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Mi amigo Tomás y el realismo

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En uno de los primeros días fríos de este invierno voy a visitar a mi amigo Tomás. Vive muy no muy lejos de donde yo vivo, cerca del cruce de Arturo Soria y la calle Alcalá, en una minúscula casita de ladrillo de dos pisos que perteneció a su abuelo, con muebles rústicos, tres acuarelas marítimas de Abel Puche (creo que era familia más o menos indirecta) y un patio dotado de un aligustre y una parra sin hojas. Me recibe en la casa a oscuras a las cinco y media de la tarde. Me conduce hasta la cocina, la estancia más grande de la casa. Las paredes entre dos alacenas están cubiertas de libros. Hay pocos en el resto de la casa. Casi todos están aquí, en la cocina, que huele ligeramente a aceite de freír y a piel de mandarina.

Tomás es grande y lento. Yo soy más bien alto, pero Tomás me saca una cabeza y camina derecho como un guardia real. Siempre ha llevado barba, pero ahora se ha afeitado, y le veo la cara rara, casi no lo reconozco. Hace nueve años, una chica con la que yo salía me dejó por él. A raíz de eso, él y yo, que no nos conocíamos antes, entablamos una amistad, sobre todo después de que mi exnovia se divorciase de él, cinco años más tarde. Tienen dos hijas, de siete y cinco años, que antes me parecían insoportables (él lo sabe) y que ahora me caen bastante bien. Desde hace unos meses, viven con su madre y con la nueva pareja de ésta en Estocolmo. Poco después de que se fueran, a mi amigo le diagnosticaron una enfermedad grave y comenzó un tratamiento que es, francamente, una mierda. Yo estoy seguro de que se pondrá bien, pero él me dice que ya no puede ver la vida como antes. Sencillamente, se siente incapaz de ser el que era, aunque me dice que esto no es exactamente negativo. Está planeando escribir una novela, cosa que nunca antes había intentado. Le manifiesto mi decepción. Hasta ahora, era un ejemplar de una especie en peligro de extinción: un gran lector, muy culto y con una enorme sensibilidad, que no escribía. Mientras bebemos una cerveza tras otra en la cocina llena de libros, con música de un viejo radiocasete sonando a bajo volumen (The Ronettes y The Crystals, y después Lou Harrison, Patrick Piggott, Terry Riley) y un incongruente flexo en la mesa como única fuente de luz, hablamos de tonterías y de libros. En su casa no hay calefacción, así que me dejo el abrigo puesto (él lleva tres batas, una encima de otra, además de varias capas de jerseys que me muestra con cierto orgullo sombrío).

Me habla de su novela, de que, para su sorpresa, se siente de vez en cuando un poco paralizado al pensar que en un futuro podrán leerla sus hijas o su exmujer. Le pregunto si va a escribir una especie de novela autobiográfica. Mi amigo entra en un acceso de furia y me dice algo que yo ya sé, que detesta eso que ahora llaman autoficción, que le parece algo narcisista e infantil y ridículo, y hace una gran diferencia, que no comprendo muy bien, con los grandes libros de memorias del pasado, de los que es un gran admirador, sobre todo de Chateaubriand, Agustín, Hemingway, Denton Welch (a quien no he leído) y Henry Adams (a quien me parece que él no ha leído). No, dice que los reparos son precisamente porque la novela es tan diferente de él mismo que, no sabe muy bien por qué, teme asustar a alguien que lo conozca bien.

Me lee un capítulo. En la barra de un bar en penumbra, un hombre con cabeza de gato, con un whisky medio vacío delante, se lame una mano cerrando los ojos; según parece, aunque no es muy frecuente, en el mundo de la novela hay algunos individuos que tienen cabeza de animal; una mujer se le acerca y dice conocerlo; él no la recuerda en absoluto; tienen una larga conversación sobre el amor y sobre política que, hasta donde lo entiendo, pertenece a un país ficticio. Me gusta mucho, aunque es un poco demasiado verboso para mi gusto. Se lo digo y le propongo frases que debería quitar, palabras que debería usar en lugar de un par de extensas perífrasis, adverbios terminados en -mente que tienen que irse. Me mira fijamente, sin decir nada, con esa mirada cansada pero penetrante que pone a veces desde que lo conozco. Empiezo a sudar por algún motivo. Después mi amigo cambia de tema y hablamos de la maravillosa y perdida costumbre de leerse en voz alta lo que uno escribe, en lugar de mandar el texto por e-mail, y brindamos por ello con dos cervezas recién abiertas y brindamos otra vez contra Internet y contra la muerte.

