Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

Further conversations con mi amigo Tomás: el estilo

El día que muere David Bowie salgo a correr por la mañana y, al pasar por una calle de mi barrio, veo a un hombre que está llorando en un banco de la acera contraria, con la cabeza entre los brazos. Sólo cuando estoy demasiado lejos para volver atrás, empiezo a pensar: «Ese era Tomás. Ese era Tomás».

Mi amigo Tomás no tiene teléfono móvil ni Internet. Le llamo al fijo, pero no contesta. Por la tarde, cuando tengo que sacar a mis dos perros, doy una vuelta un poco más larga de lo normal y llamo al timbre de su casa. Nadie contesta.

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Mi amigo Tomás y el realismo

En uno de los primeros días fríos de este invierno voy a visitar a mi amigo Tomás. Vive muy no muy lejos de donde yo vivo, cerca del cruce de Arturo Soria y la calle Alcalá, en una minúscula casita de ladrillo de dos pisos que perteneció a su abuelo, con muebles rústicos, tres acuarelas marítimas de Abel Puche (creo que era familia más o menos indirecta) y un patio dotado de un aligustre y una parra sin hojas. Me recibe en la casa a oscuras a las cinco y media de la tarde. Me conduce hasta la cocina, la estancia más grande de la casa. 

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Lucidez

Es una de esas palabras que se oyen constantemente (es decir, todos los días) en el ámbito de las letras españolas, particularmente en el de la crítica literaria. Hay otras. Algunas provocan un escalofrío, como, por ejemplo, la palabra canalla («una propuesta canalla», dicho de una novela; «una voz poética de raíz cívica, pero con su toque canalla», dicho de un libro de versos). Otras apenas significan nada. Son cristalizaciones, excrecencias. Los ladrillos del periodismo cultural.

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Letanía de los libros palpables

La tarde atraviesa mi pequeño piso. Desde la calle (vivo en un segundo), una calle tranquila y llena de árboles y de casitas bajas de Ciudad Lineal, llegan sonidos de mujeres que pasan caminando, riéndose de algo. A lo lejos, alguien está reduciendo un árbol a astillas y serrín. Pasa algún coche, pasan niños en bicicletas dotadas de timbres, pasan perros que se ladran de una acera a otra, pasa un hombre que recoge chatarra y trastos viejos con un carrito de supermercado. 

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Después de nosotros, el dios salvaje

En 1898, a los treinta y tres años de edad, William Butler Yeats publicó en el Daily Express de Dublín un artículo titulado «The Autumn of the Body». En él comenta y cita un libro del poeta y crítico Arthur Symons, amigo suyo, titulado The Symbolist Movement in Literature, que quería describir cierta literatura finisecular como «una revuelta contra la exterioridad, contra la retórica, contra la tradición materialista».

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El misterio sencillo

Al comienzo de «El acercamiento a Almotásim», Borges, con ese cachondeo suyo tan fino, cita unas ficticias palabras del famoso wit Philip Guedalla (personaje real) sobre la ficticia novela The Approach to Al-Mu’tasim que la describen como un cruce entre una ficción policial y «esos poemas alegóricos del islam que raras veces dejan de interesar a su traductor». 

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Harry Mathews, el amigo oulipiano

Descubrí a Harry Mathews poco después de leer, al final de La vida instrucciones de uso, la lista de autores de los que Georges Perec incluía citas en su gran novela. Allí estaban, por orden alfabético, Borges, Italo Calvino, Flaubert, Freud, Jarry, Joyce, Kafka, Malcolm Lowry, Thomas Mann, García Márquez, Melville, Nabokov, Perec (por supuesto), Proust, Queneau, Rabelais, Raymond Roussel, Stendhal, Sterne, Verne…

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El regreso de la rima

En realidad, nunca se ha ido. Es verdad que a partir de la segunda mitad del siglo XX, la absoluta norma para la poesía publicada ha sido atenerse a lo que se ha llamado, no siempre con precisión, verso libre, o cuando menos, a diversas combinaciones de vagos esquemas métricos sin asomo de rima, pero muchos grandes poetas desde 1950 han seguido utilizando y renovando las formas tradicionales, algunos de forma ocasional, otros metódicamente. 

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Monstruos gigantes

Desde hace muchos años, tengo cierta extraña fijación con los seres, los objetos y, sobre todo, por los monstruos gigantescos. De niño, en los interminables e innumerables viajes de Madrid a Valencia y de Valencia a Madrid (cada fin de semana, por lo menos), me entretenía con el Juego de la Cuchilla Gigante. 

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Fragmentos del velo interminable

Leon Battista Alberti fue de joven una especie de atleta: con los pies atados, podía saltar por encima de un hombre; hacía estremecerse, al cabalgarlos, a los caballos más fuertes; podía lanzar hacia arriba una moneda en el centro de la catedral de Florencia y la moneda resonaba contra lo alto de la bóveda. Jacob Burckhardt escribe de él: «En tres cosas quería parecer impecable: en el andar, en el cabalgar y en el hablar». 

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Tiempos microliterarios

Que conste que a mí también me gusta lo breve. Me gustan los haikus clásicos: los de Basho y los de Yosa Buson, por ejemplo. Me gustan mucho esos breves poemas chinos de la gran tradición: de Li Po, Wang Wei, Tu Fu o Po Chu Yi. Me gustan muchos haikus de poetas occidentales: los de Borges, los de Octavio Paz, los de Ezra Pound. 

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Objetos perdidos

Hay dos imágenes que por alguna razón me persiguen desde hace muchos años. Las dos están relacionadas con determinados objetos que se pierden para siempre: son los lugares imaginarios a donde van esos objetos. Uno es un espacio reducido y luminoso, quizá dorado, o azul; quizás una habitación soleada, cerca del mar; también puede ser una cajita llena de un polvillo dorado. El otro son unas infinitas catacumbas.

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