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La telaraña de Dios

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El primer personaje literario llamado Brown que conocí en mi vida, fue el Guillermo de Richmal Crompton, y aún conservo quince tomos de unas aventuras que, sin duda, resultaron memorables para los lectores de mi generación. Me regalaron los cinco tomos del personaje de Chesterton con motivo de mi decimosexto cumpleaños, y confieso que no pude leerlos de un tirón, como había hecho con cada uno de los de Guillermo, pues la prosa de Chesterton me resultaba entonces algo huraña y su discurso demasiado embrollado, para tratarse de textos reputados como policíacos.

Aparecen ahora, de modo simultáneo, dos colecciones de relatos completos del padre Brown, una en Ediciones Encuentro y la otra en Acantilado. Mi aproximación a los cuentos del padre Brown ha ido desarrollándose a lo largo de los años de forma desordenada y ésta es la primera vez que los he leído de una vez, cotejando mi edición de adolescente con las otras dos. La ocasión merece algunas reflexiones y hasta cierta pesquisa más o menos policíaca, sin olvidar que, al menos desde la edición que a mí me regalaron en 1957 –Editorial José Janés, 1956–, los relatos del padre Brown han sido muchas veces reeditados en España, y que todavía, entre los años 2000 y 2007, Valdemar ha editado por separado los cinco libros de la famosa serie, en una traducción de José Rafael Sánchez Arias. Cito expresamente tal traducción, porque la de Encuentro, por ejemplo, utiliza, una vez más, las traducciones de aquella edición de José Janés de 1956: la de Alfonso Reyes de El candor del padre Brown, la de Alfonso Nadal de La sabiduría del padre Brown, las de Isabel Abelló de Lamarca de La incredulidad del padre Brown y El secreto del padre Brown y la de F. González Taujís de El escándalo del padre Brown.

Manteniendo la imprescindible referencia a la autoría de los citados traductores, Encuentro se ha permitido retocar las traducciones originarias: por ejemplo, ya en el título del primero de los libros, «candor» ha sido sustituido por «inocencia», y el texto de Alfonso Reyes abunda en este tipo de correcciones, que acaso pretenden modernizarlo, aunque en estos casos sería obligado señalar también la autoría de los retoques. Por su parte, la versión de la Editorial Acantilado es nueva, responsabilidad de Miguel Temprano García, y no desmerece, en su texto, de las que la han precedido.

El catálogo de Ediciones Encuentro no se dedica especialmente a la literatura, pero el prólogo de esta edición de los Relatos completos del padre Brown nos da una pista segura de las razones de su edición en dicho sello, ya que no presenta el libro desde su perspectiva literaria sino desde las ideas religiosas del autor. En dicho prólogo se recuerdan algunas palabras de Chesterton: «El intelectualismo puro (es decir, la razón que pretende sobre la realidad, que es la medida de las cosas [sic]) no es más que un espejismo, un claro de luna; luz sin calor, luz secundaria, reflejo de un mundo muerto». Éstas concuerdan con otras más recientes de la encíclica Spe Salvi (2007), del papa Benedicto XVI: «Si el progreso, para ser progreso, necesita del crecimiento moral de la humanidad, entonces la razón del poder y del hacer debe ser integrada con la misma urgencia mediante la apertura de la razón a las fuerzas salvadoras de la fe […] Sólo de este modo se convierte en una razón realmente humana […] un “reino de Dios” instaurado sin Dios –un reino, pues, sólo del hombre– desemboca inevitablemente en el final perverso de todas las cosas citado por Kant».

Desde esta perspectiva, la mayoría de los cincuenta y tres cuentos recogidos en ambas ediciones –no es cierto, como señala el breve prólogo de Acantilado, que la suya sea la primera en reunir todos los relatos del padre Brown, pues la de Encuentro también lo hace, y en la de Valdemar sólo falta el cuento referente al caso Donnington, que no es de la autoría única de Chesterton– son ficciones de infatigable propagandismo cristiano-católico, donde cualquier otro tipo de fe en lo sobrenatural que no se encuadre en estos dogmas –principalmente si proviene del mundo oriental– es ridiculizada y fustigada. Ya en el segundo cuento del primer libro de la serie, Chesterton hace que el inspector Aristide Valentin, ateo, sea asesino y luego suicida; los ateos, los sacerdotes de extraños cultos, los atezados fakires, son cínicos, manipuladores de noticias, organizadores de conspiraciones para desacreditar al avispado curita, cuando no suicidas. Aunque el padre Brown reconoce que entre los suyos puede haber también gente capaz de cometer crímenes, cuando un clérigo los comete nunca es católico. Chesterton, que al parecer no se convirtió al catolicismo hasta el año 1922, ya en los tres primeros libros de la serie (1911-1914) deja clara su tendencia, que no sé si calificar de radical: «El ateísmo es sólo una pesadilla», dice el narrador en «La cabeza de César»; «una de esas epidemias anárquicas y ateas que irrumpen de vez en cuando en las naciones de cultura latina», apunta en «La resurrección del padre Brown»; «cuando no se cree en Dios se pierde el sentido común», remacha en «El oráculo del perro», etc.