Hablamos de novelas, de ciencia ficción, de Flaubert, a quien ha estado releyendo.

Me pide que defina realismo. Me quedo un rato pensando pero, incapaz de darle una definición original o graciosa, le digo que no sé. La verdad es que después de pasarme toda la vida leyendo libros sobre literatura, en este momento no se me ocurre una descripción lo suficientemente sintética y completa. Además, las cervezas comienzan a volverme el cerebro agradablemente perezoso. «Ismael –me dice–, tú tienes treinta y ocho años, yo tengo treinta y nueve, nos hemos hecho mayores; ya es hora de empezar a hacer como si hubiéramos aprendido algo».

Me acuerdo de una definición del realismo filosófico, nada que ver con lo que estamos hablando, y se la suelto: «El realismo era creer que existe una realidad externa independiente del observador, ¿no?»

Tomás me corrige, pero lo hace con expresión ausente, como si no esperase lo que he dicho: «Eso no es exacto. El realismo es la creencia en los universales, independientemente de las características particulares. Es la creencia de que existe, digamos, el rojo, independientemente de una manzana roja, una flor roja, unos calcetines rojos, etcétera. Es la creencia en las ideas platónicas. La creencia de que en algún lugar existe realmente la idea de cama. Pero eso que has dicho tiene cierto extraño sentido…»

Tomás estudió Historia del Arte en Italia, hace muchos años, y después estudió tres años de Filosofía, aunque no terminó ninguna de las dos carreras. La pasión de su vida era la pintura del Quattrocento, pero hace años que perdió todo el interés, no sé por qué.

Le digo: «A ver, el realismo es un movimiento literario del siglo XIX, y ya está».

Me dice: «Bueno, yo me refiero al realismo en general. En ese sentido, Flaubert y Tolstói son realistas, pero Joyce y Virginia Woolf también, ¿no? De hecho, si uno lo piensa bien, Joyce o Woolf tienen un interés más genuino en expresar la realidad sin condicionantes que esos otros novelistas del XIX, ¿no?»

«Realismo es la representación fiel de la realidad», le digo.

«¿Y qué es eso de la realidad? La realidad no es nada».

«Bueno, no te me pongas metafísico, lo que construimos por medio de las señales sensoriales. Ponle unas comillas, si quieres».

Me señala con el dedo: «Los sentidos, los sentidos».

Apartando su atención de mí, coge una hoja de papel y escribe con grandes mayúsculas infantiles:

«REALISMO ES LA FIDELIDAD A LAS FORMAS GENERALES DE LA PERCEPCIÓN HUMANA».

Después admira su obra un buen rato, con enorme satisfacción. «No está mal, no está mal».

«¿Es realista un relato sobre un hombre que se despierta una mañana transformado en un insecto?», pregunta, sin mirarme.

Recuerdo, en voz alta, que Nabokov decía algo así no sé dónde, que La metamorfosis era realista.

Tomás me dice que, se describa lo que se describa, sea un niño jugando en un parque de Madrid o un unicornio, debe ser fiel a las normas generales de la percepción humana. Si uno se despertase convertido en un insecto, quizá lo dudaría en un principio, pero al cabo de un rato de ver las patitas agitándose en el aire, el brillo quitinoso del exoesqueleto, de sentir la vista que le proporcionan los ojos compuestos, de notar cómo se mueven los palpos maxilares al querer hablar. ¿Por qué? Porque las señales de los sentidos se imponen con una fuerza invencible. ¿O no?

Le pregunto qué son los palpos maxilares, pero no me contesta.

Me dice que desde hace algún tiempo le cuesta trabajo creer en la realidad que le rodea. Todo le parece un sueño tosco, gris y mal hecho. Me dice que sólo leyendo ciertas novelas, ciertos poemas, escribiendo su novela, es capaz de sentir la realidad de alguna forma.

«Tú estás deprimido, tronco», le digo.

«Un poco, sí».

