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Further conversations con mi amigo Tomás: el estilo

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El día que muere David Bowie salgo a correr por la mañana y, al pasar por una calle de mi barrio, veo a un hombre que está llorando en un banco de la acera contraria, con la cabeza entre los brazos. Sólo cuando estoy demasiado lejos para volver atrás, empiezo a pensar: «Ese era Tomás. Ese era Tomás».

Mi amigo Tomás no tiene teléfono móvil ni Internet. Le llamo al fijo, pero no contesta. Por la tarde, cuando tengo que sacar a mis dos perros, doy una vuelta un poco más larga de lo normal y llamo al timbre de su casa. Nadie contesta. Al cabo de un rato, veo que aparta las cortinas de una ventana del piso de abajo y vuelve a desaparecer. «¡Tomás!», grito, y llamo tres veces más al timbre. Cuando estoy a punto de irme, Tomás sale a la calle como si nada, me saluda efusivamente y vamos a dar un paseo con mis perros a la Quinta de los Molinos. Tiene los ojos muy rojos y lleva una gabardina muy parecida a la del llorador de esta mañana (una gabardina de exhibicionista, le señalo), pero él niega rotundamente, y varias veces, haber estado llorando en un banco en la calle.

Los almendros están empezando a florecer ya debido al calor anormal de este invierno. Hay mujeres de mediana edad que posan ante los árboles, con las manos alzadas, por alguna razón, como los brazos horizontales de una cruz gamada, mientras sus maridos hacen fotos con sus smartphones, no necesariamente a ellas.

Los dos somos fans de Bowie desde la adolescencia, pero Tomás no quiere hablar de él: «Prefiero hablar de cualquier otro fotógrafo semiprofesional», dice. Hace tiempo que Tomás no pronuncia la expresión ser humano. En su lugar dice fotógrafo semiprofesional. Yo le he dicho que lo mismo podría decir escritor semiprofesional, y él está de acuerdo, pero insiste con los fotógrafos. Por ejemplo, en la frase «los fotógrafos semiprofesionales se diferencian de los animales en que se comunican mediante lenguaje articulado», o en «esa mujer –refiriéndose a cierta política española– no parece un fotógrafo semiprofesional, sino un alienígena reptiliano con una máscara rudimentaria».

«Vamos a mi casa a buscar cosas en libros», dice finalmente. Caminamos de vuelta a su pequeña y vieja casa de ladrillo de dos pisos y nos metemos en su cocina llena de libros, con la única luz de un flexo sobre la mesa. Allí Tomás me lee un trozo de la novela que está escribiendo desde hace algún tiempo. Es la primera vez en su vida que se pone a escribir en serio. El pasaje trata sobre la Araña, una especie de estación espacial gigantesca e invisible desde la que se monitorizan ciertas actividades humanas, como la grabación de vídeos (innumerable actividad a lo largo y ancho de la corteza terrestre) o los cambios globales en el ritmo de las frases humanas. La Araña está habitada y controlada por unos extraterrestres antropomórficos –o, más bien, ginomórficos– llamados Las Damas, que, por lo que tengo entendido, se comportan fundamentalmente como meras espectadoras, aunque tienen designios muy concretos, y no precisamente benévolos, para la vida en la Tierra. Alguien podría pensar que estoy burlándome de la novela de mi amigo. No es así. Me gusta mucho lo que he leído hasta ahora.

Tomás se aclara la garganta y lee:

«Las Damas detectaban ritmos. Ciertas actividades humanas poseían ritmos. Las Damas amaban los ritmos. Había ritmos en los vídeos de los hombres. Ningún hombre podía detectarlos. Había ritmos en las frases. Pero no en cada frase. Los ritmos estaban en un billón de frases pronunciadas en un mismo día. Las Damas percibían complejos dibujos con sentido. Las Damas se alimentaban de esto». El fragmento sigue de esta guisa durante un largo rato.

Le digo que suena muy interesante, pero que no puede hacer todas las frases tan cortas, sobre todo en un pasaje expositivo. Le digo que tiene que hacer también frases largas, frases que reflejen el ritmo natural del pensamiento, etcétera, etcétera. Me mira un rato en silencio por debajo de sus cejas de águila. Después me dice que, evidentemente, no entiendo nada. Que sus propósitos son firmes. No entiendo muy bien qué quiere decir con eso.

