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Leyenda negra y auto-odio: de cuando las autoridades de España salían en su defensa

¿Qué se debe a España? La polémica que dividió a la Europa de la ilustración

Francisco Uzcanga Meinecke

Madrid, Libros del KO, 2021.

320 p.

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Sobre la leyenda negra -todo un relato acusatorio- y su mayor o menor fundamento contamos con bibliotecas enteras. Sobre su interiorización por los españoles -un verdadero complejo-, también: el pesimismo del 98 o el discurso catalán sobre lo que ellos llaman Madrid, recurrente desde hace un siglo hasta el extremo del bostezo, no consisten sino en ramas de ese tronco, con uno u otro grado de elaboración. Ahora estamos en otra variante de esa misma planta, con la única novedad de que las autoridades, o algunas de ellas, lejos de salir al quite, se suman al coro de denunciantes. Francisco Millán Mon, eurodiputado, la acaba de dedicar en El mundo -2 de abril- un artículo certero: “España, de nosotros depende”.

La época final de Carlos III (o de Federico de Prusia, porque las vidas paralelas no se las inventó Plutarco), o sea, los momentos previos a la Revolución Francesa de 1789, fueron escenario de un debate ideológico de primerísimo orden: se trataba de la Ilustración en su máximo esplendor, aunque hasta ese momento en convivencia con regímenes despóticos, es decir, ni liberales en la forma de ejercer el poder ni menos aún democráticos en lo que hace al origen del mismo. Pero todo estaba en ebullición. En Francia, desde luego, porque la Encyclopédie -la de Diderot y luego, a partir de 1780, la de Panckoucke- iba haciendo mella en las mentalidades. Y también en España, pese a que el fracaso de Esquilache en 1766, con el famoso motín de la plaza de Antón Martín, puso sobre la mesa la cruda realidad de que la gente -la opinión pública, si se quiere caer en el anacronismo- no estaba precisamente por modernizarse. En el centro y arriba se encontraban un Floridablanca y un Campomanes (y en París, con todo su aragonesismo, un Aranda), que apretaban lo que podían pero, conscientes de que los reformistas nunca caen simpáticos, no se atrevían a pisar del todo el acelerador. La Inquisición seguía existiendo y no solo sobre el papel: Olavide y más aún Macanaz la sufrieron en sus carnes, por no hablar del encarcelamiento -ya fuera de hora- de Jovellanos en el castillo de Bellver. Y en ese contexto sucedió lo que explica en la contraportada el autor de este libro: “En 1782 se publicó el tomo sobre Géographie Moderne de la Encyclopédie Methodique, la continuadora de la Encyclopédie de Diderot y D’Alambert. El artículo correspondiente a España lo escribió Nicolas Masson de Morvilliers, un hasta entonces desconocido geógrafo francés Masson ofrecía a los lectores un repaso -plagado de tópicos- a la situación del país y, casi al final, planteaba la pregunta: ¿Qué se debe a España? Desde hace dos siglos, desde hace cuatro, desde hace seis, ¿qué ha hecho por Europa? La respuesta venía a decir que muy poco”. Y es que se trata de una interrogación puramente retórica: en rigor, una denuncia, como cuando un juez se coloca delante del detenido indigente y le inquiere cuáles son sus medios de vida. Lo último que espera es una respuesta.

Jovellanos, por Francisco de Goya.

