanel por la figura serpentina de la muchacha desnuda, que eleva sus brazos por encima de la cabeza coronada del fauno en un rapto de lujuria que carece del menor indicio de rechazo o desapego. También nos apacigua que, en la tercera sala de ese mismo piso inferior, dentro del apartado de los cuadros de historia, los dos de tema español, Escena de la Inquisición, de Gabriel Ferrier, y Los hombres del Santo Oficio, de Jean-Paul Laurens, escapen de la españolada macabra, siendo el primero primordialmente la representación de un exuberante desnudo de joven réproba, sin fuego en la pira y con verdugos nada tremebundos, y el segundo, de gran refinamiento compositivo, el retrato de unos religiosos que más parecen estar examinando textos eruditos que condenas de escarnio y muerte en la plaza mayor.

En el espléndido catálogo de la muestra, de bello empaque, pero también minucioso estudio de las obras y su anclaje academicista, llama la atención la entrevista que precede a los artículos, en la que Guy Cogeval, presidente del organismo que funde el Museo de Orsay y el de la Orangerie, responde con desusada –por no decir maliciosa– franqueza a las preguntas anónimas, muy perspicaces, que me aventuro a suponer formuladas por Pablo Jiménez Burillo, director del Área de Cultura de la Fundación Mapfre, que es un profundo conocedor del arte del siglo XIX y responsable de la línea expositiva, a menudo saludablemente atrevida, que sigue Mapfre. Cogeval responde a las incitaciones de su innominado dialogante con la soltura de quien se siente fuerte para defender lo que hasta hace poco más de treinta años era indefendible, al menos en las publicaciones museísticas y las cátedras universitarias: «Uno no hace una exposición sobre el academicismo para integrarse en el mundo profesional de los museos: para defender esta pintura hay que conservar un punto destructor, y que te guste la provocación», añadiendo a continuación, ya en vena de agitación libertaria, que el exceso «del buen gusto condena al aburrimiento más absoluto: es el desierto de los tártaros de los conservadores franceses».

El asunto, tan aguerrida y sarcásticamente expuesto por Cogeval, lo conozco de primera mano, al haber sido considerado en mi juventud de estudiante posgraduado en Inglaterra un pequeño destroyer amateur por haber elegido, dentro del departamento de Historia del Arte del University College de Londres, ligado entonces al aún más insigne Courtauld Institute of Art, un tema de tesis que, por curiosidad malsana o pánico al tedio, se fijaba en la pintura religiosa llevada a cabo por los prerrafaelistas y su discipulado, gentes en aquel entonces (hablo de los años centrales de la década de 1970) tenidas por confeccionadores de estampas coloristas y rebeldes de pacotilla. Por esa razón recuerdo, y guardo en mi biblioteca como un tesoro en un principio casi clandestino, los catálogos de las dos exposiciones dedicadas al arte académico francés en París, adonde viajé expresamente desde Londres para verlas, estando yo entonces enfrascado en aquellos estudios y en aquella tesis. Me refiero a Équivoques, presentada, de modo que la hacía sospechosa o excéntrica, en el Musée des Arts Décoratifs en la primavera de 1973, y Le Musée du Luxembourg en 1874, que se abrió un año después ya en el noble marco del Grand Palais. Aquellas iniciativas y aquellos catálogos pioneros, en los que todas las obras aún están reproducidas en blanco y negro, abrieron la puerta de un paraíso cerrado, que para muchos especialistas estaba bien como estaba, en su hermética clausura. Otros empezaron a penetrar en él con tiento, con asombro, viendo su excelencia pictórica, su iconografía muchas veces insólita y audaz, su anticipación de los ismos simbolistas e irracionalistas, sus artistas de gran mérito y sus segundones. Las dos exposiciones eran amplias, pero casi todos los cuadros ahora expuestos en Madrid lo fueron en esos dieciocho meses en que el arte pompier salió a la luz desde su avergonzado encierro y tuvo voces de aprecio y defensa, sobre todo la de Geneviève Lacambre, comisaria y redactora de los textos del catálogo de la segunda, quien tenía la autoridad y el prestigio de ser conservadora de pinturas en el Louvre. Pasados cuarenta años de aquellas todavía modestas transgresiones, el discurso sobre los academicistas se hila muy fino, y es posible proclamar, como hace Pablo Jiménez Burillo en el texto que sí aparece firmado por él en el catálogo de Mapfre, un cierto «carácter moderno de los presuntos antimodernos».

Pompier es un término cuya explicación esboza el comisario científico de la exposición, Côme Fabre, de un modo tal vez demasiado escueto y que elude mencionar a su acuñador, el hoy me temo que olvidado, aunque nada desdeñable, poeta parnasiano Théodore de Banville. En 1880, Banville estableció un nexo comparativo entre los bomberos franceses («les pompiers») y los personajes de la antigüedad grecorromana de algunos cuadros de Jacques-Louis David y su escuela neoclásica, que combaten desnudos pero con casco: «le pompier qui se déshabille». A partir de esa primera formulación escrita por Banville, que él extendía a «genre pompier», «style pompier», e incluso a «faire pompier», el término empezó a aplicarse, con el consabido éxito universal, a los cuadros ridículamente enfáticos, y por extensión, desde entonces, a toda forma de representación artística engolada y pretenciosa.

