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Harry Mathews, el amigo oulipiano

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Descubrí a Harry Mathews poco después de leer, al final de La vida instrucciones de uso, la lista de autores de los que Georges Perec incluía citas en su gran novela. Allí estaban, por orden alfabético, Borges, Italo Calvino, Flaubert, Freud, Jarry, Joyce, Kafka, Malcolm Lowry, Thomas Mann, García Márquez, Melville, Nabokov, Perec (por supuesto), Proust, Queneau, Rabelais, Raymond Roussel, Stendhal, Sterne, Verne… Yo era muy joven y quería poseer todos los libros, así que me propuse leer a todos los autores de la lista que no conocía. El primero fue Harry Mathews. Aún no he leído a los otros: René Belletto, Hans Bellmer, Michel Butor, Michel Leiris, Roger Price, Jacques Roubaud, Theodore Sturgeon, Unica Zürn.

Harry Mathews nació en Nueva York en 1930, en una familia acomodada del Upper East Side. Su primera gran pasión artística fue Richard Wagner. Después vinieron Keats, Milton, Marvell, Browning, Thoreau, los últimos cuartetos de Beethoven. Al mismo tiempo, coleccionaba y devoraba cómics de Namor, la Antorcha Humana y The Flash. Estudió música en Harvard y en Princeton, donde se hizo amigo de James Merrill y de W. S. Merwin. A los diecinueve años se casó con la bellísima Niki de Saint Phalle (quien más tarde se convertiría en una artista mundialmente reconocida, autora de fantásticas esculturas llenas de colores) y, antes de terminar la carrera, se fugó a Europa con ella, rompiendo todos los vínculos con su familia. Vivieron en Mallorca, donde fueron vecinos de Robert Graves (La diosa blanca ha sido una de sus obsesiones), y después en París. Allí, en los años cincuenta, Mathews estudió dirección de orquesta e intentó terminar una triste novela «psicológica» que tomaba como modelo la obra de Albert Camus. Una nueva amistad lo salvó.

Conoció a John Ashbery en París en 1956 y pronto se convirtieron en grandes amigos. Ashbery le recomendó a varios poetas franceses contemporáneos, como Pierre Reverdy y Henri Michaux. La siguiente ocasión en que se vieron, Mathews le dio a leer unos poemas nuevos y Ashbery le dijo: «Ah, veo que has estado leyendo a los poetas de los que te hablé». Sin embargo, no los había leído. De alguna forma, las palabras que su amigo había dicho sobre ellos habían bastado para cambiar para siempre su concepción de la poesía y para decir adiós a los modelos de The New Yorker (esas son las cosas que hace la amistad). Pero mucho más importante que Michaux y Reverdy fue otro autor que Ashbery le recomendó vivamente. Un escritor que se convertiría, al menos durante muchos años, en la clave de su canon personal: Raymond Roussel.

«Leer a Roussel me procuró varias revelaciones», escribe Mathews en su breve ensayo Autobiography (1988). «Me demostró que la psicología era una moda prescindible, que las responsabilidades morales de la escritura no se encontraban en el respeto por el asunto y que la prosa de ficción podía estar tan escrupulosamente organizada como la doble sextina de Sir Philip Sidney. Roussel me enseñó que yo no tenía por qué escribir desde mi «experiencia» (las comillas indican: lo que uno cree que ha sido capaz de evitar); que yo tenía el universo entero a mi disposición para jugar con él, y no sólo las hipócritas convenciones de la sociedad tardocapitalista; que la escritura era capaz de proporcionarme los medios para ser radicalmente más inteligente que yo mismo, de forma que podía sacar a la luz mis experiencias ocultas y mi yo desconocido». En otro sitio escribe también: «Los métodos de Roussel me condujeron a descubrir los míos propios; comencé mi primera novela (The Conversions); el libro se escribió a sí mismo».

