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El Mediterráneo oriental hace 2.000 años. Mentalidades y religiones

Los libros del Nuevo Testamento. Traducción y comentario

Edición de Antonio Piñero. Editorial Trotta. Madrid, 2021.

1.6661 p.

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No hace falta recordar que el Nuevo Testamento, vistas las cosas en términos objetivos, es una de las obras más influyentes nunca escritas: el pensamiento (no sólo el occidental), e incluso la manera que tenemos todos, sin discriminación de credos, de razonar y de expresarnos, no se entiende al margen de él. Pero hay una segunda manera de exponer las cosas. Se le debe considerar por así decir como el manifiesto fundacional de una religión, el cristianismo -en parte una biografía de su fundador, Jesús de Nazaret, y en parte una exposición de las correspondientes doctrinas-, y en tal sentido puede afirmarse que constituye un texto propagandístico. Casi, aunque se muestre más extenso de lo habitual, un panfleto, sin que nadie se deba ofender por el uso de una palabra tan polémica.

Notorio es igualmente, segundo, que consta de un total de veintisiete libros, escritos en griego en un arco temporal que, según los estudios más fiables, va desde el año 51 (Primera carta de Pablo de Tarso a los habitantes de la ciudad de Tesalónica, los tesalonicenses) al 135, cuando, siendo Adriano -nacido probablemente en Itálica, hoy Santiponce, Sevilla- Emperador de Roma, los judíos emprendieron uno de sus frecuentes, y poco exitosos, levantamientos.

Tampoco será necesario extenderse en explicar, tercero, que traducciones al español del Nuevo Testamento, y de la Biblia toda, hay muchas. Los que hemos estudiado en Colegios confesionales («de curas», como se decía antes) lo sabemos bien porque era el texto de referencia en esa asignatura -mitad de transmisión de conocimientos, mitad de catequesis parroquial- que se conocía como «Historia sagrada». La novedad de la obra objeto de esta breve reseña está en otra cosa, lo que se explica al inicio del prólogo: «El presente libro es una edición de los veintisiete Libros del Nuevo Testamento traducidos directamente de la lengua original, el griego, con introducciones y aclaraciones de su texto desde una perspectiva histórico-crítica y aconfesional, es decir, sin ninguna tendencia religiosa previa». Es, en suma, un Nuevo Testamento laico, sin pretensión de adoctrinar a nadie. Son congruentes con este planteamiento las aportaciones de los autores: tanto la Introducción general (de Antonio Piñero, con un epígrafe de Josep Montserrat: páginas 13 a 78, un libro en sí mismo) como las de cada uno de los nueve capítulos, a saber:

– Cartas auténticas de Pablo (Páginas 81 a 111, también de Antonio Piñero);

– Evangelios sinópticos (páginas 369 a 395, del mismo autor).

– Hechos de apóstoles (páginas 969 a 987, ídem., por cierto con un detalladísimo análisis del problema de su autoría, si Lucas el evangelista o no).

– Cartas atribuidas a Pablo (páginas 1163 a 1170, Josep Montserrat).

– Cartas a los hebreos (páginas 1207 a 1220, Piñero).

– Escritos joánicos (páginas 1293 a 1313, Gonzalo Fontana).

– Revelación/apocalipsis (páginas 1455 a 1482, Piñero; este explica, por cierto, lo difícil de la situación política y anímica de Israel después de la extinción de la dinastía de David y la caída bajo el dominio de los selyúcidas).

– Cartas comunitarias (páginas 1575 a 1583, Montserrat).

– Cartas universales (páginas 1605 a 1611, igualmente Montserrat).

A esto se añade la presentación de las piezas concretas (por ejemplo, los tres Evangelios sinópticos, el de Marcos, el de Mateo y el de Lucas) que componen cada bloque, más los comentarios, dentro del texto, a las frases del original. Al cabo, se diría casi que los textos neotestamentarios constituyen sólo el pretexto para que los autores, a los que hay que añadir a Gonzalo del Cerro y Carmen Padilla, vayan exponiendo sus opiniones. En muchas ocasiones, con un altísimo grado de detalle, por cierto. No exageramos al afirmar que, en su resultado final, terminamos estando ante un libro del todo nuevo y, desde luego, original. Y, hasta donde conozco, no sólo en España.

