Su ideología conservadora, en la que se entreveraban el nacionalismo españolista y el tradicionalismo católico, convirtió a Marcelino Menéndez Pelayo, el «insigne polígrafo» por antonomasia, en un arquetipo cultural glorioso e insoslayable de la España franquista y, para los adversarios del franquismo y del nacionalcatolicismo, en una figura culturalmente insignificante, cuando no despreciable y digna de burla. Tal mirada despectiva se ha mantenido vigente en lo que pudiéramos llamar cierto espectro «progresista» español durante muchos años. Recuerdo cuando Adolfo Bioy Casares, en la ceremonia de recepción del Premio Cervantes, evocó en su discurso a Menéndez Pelayo en relación con sus traducciones y versos sobre Horacio: un estremecimiento de estupor atravesó perceptiblemente el venerable salón, como si el escritor argentino hubiese