Lo paradójico es que el lector no creyente pueda acabar respetando a ese curita silencioso, culto, capaz de ser cercano a la gente, a quien le gusta jugar a las maquinitas mecánicas, que se lleva bien con los niños y celebra quedarse ratos largos sin hacer nada, por encima de un narrador que resulta, ayudado por el sabio uso de la ironía, una especie de energúmeno fanático, para quien, como para el papa reinante, los defensores de la razón como único motor objetivo para el análisis de la realidad no sólo deben ser expropiados de ese patrimonio, sino también vilipendiados. Por otro lado, no sé si en un universo exclusivamente católico, como lo era el español en mi niñez, cuando en mi ciudad la modesta capilla de una «secta protestante» era de vez en cuando apedreada por gamberros fervorosos, podríamos imaginar un clérigo como el padre Brown, ¡incluso católico!

Pero ya hemos llegado al momento de abandonar las pesquisas extraliterarias y entrar en el campo literario. La edición de Acantilado se ciñe con una faja donde se reflejan citas muy encomiásticas para Chesterton de T. S. Eliot, George Bernard Shaw, Kingsley Amis y Jorge Luis Borges. A Borges, Chesterton le parece superior a Poe. En un artículo escrito con motivo de la muerte del inglés, Borges lo valoraba como «uno de los primeros escritores de nuestro tiempo».

Lo cierto es que Chesterton, al margen de sus obsesiones religiosas y sus contradicciones entre razón y fe –o precisamente por ellas–, crea en los relatos del padre Brown un mundo literario verdaderamente particular y misterioso. También Borges, en un artículo de Otras inquisiciones, dice de Chesterton que «algo en el barro de su yo propendía a la pesadilla, algo secreto, y ciego y central». Lo extraño, casi onírico o delirante de tal mundo –y por ello no es raro que interesase a Kafka– se muestra con claridad en la primera de las colecciones, La inocencia del padre Brown. Todos los relatos del libro están montados sobre artefactos en los que no se mueve un tiempo que pudiéramos llamar dramático, el natural y apropiado a la narrativa, sino el tiempo «mecánico» necesario para desmontar el citado artefacto. Son relatos en cierto modo inmóviles. La implacable lógica racionalista del peculiar curita coincide casi siempre con la casualidad; en el primero de todos los relatos, «La cruz azul», ese Aristide Valentin de infausto destino entra por puro azar en el restaurante apropiado para seguir el rastro certero, y esa tónica de lo casual presidirá generalmente las tramas, en las que tampoco Chesterton es muy cuidadoso al matizar todos los detalles, y deja cabos sueltos, como la situación de la «madonna plutónica», el ama de llaves del –ateo– príncipe Saradine, pero el lector asume con gusto las historias, por esa condición de construcciones precisas que se desmontan con estupenda facilidad ante sus ojos, por el aire de juguete y al mismo tiempo de misterioso artificio que todas ellas ofrecen. Parte fundamental de su eficacia está en la creación de la atmósfera, mediante descripciones de escenarios y momentos, con imágenes poderosas y bellas, que tienen mucho más dramatismo que los propios personajes. Los jardines, los atardeceres, los lugares urbanos, los castillos o habitáculos, los ríos, es decir, todos los ámbitos físicos en que transcurren los enigmas, están narrados con una fuerza expresionista capaz de convertir a los personajes en sombras extrañamente vigorosas.

A partir de La sabiduría del padre Brown, Chesterton va a ir manejando el juego del tiempo real de una manera más naturalista, pero sin abandonar ese aspecto central de sus cuentos, que consiste en desmontar un artilugio meticulosamente preparado. Las sustituciones y simulacros de personajes, que ya comenzaron en La inocencia del padre Brown –«La forma anómala», «Los pecados del príncipe Saradine»–, van a ir adquiriendo carta de naturaleza, así como el modo inusual de arrancar la mayoría de los relatos, huyendo de la linealidad narrativa y sintetizando informaciones que sólo la atenta lectura podrá ir desentrañando certeramente, por medio de un sistema que me atrevería a calificar de «estilo telaraña». Generalmente el lector tropieza casualmente con el caso, como suele pasarle al propio padre Brown. Como sucederá a lo largo de toda la obra posterior, la variedad de escenarios será constante: del estudio de un ventrílocuo pasaremos a una montaña italiana, a los parisinos Campos Elíseos, o a los recovecos de un teatro. Todas las historias están elaboradas, por lo común, desde un entramado de personajes secundarios, raros pero plausibles, bien caracterizados, de estirpe dickensiana –sin embargo, al padre Brown sólo conseguiremos conocerlo un poco después de leer todos los relatos, y Flambeau será siempre un personaje de una pieza, sin desarrollar suficientemente–, y la sensación de sanguinario guiñol nunca desaparecerá, mientras se suceden sustituciones un poco rebuscadas y son recurrentes las historias sólo creíbles, pese al indeclinable racionalismo del principal detective, desde cierta aceptación delirante, como el desconocido que entra en el agua somera de la marea a pedir una moneda en «La cabeza de César», o los naufragios que se ocasionan por ciertos incendios que desde el mar simulan la llegada de la aurora, en «El fin de los Pendragon».

