
14 de octubre de 1806
Fechas señaladas hay muchas y los lugares históricos son legión. Pero aún los más escépticos reconocerán que los encontronazos entre Francia y Prusia durante el siglo XIX tienen, vistas las cosas con ojos de hoy, mucho morbo.
Antonio Jiménez Blanco-Carrillo de Albornoz
Fechas señaladas hay muchas y los lugares históricos son legión. Pero aún los más escépticos reconocerán que los encontronazos entre Francia y Prusia durante el siglo XIX tienen, vistas las cosas con ojos de hoy, mucho morbo.
No hace falta recordar que el Nuevo Testamento, vistas las cosas en términos objetivos, es una de las obras más influyentes nunca escritas: el pensamiento (no sólo el occidental), e incluso la manera que tenemos todos, sin discriminación de credos, de razonar y de expresarnos, no se entiende al margen de él.
Todo el mundo se encuentra familiarizado con Don Hipólito Lucena Morales, párroco de la Iglesia de Santiago en la década de los cincuenta. Años ásperos y amarillentos en la soleada Málaga como en cualquier otro lugar.
A los que tienen en la cabeza sólo el mapa de Europa surgido de 1945, confirmado –salvo la caída del muro y la reunificación- en 1990-1991, les resultará difícil situar la región de Prusia oriental, entre otras cosas porque toda ella lleva sin formar parte de Alemania desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Para decirlo en pocas palabras, estamos hablando de la costa sur del mar Báltico y, más exactamente, del sureste. Hoy se divide entre Polonia y Lituania (la más meridional de las tres Repúblicas Bálticas), pero con un enclave en medio que sigue siendo de Rusia y en donde se encuentra la ciudad más importante, Kaliningrado, llamada así por cierto en honor -todavía hoy- de Mijaíl
Leer cosas sobre Cataluña -lo que sea, de cuando sea y de la tendencia que sea- genera (por razones que son obvias y recogió Rafael Núñez Florencio en esta misma Revista en su entrada del pasado día 6) una pereza infinita. Pero este libro merece que uno la venza y se ponga a ello. Y con bolígrafo, para subrayar y tomar notas. Con tinta china, según se decía antes para indicar que algo debía quedar para siempre en la memoria
Nicolás Maquiavelo (1469-1527) es un personaje real que, en sus cincuenta y ocho años de existencia, combinó la acción y la reflexión, pero que -punto muy diferencial- está entre quienes, como Bonaparte o De Gaulle, han dado lugar a un adjetivo: maquiavélico. Calificativo que, aplicado sobre individuos o conductas, se emplea a veces como un elogio (inteligente, astuto) y en otras ocasiones con ánimo de denostar o incluso descalificar, en el sentido de equivalente a ser alguien amoral, carente de escrúpulos o límites.
Sobre la leyenda negra -todo un relato acusatorio- y su mayor o menor fundamento contamos con bibliotecas enteras. Sobre su interiorización por los españoles -un verdadero complejo-, también: el pesimismo del 98 o el discurso catalán sobre lo que ellos llaman Madrid, recurrente desde hace un siglo hasta el extremo del bostezo, no consisten sino en ramas de ese tronco, con uno u otro grado de elaboración.
Las dos palabras que dan título a este artículo suenan casi iguales, porque «tz» y «st» apenas se diferencian en la pronunciación. Son como los nombres de Hernández y Fernández (Dupont y Dupond), la famosa pareja de detectives clónicos de Tintín. Sucede además que Müntzer y Münster evocan un mismo tiempo -la primera mitad del siglo XVI, o sea, de 1500 a 1550- y un mismo espacio, Alemania: el Sacro Imperio Romano Germánico, a la sazón, que desde 1520 tenía a Carlos V, nuestro Carlos I, a la cabeza. Una sociedad de campesinos, como en toda Europa, que, debido a la altísima presión fiscal, sobrevivían malamente y que compatibilizaban esa aspereza existencial con una profundísima fe cristiana. En ese contexto,
Ivan Turguénev (1818-1883) fue, dentro de los escritores rusos del siglo XIX, el más europeo o, dicho en negativo, el menos eslavo. Tanto por creencias como también por la vida, pues se alejó del eslavismo, aproximándose a Occidente. De hecho, murió en la comuna de Bougival, Francia. Nada que ver, por tanto, con sus contemporáneos, un Fiódor Dostoyevski (1821-1881), un León Tolstói (1828-1910) o un Nikolái Gógol (1809-1852).
Todo el que ha visitado Sans Souci, en Potsdam, cerca de Berlín, guarda en su memoria la imagen del molino situado junto al Palacio de Federico el Grande, que reinó en Prusia entre 1740 y 1786. Es la ocasión de poner imágenes a la historia del famosísimo enfrentamiento judicial entre esos modernos Goliat y David. No hace falta decir que Goliat es el monarca y David el molinero, que se atrevió a poner un pleito para defender sus derechos y acabó ganando. El poder judicial supo enfrentarse al ejecutivo y además no a cualquier ejecutivo.
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