Raymond Roussel dejó escrito un texto fundamental que sólo se publicó tras su muerte: Cómo escribí algunos de mis libros. En él explicaba el procedimiento (su famoso procédé) del que se valió para escribir sus obras. Estaba basado en la homofonía y presentaba distintos niveles de sofisticación, desde los ejemplos más tempranos y sencillos (como en «Parmi les Noirs», donde dos frases casi homófonas, «Les lettres du blanc sur les bandes du vieux billard» [«Las letras de tiza en las bandas del viejo billar»] y «Les lettres du blanc sur les bandes du vieux pillard» [«Las cartas del blanco sobre las hordas del viejo saqueador»], debían servir como comienzo y final, respectivamente, del relato), hasta los ejemplos de inmensa complejidad utilizados para la construcción de sus obras maestras, Impresiones de África y Locus Solus. El procedimiento de Roussel no es detectable por un lector inadvertido (o advertido, en la mayoría de los casos), y sólo atiende a los propósitos de composición del autor, que se sirve de él como si de un andamio se tratase, para después retirarlo de la fachada del edificio. Los textos resultantes son, en primer lugar, de una profunda extrañeza, y a la vez poseen una subyugante inocencia, en la crueldad y en la ingenuidad, que los hace únicos. Las motivaciones psicológicas de los personajes, por ejemplo, no tienen cabida, ya que lo único que determina sus acciones, al igual que todo lo demás, es el procédé. La belleza y la tristeza infinitas de Locus Solus, por debajo de «esa voz de una neutralidad aterradora, provocadora, emocionante», en palabras de Harry Mathews, no son fáciles de olvidar.

The Conversions (1962) es una novela profundamente excéntrica, divertida y artificial, llena de juegos de palabras y de juegos con el lector. Mathews había encontrado un nuevo mundo en la lectura de Roussel, y La diosa blanca, de Graves, le proporcionó gran parte de la materia del libro. Narra la búsqueda, por parte del protagonista (ejemplo extremo de narrador poco fiable), de una mística azuela de oro, parte de la herencia de un millonario, y en ella encontramos esa mezcla de humor y lirismo tan característica de Mathews, así como poemas, acertijos y listas de libros. Mathews habla de la «pasión hipnótica con que escribí el libro: una pasión que se asemejaba menos a la de un poeta romántico supurando inspiración por la punta de su pluma, que a la de un zapatero haciendo botas para una reina». Hay elementos del argumento que parecen prefigurar La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon.

La traducción francesa de su primera novela le proporcionó la amistad más importante de su vida. Georges Perec leyó las galeradas por casualidad y quedó inmediatamente iluminado. Escribió a Mathews y ambos iniciaron una amistad que mantendrían hasta la muerte de Perec, en 1982. Gracias a él, Mathews se convirtió en el primer americano que entró a formar parte del Oulipo, el Taller de Literatura Potencial que habían fundado en 1960 François Le Lionnais y Raymond Queneau. Aunque Perec era más joven que Mathews, éste, tímido e inseguro (algo que contrastaba con su fama de mujeriego y bebedor), siempre se subordinaba a su amigo. Perec tradujo al francés varias de sus novelas y fue su consejero literario. Iban a ver juntos películas de Indiana Jones, leían cómics de Tintín y se emborrachaban juntos. Unos años después de la muerte de Perec, Mathews publicó un breve texto sobre su amigo en Le Monde que terminaba así:

La amistad con Georges era amor apasionado, y aunque el nuestro, debido a nuestras naturalezas, carecía del sello de la relación física, casi lo lamento, aunque sólo fuera para que no faltase nada entre nosotros. A veces nos las arreglábamos para «consumar nuestra pasión» de una forma (de nuevo) infantil: después de cenar juntos, nos íbamos a casa, nos tumbábamos en la alfombra del salón con una copa o un porro y escuchábamos alguna «monstruosa» obra musical —Tristán, el Requiem de Verdi, Tommy— […]. Dejábamos que la música proporcionara la apoteosis carnal. Después nos dábamos un abrazo y cada uno se iba a la cama.

Georges está muerto. Por supuesto, su obra en toda su grandeza permanece. Desgraciadamente, eso no ayuda.