Los que vivimos en el siglo XXI (y ya lo hicimos en el XX) somos conscientes de que el estrecho de Sicilia divide el Mare Nostrum en dos. Tenemos, del Mediterráneo por la parte del este (el Próximo Oriente, aunque sobre los límites geográficos de esa denominación haya controversia), la imagen de un lugar muy conflictivo (con Israel y Palestina como protagonistas: sin sus rifirrafes no se entiende nada, empezando por la política exterior de Estados Unidos y aun la interior, igual que la presente y grave crisis de la UE no se explica sin la avalancha de refugiados sirios en el verano de 2015). Y es que en un espacio relativamente pequeño conviven (es un decir) razas -y religiones: esto último resulta importantísimo- de toda laya y en estado casi crónico de guerra: se suceden acuerdos, desde el plan Balfour a los acuerdos de Abraham de septiembre de 2020, pero no pasan de ser armisticios que duran poco.

Hace veinte centurias aún no había nacido Mahoma, aunque casi no hacía falta para tener asegurada la tensión que es propia de la mezcolanza y del roce de los no bien avenidos: la  cultura estaba profundamente helenizada -la herencia del gran Alejandro-, pero el pueblo judío se mostraba orgulloso de sus creencias y sus ritos más allá de sus profundas divisiones internas (fariseos, saduceos, esenios, zelotas…). Por supuesto, la entrada en escena del Imperio Romano, al pasar Judea a ser una provincia, terminó de poner las cosas en su sazón, como acreditan las revueltas -en vano, se insiste- de los años 70 (la más conocida de todas: la que provocó que el Templo de Salomón fuese destruido), 114 a 117 -en tiempos de Trajano- y, en fin, 135, ya citada. Un lugar -con disculpas por el anacronismo- multicultural, multirracial y multirreligioso. No sólo muy poblado sino además con gran intensidad en las vidas y en los roces, para bien y para mal.

El libro editado por Antonio Piñero es, en suma, un homenaje a todo eso y además puede ser leído por el orden que se antoje: ahí está la ventaja de las enciclopedias.

Para empezar tenemos, por supuesto, la vida de Jesús de Nazaret, cuya historicidad no se discute, «como artesano y maestro de la Ley, quien fracasó en su empresa de convencer a sus conciudadanos de la inmediata venida del reino de Dios»: página 27. De su existencia se sabe poco. La cita (página 27-28) es larga pero vale la pena: « (…) un artesano galileo y a la vez un hombre intensamente religioso, preocupado ante todo por el sentido esencial de la ley de Moisés, discípulo de Juan Bautista, pero que fundó su propio grupo. Atrajo a las masas con su proclamación de que el reino de Dios era inminente. Pasó un cierto tiempo predicando esa venida del Reino en Galilea. Su relativo éxito se debió no sólo a sus palabras, sino al hecho de que algunas personas creían que era también sanador y exorcista. Al no conseguir apoyo suficiente en Galilea, subió a Jerusalén, acompañado de un grupo de discípulos, con el deseo de completar su predicación en la capital y en la probable espera de la manifestación escatológica de Dios, pues estaba convencido de que sería éste quien había de instaurar su reino en último término. Allí perturbó el funcionamiento del Templo, predijo que Dios lo sustituiría por otro nuevo y se declaró finalmente el mesías/rey de Israel. Las autoridades romanas lo prendieron porque su predicación y acciones iban contra el orden público vigente y las estructuras del Imperio. Fue condenado a muerte y crucificado por los romanos al ser considerado un sedicioso, reo de un delito de lesa majestad y un peligro serio para el buen orden de la provincia de Judá».