En La incredulidad del padre Brown, las supuestas maldiciones debidas a extraños agentes, que pueden tener apariencia sobrenatural o mágica, empiezan a proliferar. En «El oráculo del perro», el tiempo real ya desempeña un papel certero, los cuentos van perfeccionándose como puras piezas literarias sin perder nunca su aire de extrañeza, llegan a cobrar un aspecto neogótico, peculiar homenaje de un escritor tan enemigo de esos efectos, como es el caso de «La perdición de los Darnaway», e incluso incluyen elementos de la estricta modernidad sociopolítica –magnates capitalistas y sindicalistas bolcheviques–, como en «El fantasma de Gideon Wise», una historia desarrollada con singular destreza.

En El secreto del padre Brown –que se abre con un texto, no exactamente cuento, del mismo título, y se cierra con otro titulado «El secreto de Flambeau»–, el mundo de la contemporaneidad ha entrado de lleno en la imaginación del autor: viñedos españoles, despachos, salas de arte, de nuevo espacios teatrales, tómbolas benéficas… Las falsas identidades, las sustituciones de personalidad, siguen dando mucho juego, pero a veces el autor se distrae y, siendo sus artefactos en general muy sólidos, se saca de la manga un culpable («El espejo del magistrado»), no justifica como debe determinados ruidos de cristales rotos («La canción del pez volador»), o le da al padre Brown una capacidad deductiva que va más allá de los datos que los lectores hemos podido conocer («La desaparición de Vaudrey»). Pero el mundo extraño sigue envolviendo al lector, suscitando la sensación de moverse por caminos certeramente ficticios, que sólo la literatura puede trazar, y tropezando a menudo con verdaderas obras maestras del género, como «El peor crimen del mundo».
 

El escándalo del padre Brown es el último libro de la saga. De nuevo la aparición de escenarios exóticos, como México, y las falsas identidades, las suplantaciones y mutaciones de personalidad, y las rápidas y atinadas deducciones de nuestro humilde cura, entremezcladas con cierta tendencia al sermón, especialmente en «El rápido» y «El caso insoluble». El estilo está tan establecido que son cuentos inconfundibles en su planteamiento un poco disperso pero trabado circularmente, en la introducción muchas veces indirecta de la trama, en el desmontaje de un artefacto que nos hace ver lo acertadamente discurrido que estaba, incluso a pesar de sus fallos.

En su afán de enfrentar razón a superstición (como ya señalé antes, para Chesterton, a quien tanto se ha alabado como católico liberal, es superstición todo lo que no esté convalidado por la fe católica, apostólica y romana) consigue algunos cuentos espléndidos, como «El poder maléfico del libro», y de nuevo se atreve a tocar asuntos vigentes en la época, que todavía a nosotros nos afectan, como la especulación inmobiliaria, en otro excelente relato titulado «La punta de un alfiler». Los cuentos de calidad («El hombre verde», «El caso insoluble») se alternan con otros menos logrados («La persecución del señor azul»). En el caso de «La vampiresa del pueblo», resulta poco verosímil que, en un lugar tan pequeño y conservador como Potter´s Pond, el chantajista pueda suplantar al párroco (y además nos preguntamos qué fue del párroco auténtico, naturalmente), e incluso demasiado embarullados («El crimen del comunista»), pero el conjunto redondea con altura ese mundo siniestro del curita detective.

Tanto la edición de Encuentro como la de Acantilado añaden al conjunto otros relatos sueltos que el autor escribió: «El caso Donnington» es muy interesante para estudiar la técnica de Chesterton, pues se divide en dos partes: la primera, lineal, escrita por un Pemberton (Arthur le llama Acantilado y Max, Encuentro) que propuso a nuestro autor completarla, y la segunda, donde podemos analizar ese «estilo telaraña» de Chesterton. En cuanto a «La máscara de Midas», el último relato de su vida, Acantilado informa de que Chesterton anotó «No publicar» en el manuscrito, y tenía razón: esa conversión de un preso fugado en repentino director de una sucursal bancaria no está razonablemente justificada.

Admirables muchos, todos divertidos, resultan estos cuentos donde prevalece la atmósfera de un mundo disparatado, lleno de malevolencia, absurdo y maldad, recreado desde una mirada que, gracias al estilo, alcanza gran solidez literaria. Pero, con los debidos respetos, mi Brown preferido sigue siendo el otro, Guillermo, que, aparte de divertirme, jamás me sermoneó.
 

Ediciones Encuentro acaba de publicar El padre Brown. Relatos completos, y Acantilado Los relatos del padre Brown de G. K. Chesterton.

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Ficha técnica

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