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Objetos perdidos

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Hay dos imágenes que por alguna razón me persiguen desde hace muchos años. Las dos están relacionadas con determinados objetos que se pierden para siempre: son los lugares imaginarios a donde van esos objetos. Uno es un espacio reducido y luminoso, quizá dorado, o azul; quizás una habitación soleada, cerca del mar; también puede ser una cajita llena de un polvillo dorado. El otro son unas infinitas catacumbas. He tenido muchos sueños al respecto. En la habitación soleada está todo lo que he perdido; ondean unas cortinas ligeras y blancas, y nada importa. En las catacumbas, innumerables nichos guardan cuerpos, objetos llenos de polvo, libros húmedos, y la angustia y el cansancio no terminan nunca.

Es extraño pensar que las obras literarias perdidas, o las grandes pinturas destruidas o desaparecidas han dejado, sencillamente, de existir. Me parece inevitable sentir que esas palabras borradas, esas imágenes, están en algún extraño doblez de la realidad. Nuestra mente racional, cuando fantasea (ella también imagina, como su hermana la imaginación, pero juega con reglas distintas), lo hace con lugares oscuros e inacabables. En mis sueños, estoy sentado en un antiguo pupitre y me quito unas molestas telarañas de la cara. La biblioteca (o la antibiblioteca), el museo, el gabinete de curiosidades. ¿Qué hay en las Wunderkammern, en los viejos museos de historia natural? Cosas muertas. Como si la mente tratase de recoger todo lo que importa del mundo y sólo encontrase cadáveres, falsificaciones, invenciones macabras e inútiles.

En La Biblioteca de Babel, Borges imagina una biblioteca que contiene un número infinito de volúmenes. El rigor de la palabra infinito comporta que, debido a las inevitables permutaciones de letras, además de trillones de obras que jamás han sido escritas o siquiera imaginadas, en la biblioteca se encuentren todos los libros perdidos de la historia. Por supuesto, en la práctica es imposible encontrar ninguno de estos libros, pues la cantidad de volúmenes llenos de combinaciones de letras sin sentido es infinitamente mayor que la de libros inteligibles. Sin embargo, la idea es muy poderosa; en la Biblioteca están todos los libros: «la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito».

Hay un breve tratado de Sir Thomas Browne, publicado por primera vez dos años después de su muerte, en 1684, y titulado Musaeum clausum, o Bibliotheca abscondita, que consiste en una enumeración de libros perdidos o legendarios, así como de pinturas y objetos extraños. Está basado en parte en el famoso Museo Kircheriano, formado por Athanasius Kircher en Roma y que el hermano de Browne, Edward, visitó hacia 1667. Entre los libros, las obras de Confucio traducidas al español; epístolas de Séneca a san Pablo; De umbris idearum (De las sombras de las ideas), de Salomón; una relación de la marcha de Aníbal desde España hasta Italia mucho más detallada que el relato de Tito Livio; un poema de Ovidio escrito durante su destierro en Tomis y encontrado envuelto en cera en Sabaria, en la frontera con Hungría, o Josephus, escrito en hebreo por él mismo. Entre las pinturas, imágenes de torturas espantosas; paisajes submarinos; batallas a la luz de la luna; una vestal que ha roto sus votos emparedada viva en una cueva, con una mesa y una vela; un elefante haciendo equilibrios sobre unas cuerdas con un enano negro sentado en el lomo, y también un cuadro que representa a Aníbal y su ejército cruzando los Alpes. Entre las antigüedades y rarezas, «algunas cruces de cobre y de marfil encontradas con muchas otras en China, que se cree fueron llevadas y dejadas allí por los soldados griegos que lucharon bajo Tamerlán en su expedición y conquista de aquel país»; una medalla con la efigie de Pietro Aretino, al que llamaron flagelo de los príncipes, y la inscripción «Il Divino Aretino», y, en el reverso, el mismo Aretino sentado en un trono y recibiendo pleitesía de reyes y papas; la piedra llamada quandros que, según Dioscórides, se encontraba en el interior de la cabeza de los buitres y que cura todas las enfermedades y llena de leche los senos de las mujeres; un huevo de avestruz en el que está pintada la batalla de Alcazarquivir, en la que murieron tres reyes; la piel de una serpiente que se crió en el interior de la médula espinal de un hombre; la piedra llamada Etiudros Alberti, que está siempre húmeda; una clepseloea, o reloj de aceite; un crucifijo diminuto y perfecto hecho con el hueso de la cabeza de una rana, o la batalla entre las ranas y los ratones descrita supuestamente por Homero en la Batracomiomaquia pintada en la mandíbula de un gran lucio.

Dejando a un lado la Antigüedad, hay numerosos ejemplos notorios de libros perdidos:

–En 1923, Kafka, acompañado de Dora Diamant, su última amada (de inolvidable nombre), quemó numerosas cartas, así como las páginas finales de «La madriguera» y un relato que trataba, supuestamente, de un asesinato ritual en Odessa.

–La novela El Mesías, que Bruno Schulz pasó años intentando terminar, desapareció en torno a 1940, cuando su autor estaba en manos de los nazis, y todavía hoy hay estudiosos en Polonia convencidos de que la novela (cuya pérdida inspiró sendas novelas de Cynthia Ozick y David Grossman) se encuentra a salvo en algún lugar de Rusia, conservada en algún olvidado archivo de la KGB.

–En 1894, el barco francés Amérique, en el que José Asunción Silva viajaba de Caracas a Bogotá, encalló en Bocas de Ceniza, en la desembocadura del río Magdalena. Los pasajeros fueron rescatados, pero no el equipaje, con lo que la mayor parte de la obra literaria de Silva se perdió para siempre.