Su siguiente novela, editada en 1966, Tlooth (título intraducible que combina tooth, «diente»; truth, «verdad», pronunciada por un chino, y el sonido de succión que produce una bota al liberarse del fango y que Perec vertió como Los verdes campos de mostaza de Afganistán), es una verdadera locura. Comienza en un campo de trabajo de Siberia: está celebrándose un campeonato de béisbol entre varias facciones identificadas con distintas sectas religiosas. Mientras tanto, un grupo de prisioneros construye una especie de bólido para escapar. Los viajes del/de la protagonista nos llevan a un mundo extraño y distante, con rasgos de cómic y del surrealismo, y se convierten en una especie de investigación por parte del lector (entre otras cosas para averiguar qué está sucediendo).

The Sinking of the Odradek Stadium, de 1971 (el título podría traducirse como El hundimiento del Estadio Odradek, aunque hay cierta ambigüedad cuyo origen prefiero no desvelar para no estropear alguna sorpresa de la lectura), cierra su etapa más externamente experimental. Consiste en las cartas que se intercambian un hombre y su mujer. Él es estadounidense, ella proviene de un país ficticio del Sureste asiático. Las cartas de él están redactadas en perfecto inglés (el tono del personaje me recuerda a algunos narradores de Nabokov), y las de ella están escritas en una amalgama casi incomprensible, ya que, supuestamente, apenas conoce la lengua. Según Mathews, cada carta del marido contiene un fragmento del Propio de la misa católica correspondiente a la semana en que está escrita la carta, y cada misiva de la mujer contiene una cita de un texto de meditación budista. La complejidad del artefacto es inigualable. Fue rechazada en veinticinco ocasiones antes de ser publicada.

Cigarettes (1987), la mejor de sus novelas, en mi opinión, y la única, que yo sepa, que ha sido traducida al español (Cigarrillos, trad. de Miguel Martínez-Lage, Barcelona, Circe, 1990, aunque yo no he visto esa edición, y me temo que debió de pasar sin pena ni gloria), es una obra mucho más realista y, en apariencia, más convencional que las anteriores. Según Mathews, es la única novela de las suyas verdaderamente oulipiana, pero la narración presenta una superficie sin apenas fisuras, y los procedimientos están tan completamente escondidos que el lector puede abandonar toda esperanza de encontrarlos (Mathews ha declarado que nunca desvelará qué mecanismos usó). El libro está compuesto por las historias de una multitud de personajes agrupados de dos en dos en los encabezamientos de los capítulos, en parte en la forma de una saga familiar. A pesar de que, en último término, es un libro levemente insatisfactorio (Mathews es un escritor maravilloso, pero es un escritor menor, y él sería, creo, el primero en asegurarlo), conozco pocas novelas tan deliciosas y embriagadoras. Está escrita en una prosa inmaculada, una maravilla de precisión, transparencia y poesía.

Después ha publicado The Journalist (El diarista), un maravilloso regreso a los juegos de antaño, y la estupenda My Life in CIA (Mi vida en la CIA), una novela de apariencia autobiográfica (el narrador parece ser el propio Mathews, con su propio nombre, y nos encontramos con multitud de personajes reales que solía frecuentar en París a principios de los años setenta, entre ellos Perec). Está basada en un incidente real: en 1971, sus amistades francesas, la mayoría de izquierdas, comenzaron a pensar, para mortificación de Mathews y debido a ciertos malentendidos, que su amigo estadounidense trabajaba para la agencia de espionaje. El libro comienza poco a poco a despegarse de su aspecto de memorias cómicas para convertirse en una extraña obra entre el erotismo y el espionaje con un insospechado, absurdo y bellísimo final.