En el equipo de música suena David Bowie. Nos alejamos del centro incandescente y ponemos discos ligeramente marginales dentro de la época dorada (1969-1980): Young Americans, Lodger, Diamond Dogs (en realidad éste, aunque no me gustaba cuando tenía dieciocho años, es ahora uno de mis favoritos). A pesar de nuestras precauciones, y de que evitamos en todo momento referirnos a la música, tenemos que guardar silencio de vez en cuando para escuchar tal estribillo, tal fragmento, tal frase. Es una música que me recuerda a mi infancia, incluso aunque probablemente no la escuché entonces. El mundo oscuro, invernal, con reflejos gastados broncíneos y violetas de los años setenta de mi imaginación.

Tomás me habla de un escritor español cuyos libros, escritos casi únicamente con frases sinuosas y largas, detesta con fervor. Es Javier Marías. Yo le digo que Marías no está tan mal. Después me habla de Juan Benet. Yo le digo que Benet tampoco está tan mal. Se levanta y va a la estantería. Veo lo que parece la obra completa de Benet apretada en un estante (para no gustarle, es extraño que le conceda un lugar de honor en la cocina). Trae varios. Abrimos Volverás a Región. Yo le digo que a mí me gusta Volverás a Región. «Vamos, no jodas», me dice. «Que sí, hombre, que está bien. Además, no está escrito sólo con frases largas, mira». Le enseño varias frases cortas y algunas oraciones de largo aliento que merecen su aprobación desganada. Él saca Un viaje de invierno y dice: «Te voy a leer una de las frases cortas de esta».

Pero en aquella que se dice la primera compareció un hombre que no había sido invitado, que no se hizo anunciar ni solicitó permiso para entrar y que –con su inopinada presencia en la sala– dejó a todos, a excepción de Amat y en cierto modo de ella (que todo el tiempo había estado mirando a hurtadillas, como si temiera su llegada), en la misma actitud atónita (pero recogida y anhelante, expresión coartada del sufrimiento por un malestar de conciencia que aun cuando nunca se confesara sin la llegada del intruso nunca habría dado lugar a la doblez) que reproducirían en la medida de sus facultades en sucesivas celebraciones.

«¿Tú entiendes algo, Ismael?». «Hombre, estás sacándolo de contexto. Así no se entiende nada. Yo leí la novela hace muchos años, pero ya no me acuerdo de mucho». «Pero, por favor, tú mira ese segundo paréntesis. ¿Qué quiere decir eso? Recogida y anhelante, bien, lo entiendo, pero, ¿y lo otro? Además, me parece que está mal escrito, debería decir hubiera confesado y no confesara, ¿no?». «Pues no estoy seguro…». «Mira, así la pondría yo». Saca un cuaderno y escribe, sacando un poco la lengua por un lado como un niño aplicado.

Pero en la primera compareció un hombre sin hacerse anunciar que dejó a todos atónitos excepto a Amat y a ella, que temía su llegada. Aquel pasmo, recogido y anhelante, era la expresión coartada de un malestar de conciencia que tenían bien presente y, más tarde, se repetiría en sucesivas celebraciones.

«Tú qué estás, ¿enmendándole la plana a Juan Benet? Pero qué arrogancia, por favor. Pues, mira, tu frase no me gusta nada. Pasmo, por favor, qué horterada. Y esa coma del final sobra. Pero es que, además, tú tendrías que saber que muchas veces un escritor busca un tipo de expresión que no tiene por qué ser la más fácil, para así expresar ciertos tonos, digamos, de la vida, para dotar de un marco particular al propio lenguaje que en sí mismo…». Yo sigo hablando y Tomás me mira sin decir nada con sus malditos ojos de águila y enseguida me pongo a sudar, y en mi interior lo maldigo y agito en su dirección un puño imaginario.

Está sonando esa canción triple llamada «Sweet Thing/Candidate/Sweet Thing», y los dos nos quedamos un rato callados para escucharla. «¡Dios, qué bueno!», digo, y al momento Tomás me fulmina con la mirada. «Perdón», susurro. Hace rato que estamos bebiendo cerveza como si no hubiera mañana, como es nuestra peligrosa costumbre cada vez que nos vemos. A pesar de sus reparos, los dos cantamos en voz baja el estribillo.

Cuando termina la canción, le digo que, de todas formas, la mayoría de los escritores alternan frases largas y cortas. «Te reto –me dice– a que encuentres una subordinada en Adiós a las armas». Me da el libro y yo lo hojeo en busca de una mínima complejidad sintáctica, pero me canso enseguida y le digo que, de todas formas, seguro que hay alguna. Tomás me habla de un escritor húngaro llamado László Krasznahorkai, cuyos libros constan sólo de frases inacabables. Me dice que en realidad son falsas frases largas, que lo único que hace ese hombre es no poner puntos. Me cuenta que Krasznahorkai, en una entrevista, dice que esa es la única manera honesta de escribir, porque en el habla humana no hacemos pausas. Nos admiramos de las imbecilidades que pueden decir los escritores en las entrevistas.