Le recuerdo algunos libros y autores de los que hablábamos hace años, por la época en que nos conocimos. Entonces, los dos nos declarábamos, medio en serio medio en broma, monistas absolutos. Es decir, jugando con la música de la vieja metafísica (un arte de otra época, de otro mundo), decíamos no creer en la realidad sensorial, pero afirmábamos la existencia de una realidad real detrás de todo esto. Citábamos, con pedantería voluntariamente cómica, a Hegel, a T. H. Green, Bradley, Whitehead, las upanishads. «Vosotros estáis hablando de Dios», nos decía una amiga. Nosotros montábamos en cólera. No queríamos oír hablar de nada que se pareciese a Dios. Hablábamos del absoluto, del infinito. En la cocina en penumbra, atestada de libros, le pregunto a Tomás si ya no tiene en cuenta esa realidad última. Me dice que no sabe, que no le parece ya que nada de eso tenga sentido.

Como para cambiar de tema, se levanta y busca un libro cerca de la nevera. Es La risa, de Bergson. Busca una página y me lee, traduciendo en voz alta (le da vergüenza su pronunciación francesa, creo):

«¿Cuál es el objeto del arte? Si la realidad viniera a golpear directamente nuestros sentidos y nuestra consciencia, si pudiéramos entrar en comunicación inmediata con las cosas y con nosotros mismos, creo que el arte sería inútil, o más bien seríamos todos artistas, porque entonces nuestra alma vibraría continuamente en unísono con la naturaleza». Y más abajo: «Oiríamos cantar en el fondo de nuestras almas una especie de música, a veces alegre, más a menudo lastimera, siempre original, la melodía ininterrumpida de nuestra vida interior. Todo eso está a nuestro alrededor, todo eso está en nosotros y, por tanto, no lo percibimos con claridad. Entre la naturaleza y nosotros, qué digo, entre nosotros y nuestra propia consciencia, se interpone un velo, un velo espeso para el común de los hombres, un velo ligero, casi transparente, para el artista y el poeta. ¿Qué hada ha puesto ese velo? ¿Fue por malicia o por amistad?»

«¿Por qué –me pregunta Tomás– sólo puedo ver la realidad a través de una novela? Leo, en una novela de Murakami, por ejemplo, que un chico se come un sándwich sentado al sol en un banco, y entonces recuerdo qué es eso, eso de sentarse al sol a comerse un sándwich, lo siento como por primera vez, ¡pero es algo que hago todos los putos días en mi hora de comer en la oficina!»

Me dice que para escribir una novela hay que tener algún tipo de fe en la realidad externa, en algún tipo de realidad. Y él ya no está seguro de nada. «¡Qué exagerado eres, chico!», le digo.

Suena Sunrise of the Planetary Dream Collector, de Terry Riley. Por la ventana enrejada miramos, en la última luz del día, unas palomas que comen las pequeñas drupas negras del aligustre del patio, ahora en sazón, y que aletean y, con su peso, comban las ramas hasta el suelo.

Se pregunta en voz alta dónde ha quedado la observación del mundo por parte de los novelistas, y no digamos ya de los poetas. Ellos tenían que ser buenos observadores, tenían que ser pacientes y curiosos. Esto se antoja ahora un cúmulo de virtudes olvidadas. Es como si la absurda proliferación de medios audiovisuales hubiese hecho obsoleto el verdadero realismo literario. La sobredosis de realidad a la que estamos permanentemente expuestos nos vuelve pasivos y estúpidos. Nuestra alma (o lo que sea) ha perdido el músculo necesario para sujetar cosas. Brindamos por la realidad real, contra las series de televisión, contra las noticias del mundo. Estamos bastante borrachos. Nos levantamos un par de veces para abrazarnos y darnos sonoras palmadas en la espalda.

Me dice que el verdadero realismo literario funciona como una revelación. Recuerda su primera revelación poética. Fuera del patio de su colegio había dos árboles juntos, un ciprés y un álamo. Una mañana de junio, de uno de los últimos días del curso (era octavo de EGB), se quedó mirando esos árboles. De pronto vino una brisa y movió las hojas del álamo, y entonces le vino a la mente el principio de un poemita de Lorca que había leído hacía poco:

   «Ciprés.
   (Agua estancada).

   Chopo.
   (Agua cristalina)».

Y vio que era exactamente eso. Las ramas tupidas, rígidas, del ciprés se movían apenas, como las natas verdes de un estanque abandonado. Las hojas del álamo cabrilleaban al sol como agua de montaña sobre las rocas de un arroyo. Era exacto, preciso, inolvidable. Al leer el poema, no había visto nada especial, pero de pronto, en medio de su vida diaria, el recuerdo del poema le había abierto las puertas de la realidad. Había visto lo que tenía siempre delante y nunca antes había visto.

«Eso es realismo», me dice.

Un saludo para mi amigo Tomás.

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