Entre sus obras menores se encuentran 20 Lines a Day, que es exactamente eso, veinte líneas escritas al día durante algo más de un año, una especie de diario con material diverso (abundan las reflexiones sobre la escritura) que se obligó a escribir en una época en que sufría una especie de bloqueo; Singular Pleasures, un texto compuesto de breves párrafos cada uno de los cuales muestra, con una prosa fría y limpia, a un hombre o una mujer en el acto de masturbarse (en Manao, Okinawa, Glasgow, Pretoria y otras decenas de ciudades, con protagonistas de todas las edades y razas, y valiéndose de una asombrosa variedad de métodos); y Selected Declarations of Independence, un libro experimental de cuya primera parte él mismo decía esto: «Me impuse a mí mismo la tarea de escribir una historia utilizando tan solo el vocabulario de los cuarenta y cuatro refranes en los que está basado todo el libro. La tarea demostró ser dura: el número de palabras a mi disposición era de menos de doscientas. No tenía ni idea de qué decir, de qué podría decir. Me encontré, durante mis horas de escritura, viviendo un mundo circunscrito por mi escogido vocabulario. Empecé a decir cosas posibles, anotándolas y comparándolas. Poco a poco, comenzaron a aparecer posibilidades de sucesos, y después conexiones entre los sucesos. Con el tiempo, se crearon situaciones, aunque apenas las creaba yo. Al menos así lo sentí: estaba convirtiéndome en el médium de un todo insospechado y extrañamente inevitable, como si en mitad de un paseo me hubiera topado con un valle lleno de árboles, fisuras y bailarines de ensueño. Finalmente la historia “se contó a sí misma”. […] La constricción aparentemente arbitraria que había acordado cumplir resultó ser el medio de desbloquear una insospechada despensa de conocimiento, de modo que fui capaz de escribir páginas completamente originales a partir de las palabras más desgastadas de la lengua: como si hubiera construido, como algún feliz náufrago, un pabellón de recreo con las pulidas piedrecitas que orillaban la playa en que había encallado».

En las obras de Harry Mathews, en cierto modo como en las últimas novelas de Nabokov o, en otro orden bien distinto, en lo mejor de Bioy Casares, el lector siente la necesidad de estar siempre alerta, porque cualquier elemento puede ser algo diferente de lo que parece ser. Es uno de los escritores secretos más valiosos del posmodernismo estadounidense. Actualmente, a sus ochenta y cuatro años, vive entre Francia y Estados Unidos y, al menos hasta hace cuatro o cinco años, aún queda periódicamente con el resto de los miembros del Oulipo para cenar, beber y jugar, y para disfrutar de una de las grandes pasiones de su vida: la amistad.

Postdata:

El Oulipo es, desde luego, tan solo un laboratorio, un salón de juegos en el que algunos escritores de genio han hecho pruebas y han creado juguetes que, en algunos casos, les han servido para sus propias obras (a veces no). Es fácil menospreciar la mayoría de esos experimentos. Tomar, por poner un ejemplo, un soneto de Rimbaud y cambiar cada sustantivo por el sustantivo que se encuentra en el diccionario siete puestos más adelante (la contrainte llamada n+7) puede resultar interesante, pero no deja de ser un ejercicio derivativo y, en última instancia, hueco. Es una de esas cosas que son divertidas para el que las escribe pero no mucho para el que las lee. Sin embargo, cuando esas constricciones se aplican a grandes estructuras originales, como es el caso de las novelas de Perec, de Mathews y, desde luego, de Roussel, el escritor puede alcanzar cotas de libertad inéditas. A veces (desde luego, no siempre), en lugar de limitar, de coartar, de entorpecer, liberan y abren perspectivas insospechadas, una de tantas paradojas de la literatura y de la vida. Esto tiene sus peligros, como es obvio, pero para un novelista la libertad es un ideal curiosamente distante y difícil de alcanzar (frecuentemente hace falta toda una vida de aprendizaje para lograr la verdadera libertad a la hora de escribir) y los mecanismos que ayudan a salir de los esquemas narrativos preexistentes (casi invisibles y, por ello mismo, fatales para un creador) pueden convertirse en herramientas, si no para lograr verdaderas obras de arte, al menos sí para aprender a conocer los límites (o la ausencia de límites) de la imaginación creadora.

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