Tomás me habla de lo que él llama alto fraseo compartimentado, en el que cada frase es larguísima y contiene un gran número de subordinadas, normalmente unas dentro de otras, como cajas chinas o como una casa que debemos recorrer atravesando estancia tras estancia, como la casa de Goethe en Weimar. Me dice que el alto fraseo compartimentado tiene sus atractivos, como los tienen los coches potentes y las armas de fuego. Me dice que Henry James, ese escritor aburridísimo y horriblemente malo y tonto, constituye, sobre todo en sus últimas novelas, el ejemplo máximo de alto fraseo compartimentado en estado de putrefacción.

Le digo, de todas formas, que me extraña que tenga de pronto problemas con las frases largas. «¿A quién le importa eso?», le digo. Y me extraña sobre todo teniendo en cuenta que su novela favorita es En busca del tiempo perdido y que Proust es uno de sus fotógrafos semiprofesionales preferidos de la historia. Me dice que no tiene nada en contra de las frases largas, pero sí de los escritores que piensan que el estilo consiste en llenar abultados moldes de palabras. Por otra parte, dice, Proust no se toca, está más allá de nuestras vulgares discusiones de mesa de cocina y otras cosas gratuitas e injustas. Voy hasta la estantería y cojo Austerlitz, de Sebald. «Frases largas. Maravilla perfecta, ¿no?». Me dice que aún no lo ha leído, el muy desgraciado. Leemos fragmentos durante largo rato. Después, llenos de valentía por el contacto prolongado con la belleza, ponemos Aladdin Sane, pero lo tenemos que quitar enseguida. «Todavía no –murmura Tomás, con el elepé en la mano–, todavía no». Pone The Idiot, de Iggy Pop.

Escojo una frase larga de Sebald y le desafío a que la mejore.

Donde hacía un momento no había habido más que una oscuridad insondable, resplandecía ahora, rodeado de sombras negras por todas partes, un pequeño pueblo, con unos cuantos huertos frutales, praderas y campos que centelleaban verdes como la Isla de los Bienaventurados y, cuando bajamos por el paso con caballo y vehículo, todo se hizo cada vez más claro, las laderas de las montañas se destacaron luminosas en la oscuridad, la hierba fina, curvada por el viento, relucía allá abajo, en las orillas del riachuelo, los plateados sauces brillaban, y pronto volvimos a salir de aquellas alturas yermas, entre árboles y arbustos, entre los robles que susurraban suavemente, los arces y los serbales que, por todas partes, tenían ya bayas rojas.

Lanzamos exclamaciones de éxtasis (en plan evohé, etcétera). Nos paseamos por la cocina realizando danzas espasmódicas. Brindamos tres veces por W. G. Sebald y por Miguel Sáenz. Cantamos «Sister Midnight». Brindamos por las frases largas.

Cuando nos calmamos de nuevo, le digo que, de todas formas, siempre es estéril hablar de estilo. Me dice que él no está hablando de estilo: está hablando de frases. «¿Y se puede saber entonces qué es el estilo para ti?», le pregunto. «El estilo para mí es, por ejemplo, el modo en que al principio de Macbeth, Lady Macbeth es una mujer feroz que anima a su marido a asesinar a Duncan y que lo desprecia por su pusilanimidad, y cómo ambos personajes cambian progresivamente, hasta que ella, mucho más delicada de lo que sospechábamos, se vuelve loca por la culpa y él, mucho más resistente de lo que parecía y nacido para ser un hombre atroz, según descubrimos, apenas es capaz de sentir nada por el suicidio de su mujer. Eso es el estilo para mí: el ritmo y el contrapunto de los temas y las imágenes que subyacen a la textura verbal». «Pero, chaval, ¡eso no es el estilo! ¡Eso es otra cosa!». «¿Y qué cosa es?». A causa de la cerveza ingerida y de mi leve falta de interés por el tema, soy incapaz de contestarle. Me dice que eso que él llama estilo es lo que distingue a los grandes escritores de los que no lo son. Por ejemplo, Chéjov, me dice, cuya textura verbal es normalmente descuidada y plana y que, sin embargo, es uno de los más grandes escritores que han vivido. El ejemplo contrario es James, con su pesada maquinaria verbal y su vulgar sucesión de temas e imágenes manidas. «Pero eso no es el estilo», repito.