Un destino personal tan poco brillante contrasta con la expansión que vino después de su muerte. El relato sobre su resurrección fue convenciendo a un grupo de gente cada vez mayor -y no sólo judíos; también y sobre todo gentiles- de que estábamos ante «el designado por Dios como señor y mesías definitivo», que por lógica «tendría que volver pronto a la tierra a concluir su encargo de instaurar el Reino de Dios»: página 29. La transmisión de ese planteamiento empezó siendo oral (y, por supuesto, en grupos aislados y de hechuras muy diferentes, cuando no contradictorias: bien se sabe que los momentos fundacionales son propensos a los debates encarnizados de ideas), pero en seguida acabó plasmándose por escrito en el conjunto de textos que, luego de un forcejeo de dos siglos, paralelo a la institucionalización de la Iglesia y su progresivo desapego de los dogmas judíos y de Judea como lugar, devino el canon neotestamentario.

Jesús -se explica bien en el libro- nunca pretendió fundar una religión nueva (ni tan siquiera el Jesús al que se retrata en los Evangelios, varias décadas después de su muerte), pero eso es lo que -en Roma, ya en la parte occidental del Mediterráneo- acabó sucediendo, con su figura cada vez más divinizada y el mensaje de una segunda venida -la parusía- cada vez menos inminente. Pero esa es otra historia. Los actores de esa película -decisiva en el devenir de la humanidad- fueron, claro está, Pablo (el ideólogo) y también, cada uno por su orden y en su sitio, Marción e Ireneo, obispo de Lyon. Por eso, los libros sagrados de la época anterior pasaron a ser llamados Antiguo Testamento, dándose al conjunto el nombre de Biblia.

De la obra de Piñero y sus colaboradores puede predicarse eso de que resulta inclasificable, en el sentido de que cabe adscribirla al mismo tiempo a géneros tan variados como la historia de las religiones, la historia de las mentalidades (en el sentido de un Jacques Le Goff), la historia de los conceptos de un Reinhardt Koselleck (por ejemplo, el de revelación, o, referido a San Pablo, el de conversión/llamada) o incluso simplemente historia de las ideas o, llevadas las cosas al límite, historia de la teoría política, en la estela de un George H. Sabine. Todas esas denominaciones le convienen y, sin embargo, ninguna le basta por sí sola.

El trabajo es, también, un homenaje a la erudición alemana, porque la versión del Nuevo Testamento que se toma como base es de allí, la de Nestle-Aland de 1960, en su edición 28ª, publicada por la Deutsche Bibelgesellschaft de Stuttgart en 2012. Naturalmente, el conocimiento no excluye las dudas (antes al contrario), y en esta materia de los textos testamentarios, constituyen legión, como no podía por menos de ser después del trajín muchas veces interesado y por razones nada confesables, que han sufrido todos y cada uno de los papeles iniciales.

Por si alguna duda quedaba: no estamos ante un libro reservado a especialistas y, si la palabra «divulgación» no arrastrara una fama tan equívoca, podría perfectamente emplearse aquí. Y otra cosa: su lectura, pese a lo desbordante de la sabiduría que exhiben los autores, resulta, para los que no somos conocedores del paño, todo menos soporífera: antes al contrario, se muestra amena, por decirlo con una palabra contenida. Puede llegar a ser un festín, una gozada.

El simple hecho de haberse puesto a un empeño tan ambicioso (y, desde la mentalidad utilitaria y postmoderna de la época de los youtubers, casi disparatado) ya merecería aplauso cerrado: de los autores pudiera pensarse desde fuera que son poco menos que unos frikis, que es como ahora se llama a los ratones de biblioteca. Pero, además, haberlo llevado a término -un trabajo de chinos, como se decía antes; sólo el índice analítico de materias, que aparece al final, resulta deslumbrante- se hace acreedor a un premio mayor, un verdadero medallón. Es de esas ocasiones en los que la extensión -casi 1.700 páginas- no resulta disuasoria para el lector. Al revés, engancha. Y, ya para terminar, quede hecho un saludo a la editorial. Trotta es otra cosa.

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