–En 1922, una maleta con la obra completa hasta el momento de Ernest Hemingway fue robada de un compartimento de tren donde viajaba la mujer del escritor. Hemingway escribió más tarde con amargura que si fuera posible someterse a una operación quirúrgica para extirparse ese recuerdo, lo habría hecho.

–En 1853, Herman Melville llevó a sus editores el manuscrito de su libro La Isla de la Cruz, que fue rechazado. Nada más sabemos de él, salvo que, a diferencia del resto de sus novelas, tenía a una mujer como protagonista.

–Robert Walser destruyó dos novelas suyas: Tobold y Theodor.

–En 1613, los King’s Men representaron una obra de Shakespeare que hoy está perdida, Cardenio, basada en el personaje que aparece en el capítulo vigésimo cuarto de la primera parte del Quijote, en el que el caballero y su escudero topan con él en Sierra Morena y lo apodan «El Roto».

–A la muerte de Sylvia Plath, su marido, Ted Hughes, destruyó los diarios de la escritora, argumentando que leerlos sería demasiado triste para los hijos de ambos.

La caza espiritual, de Rimbaud, que Verlaine llamaba la obra maestra del poeta de Charleville, se perdió durante el divorcio entre Paul y su mujer, que se quedó con numerosas cartas y manuscritos de Rimbaud a fin de utilizarlos como pruebas contra su marido. Durante años he estado obsesionado con ese texto y su pura potencialidad (como la de ciertas obras ficticias mencionadas o descritas por Borges o Bolaño) ha tenido más influencia en mi vida que muchas obras que sí he leído realmente.

–Los cinco volúmenes de poesía inéditos que Saint-John Perse guardaba en su casa de París para ser publicados cuando se retirase de la vida diplomática fueron destruidos cuando los nazis quemaron su casa poco después de que el poeta huyese del país.

Una de las visiones más extrañas de las catacumbas como museo o gabinete de curiosidades, del espacio tenebroso y casi subterráneo a donde van a parar las anomalías y los objetos perdidos, la tuvo Charles Baudelaire.

La madrugada del 13 de marzo de 1856, Baudelaire, a la sazón de treinta y cuatro años, tuvo un sueño muy vívido. Poco después de despertar, se lo contó detalladamente a su amigo Charles Asselineau en una memorable carta, definiendo la textura onírica del mismo como «un lenguaje casi jeroglífico del que no tengo la clave». En el sueño, Baudelaire se encuentra de camino a un burdel, a cuya madame piensa regalar un libro suyo, de carácter obsceno, que acaba de publicarse y que en ese momento lleva en la mano. Antes de entrar en el prostíbulo, se da cuenta, para su vergüenza, de que tiene el pene colgando fuera del pantalón y va descalzo. Una vez dentro, el soñador se halla de pronto en un lugar extraño: «Me encuentro en vastas galerías, comunicadas entre sí, mal iluminadas, de aspecto triste y marchito, como los viejos cafés, los viejos gabinetes de lectura o las espantosas casas de juego». Hay prostitutas dispersas por las galerías, que conversan con clientes, algunos de ellos colegiales. En las paredes hay infinidad de dibujos enmarcados, unos obscenos y otros «de arquitectura y de figuras egipcias». En un rincón de las oscuras galerías, hay una serie singular: son «dibujos, miniaturas, pruebas de fotografía»; representan pájaros de colores brillantes «en los que el ojo está vivo». En otras aparecen monstruos, engendros casi sin forma, y el soñador lee en las cartelas bajo los marcos que se trata de fetos humanos, singularmente contrahechos. El soñador entonces piensa de pronto que existe un solo periódico en el mundo, y ése es Le Siècle. Es como si el mundo hubiera sido engullido por Le Siècle, como si cada cosa que acontece fuera una noticia de sus páginas. (Durante más de veinte años, Baudelaire leía puntualmente ese diario, regodeándose en la particular estupidez de sus redactores, los cuales «pueden enseñar según convenga política, religión, economía, bellas artes, filosofía y literatura», algo que recuerda a la extensa tarea de recopilación de la estupidez humana que llevará a cabo Flaubert.) Sólo Le Siècle, reflexiona el soñador, «con su manía del progreso, de la ciencia, de la difusión de las luces», puede haber convertido un burdel en un museo de medicina. Algo más adelante, el soñador encuentra a un extraño ser vivo que se sostiene de pie en un pedestal, como si fuera una estatua. De la cabeza le brota una especie de tentáculo o serpiente que él, para distribuir su gran peso, lleva enrollada al cuerpo, como esas imágenes de Aión, el Señor de las Edades, naciendo del huevo cósmico.

En cuanto al otro lugar, traduzco aquí un breve poema de Rupert Brooke titulado «El tesoro»:

Cuando el color vuelva a su casa en nuestros ojos
y las luces que brillan se apaguen de nuevo,
con las danzantes muchachas y los dulces gritos de las aves,
detrás de los portones del cerebro,
y ese no-lugar del que nacieron cierre
el arco iris y la rosa:

quizás el Tiempo conserve un espacio dorado
donde abriré mi perfumado equipaje
de canciones y flores y cielos y rostros,
y los contaré y tocaré y les daré la vuelta,
meditando en ellos; como una madre que
ha cuidado a sus hijos todo el fértil día
y ahora se sienta, con las manos quietas, en la luz declinante,
cuando los niños duermen, antes de la noche.

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Ficha técnica

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