Me dice que su ejemplo de estilo perfecto es Suetonio. Saca un libro donde está el Essai sur le goût, de Montesquieu, y lee: «Suetonio nos describe los crímenes de Nerón con una sangre fría que nos sorprende y casi nos hace pensar que no siente ningún horror de lo que describe. De golpe, cambia de tono y dice: Habiendo sufrido el universo a ese monstruo durante catorce años, al fin lo abandonó: Tale monstrum per quatuordecim annos perpessus terrarum orbis tandem destituit. Esto produce sobre nuestro espíritu varias sorpresas: nos sorprende el cambio de estilo del autor, su diferente manera de pensar, su forma de poner en tan pocas palabras una de las más grandes revoluciones que habían ocurrido; de esta forma, el alma encuentra un gran número de sentimientos diferentes que concurren a estremecerle y a proporcionarle placer».

«No tengo nada que añadir», dice Tomás.

Escuchamos un rato Lust for Life ante la aburrida mirada de mis perros, que están tumbados en el suelo junto a la puerta de la cocina, junto a un montón de revistas esparcidas.

Después seguimos con las frases largas, un poco por inercia. «También está Cortázar –dice–, con sus frases largas, enlazadas, vagamente repugnantes». «Antes te gustaba Cortázar», le recuerdo. «Antes». Después se pone a buscar alguna frase repugnante en los cuentos, pero no encuentra ninguna. Me lee entonces varias cajitas chinas vacías de esa novela que se llama 62 modelo para armar, pero le digo que eso no vale, que está siendo injusto, y me da la razón.

Buscamos en De Quincey, uno de los escritores favoritos de ambos, con el recuerdo de que escribe con frases largas y lujosas, pero, para nuestra sorpresa, apenas encontramos ninguna que pase de las tres líneas. Buscamos en esa majestuosa novela de Sánchez Ferlosio llamada El testimonio de Yarfoz, pero las frases que más nos gustan son más bien cortas y las largas son casi siempre de transición o están en realidad compuestas de frases cortas que podrían estar separadas por puntos, o eso nos parece.

Afuera se ha hecho de noche y por la calle pasan lentamente unos chavales con algún aparato electrónico que emite reggaetón a todo volumen. La música sube cuando se acercan y baja cuando se alejan.

Después cogemos Ada y buscamos. Terminamos leyendo fragmentos en voz alta, con frases largas y cortas, da igual. Leemos, por ejemplo, lo siguiente, y nos damos cuenta por primera vez (los dos hemos leído la novela muchas veces) de que es una parodia y una amplificación del famoso comienzo del capítulo VI de la tercera parte de La educación sentimental:

Viajó, estudió, enseñó. Contempló las pirámides de Ladorah (visitadas principalmente por su nombre) bajo una luna llena que plateaba la arena incrustada con puntiagudas sombras negras. Fue de caza con el gobernador británico de Armenia, y su sobrina, al lago Van. Desde el balcón de un hotel en Sidra su atención fue dirigida por el director hacia el eco de un atardecer naranja que transformaba las ondas de un mar lavanda en escamas de carpas doradas y que bien valía el precio de soportar las pintorescas y pequeñas habitaciones a rayas que compartía con su secretaria, la joven Lady Scramble. En otra terraza, con vistas a otra legendaria bahía, Eberthella Brown, la bailarina favorita del Shah local (una muchacha pequeña e ingenua que creía que “bautismo de deseo” significaba algo sexual), derramó su café de la mañana al ver una oruga de quince centímetros de largo, con segmentos forrados de piel de zorro, qui rampait, que rampaba, a lo largo de la balaustrada y que se desmayó en un ovillo al ser agarrada por Van —quien, durante horas, después de depositar al hermoso animal en un arbusto, estuvo con gesto sombrío arrancándose brillantes pelos de las yemas de los dedos con las pinzas de la muchacha–».

Después, por fin, ponemos Aladdin Sane y Ziggy Stardust y Low y Scary Monsters y Tomás llora un poco. Le doy un abrazo. Me cuenta que la semana que viene vienen sus hijas de visita. Mis perros quieren salir a la calle, así que salgo a una noche límpida. Orión va a hundirse por el oeste. Sirio brilla y cambia de color como una hoguera en una ladera lejana. La Osa Mayor se eleva por el este como un pecio que emergiera de popa de las aguas. Yo voy tarareando Time. Otro día más.

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