Así que «pompierismo» y desnudo han ido juntos desde los comienzos de la terminología, y las salas de Mapfre lo atestiguan, no sólo en sus Venus y ninfas, en sus bañistas y en sus odaliscas, sino también en los cuadros en que la alegoría y la osadía se hacen más poderosas. Los tres principales ejemplos de esa manera están en la planta alta de la Fundación, y sólo por observarlos de cerca, y en su contexto, fuera del abigarramiento que a veces presenta el Museo de Orsay (donde dos de ellos nunca los había visto expuestos), la exposición merece la pena. Me refiero a Abel, de Camille-Félix Bellanger, a Dante y Virgilio, de William Bouguereau, y a ¡Calamidad!, de Henri-Camille Danger, un pintor desconocido para mí y –leo aliviado– para el resto de la humanidad, pues su redescubrimiento acaba de empezar, y el museo no atesoró ninguna obra suya hasta el año 2013. Los tres son de desnudos masculinos, lo que, aparte del contraste que se crea con la voluptuosa carne de las muchachas de la planta baja, indica algo más: el buen hermano bíblico asesinado por Caín, los dos condenados que el poeta latino y su homólogo florentino contemplan absortos en su visita al octavo círculo del infierno pintada por Bouguereau, y el gigante killer que recorre una ciudad arrasada, son premisas de una masculinidad que alía la congoja con la fiereza. El Abel de Bellanger es un andrógino lánguido, cuya postura y apenas sugeridos atributos viriles tienen algo de ménade y poco de víctima de un brutal fratricidio. El coloso de Danger avanza, desproporcionado pero apolíneo, entre las ruinas y los cadáveres que él mismo ha sembrado en un paisaje de monumentos clásicos saqueados. Y los falsarios Schicchi y Capocchio, que se atacan y muerden rabiosos «como el cerdo al salir de la pocilga», según los describe en su poema Alighieri, son figuras de una terrible fuerza plástica que en la violencia ejecutan una danza promiscua y mefítica. El maligno espíritu del decadentismo finisecular, que Bouguereau vaticina en esa tela juvenil de 1850 y Danger ratifica con la ventaja de la posteridad en su ¡Calamidad!, un cuadro pintado, por increíble que parezca la fecha, en 1901.

Las riquezas de El canto del cisne son muchas, y el recuento depara al final sorpresas. Doy mi pequeña lista de favoritos, para añadir a los ya citados. Del propio Bouguereau, el pintor más consistentemente representado, hay otros cuadros que quitan el aliento, aunque yo me inclino por señalar su estatuaria Virgen de la consolación, dentro del apartado «Reinventando la pintura religiosa», que cuenta con otra pieza magistral, Jerusalén, de Jean-Léon Gérôme, originalísima plasmación de los crucificados del Gólgota, sugeridos tan solo por la sombra que sus tres cruces proyectan en un paisaje tétrico. Es un cuadro excelente que hace pensar, sabiendo que Gérôme fue también un puntilloso viajero por Tierra Santa a la busca de «exteriores» auténticos, en las obras de William Holman Hunt posteriores a su militancia prerrafaelista; ambos artistas escandalizaron en su momento por su simbolismo hiperreal, que suponía «una ruptura con las antiguas y veneradas tradiciones», como el magnífico pintor galo rememora en sus Notas autobiográficas. Y hay que decir que en el cómputo lógicamente francés de los representados se cuela, con obras muy llamativas, el arte anglosajón del último tercio del siglo XIX: el retrato de la noble familia de los Miramon realizado por James Tissot, el de la vizcondesa de Poilloüe de Saint-Périer pintado por John Singer Sargent, el estupendo Alfarero romano, fragmento retocado de una obra mayor desmembrada por su autor, Lawrence Alma-Tadema, así como dos cuadros inventivamente bélicos de autores para mí ignorados hasta ahora: Vencido, del norteamericano afincado en Europa George Hitchcock, y, uno de los más notables del conjunto de Mapfre, ¡La Doncella!, tardío tratamiento neorrenacentista de las campañas de Juana de Arco pintado por el británico Frank Craig.

El precioso cuadro de Craig se encuentra fechado en 1907. No es el último, cronológicamente hablando, de los mostrados en Madrid. La exposición tiene una coda que apunta al futuro sin abandonar las raíces antiguas. El arte «Nabi», el posimpresionismo, la pintura del sueño, comparecen debidamente, y con nombres célebres, Puvis de Chavannes, Maurice Denis, Arnold Böcklin, Hans Thoma, mezclados con los menos conocidos Alphonse Osbert, Julius Le Blanc y Alexandre Séon, de quien puede verse el maravilloso Lamento de Orfeo, que sólo tiene de academicista el asunto tratado, y tan sesgadamente tratado que, sin el arpa encajada bajo uno de los brazos de la figura, no sabríamos que el lloroso es Orfeo: Séon experimenta con el paisaje sintético y los colores puros. El último, por fecha de realización, es de Pierre-Auguste Renoir, dos opulentas bañistas terminadas en 1919, el año de la muerte del artista. Está en el piso de arriba del palacete del Paseo de Recoletos, y cierra el recorrido, recordando que la academia no sólo es la fuente de la gravedad, de la lección moral, y que la sensual desnudez del cuerpo, incluso cuando la Primera Guerra Mundial acababa de terminar su masacre, merece la pena del gran arte.

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Ficha técnica

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