El libro pone el foco sobre tres cosas. Primero, la brava reacción diplomática a la que dicha diatriba dio lugar: ser gobernante en la piel de toro -aún mucho antes de la marca España de hace diez años, bastante esmirriada, y la aún más escuálida España global de esta legislatura tan posmoderna- consiste en ese tipo de tareas: defenderse. Segundo, la historia, llena de tomas y dacas, de un semanario español  –El Censor, en el sentido romano del término: el que cuida de las virtudes y de la primera de ellas, que es la verdad-, que estuvo a a cargo de un granadino insigne, Luis García del Cañuelo, nacido en 1744, periódico cuyos avatares a lo largo de trescientas cuarenta semanas -de las que se publicó en casi doscientas- sirven como termómetro de la época en materia de libertad de expresión. Y tercero, el debate intelectual al que la situación de España dio lugar en Europa, no siempre inclinada desde el lado de quienes, como Montesquieu, la miraban con malos ojos y con desdén. José Checa Beltrán (Demonio y modelo, 2014) demostró hace unos años que el panorama era más plural y ahora Uzcanga Meinecke pone sobre el tapete, o simplemente recupera, los nombres de muchos de los que echaron su cuarto a espadas, como, por estricto orden cronológico, el geógrafo Edme Mentelle (1730-1816), el científico y escritor Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799), el embajador -en España, precisamente- Jean-François de Bourgoing (1748-1811) o el militar Jean-Marie Fleuriot de Langle (1749-1807). Y, por encima de todos, el sacerdote italiano Carlo Denina (1731-1812), que, estando en Berlín en 1784 -Federico II elegía bien a sus invitados-, se tomó el trabajo de ponerle a Masson los puntos sobre las íes.

De la sociedad española hace un retrato realista el libro -en la parte primera- y de la madrileña más aún: eran sólo 170.000 habitantes, de los cuales el diez por ciento empleados domésticos: enteramente improductivos, según la conocida caracterización de Adam Smith en su libro (de 1776, o sea, de la época) sobre La riqueza de las naciones. Título académico poseían sólo el 0,02 por ciento y eran analfabetos sesenta de cada centena. La superstición formaba parte de la mentalidad dominante y sobre ello versaba, con tono de abierta denuncia, el artículo de El Censor –una carta de 1781 desde Olías del Rey, en lo que hoy es la provincia de Toledo- que ocupa las páginas iniciales del libro.

Ni que decir tiene que no se van a defraudar los lectores que esperen encontrarse con Cavanillas, el famoso botánico. Y, claro está, con Iriarte. O con José Cadalso, hasta su muerte en el asedio frustrado de Gibraltar. Todo un who is who de la segunda mitad del siglo XVIII español y, en particular, de los años centrales. Las décadas de los setenta y ochenta, para entendernos.

De Uzcanga Meinecke habrá poco que decir, porque lo delatan sus apellidos, mitad vascoespañoles, mitad alemanes. Hace unos años nos ofreció El café sobre el volcán, un verdadero regalo sobre el Berlín de Weimar, el de Alexanderplatz y los expresionistas, y ahora nos ha tocado esto. Vive en Ulm, a la orilla del Danubio (todavía en Baden-Württemberg pero ya a las puertas de Baviera) y hay que alabarle el gusto, pero los españoles (los ilustrados, me refiero, que alguno debe seguir quedando) haríamos mal en no seguirle la pista, porque es uno de los nuestros y además de los buenos. Entre otras cosas, porque maneja la lengua de Cervantes como si estuviese en la mismísima Alcalá de Henares.

Dicho todo lo anterior, y quedando muy recomendada la lectura del libro, debe advertirse que dejará un regusto de tristeza. Desde finales del siglo XVIII han pasado casi doscientos treinta años y no precisamente en vano: guerras civiles varias, pronunciamientos militares sin cuento, cambios de régimen uno tras otro y, en general, toda suerte de vaivenes. Pero en el fondo las cosas siguen igual o casi igual. Europa ha dejado de ser lo más puntero del mundo, pero para nosotros se continúa mostrando algo inalcanzable. Los Masson de Mourvillers que nos miran desde la atalaya -todo un genus– están presentes de nuevo aunque quizá se contienen algo más a la hora de decir lo que piensan y, por el momento, no han dejado de prestarnos el dinero que necesitamos. Y, para los que viven (vivimos) en el exilio interior, la impresión es que lo de 1978 y 1986 fueron sólo apariencias, brillantes pero apariencias. No terminamos de avanzar. Todo muy penoso.

Hubo quien hace cuarenta años lo predijo, pero, visto con ojos de hoy, el vaticinio tiene poco valor, porque se trata de lo que los clásicos llaman un veredictum ex eventu, o sea, una profecía que se revela solo cuando ya se ha cumplido.

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Ficha técnica

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