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Después de nosotros, el dios salvaje

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En 1898, a los treinta y tres años de edad, William Butler Yeats publicó en el Daily Express de Dublín un artículo titulado «The Autumn of the Body». En él comenta y cita un libro del poeta y crítico Arthur Symons, amigo suyo, titulado The Symbolist Movement in Literature, que quería describir cierta literatura finisecular como «una revuelta contra la exterioridad, contra la retórica, contra la tradición materialista». Yeats comienza con estas palabras: «Nuestros pensamientos y nuestras emociones a menudo no son sino espuma lanzada a lo alto por mareas ocultas que siguen una luna que ningún ojo ve». Sigue diciendo que, cuando comenzó a escribir, «sentía el deseo de describir las cosas externas de la forma más vívida posible, y encontraba placer en los libros pintorescos y declamatorios» (para empezar es extraño, me parece a mí, que relacione lo declamatorio con lo vívido, pues lo declamatorio, por definición, es convencional, y las formas repetidas de la convención suelen ser grises y borrosas; las cursivas, por cierto, serán siempre mías). Después, dice, perdió de pronto el gusto por estas cosas y se dio cuenta de que no encontraba placer alguno en un libro a no ser que fuera espiritual y carente de énfasis. Aquí se refiere, podemos suponer, al extremo refinamiento del simbolismo tardío, y uno piensa en esos poemas que apenas son nada, apenas una transparencia, una música entreoída, en Moréas, Samain, Régnier, a pesar de que la poesía de Yeats, desde luego, es un licor mucho más fuerte.

Ese cambio, dice Yeats, la sustitución de una supuesta tradición materialista por una supuesta tradición espiritual, venía «de más allá de su mente». «Llega –dice– en un momento en el que estamos empezando a interesarnos por muchas cosas que la ciencia positiva, esa intérprete de la ley exterior, ha negado siempre», y enumera: «Por ejemplo, la comunión de mente con mente mediante el pensamiento y sin palabras, la precognición en sueños y en visiones, la presencia de los muertos entre nosotros, y muchas cosas más. Estamos, según parece, en una crisis suprema en el mundo, en un momento en el que el hombre está a punto de ascender, cargado con las riquezas que ha tardado tanto tiempo en acumular, la escalera por la que ha estado descendiendo desde los primeros días». El hombre se encuentra, según cree ver Yeats, a punto de emprender el ascenso por la cadena del ser, desde el mundo fragmentario posterior a la Caída hasta la unidad primera. Esto no era, quizá, otra cosa que un espejismo (han pasado más de cien años y seguimos bajando por esa escalera, o al menos detenidos entre un escalón y otro), pero es cierto que en ese momento, al filo de dos siglos, hubo un gran lanzamiento hacia lo alto de aspiraciones hasta entonces más o menos dormidas. «El hombre ha cortejado al mundo y lo ha ganado», escribe Yeats: es decir, lo ha poseído, en el sentido carnal de la palabra, y después –como dicta el tópico de la tristeza poscoital, al menos tan antiguo como Galeno– ha caído en el aburrimiento (Yeats usa la palabra weary, que indica tanto aburrimiento como cansancio, con un matiz de tristeza). «Esa tristeza [o ese aburrimiento] –dice– no terminará hasta el último otoño, cuando el viento se lleve a las estrellas como a hojas muertas. [El hombre] se puso triste [o se aburrió], cuando dijo: “Tan sólo estas cosas que veo y toco son reales”, porque finalmente las miró sin ilusión, y descubrió que no eran más que aire y polvo y humedad». Para Yeats, hay una tradición –la materialista– que comienza, como mínimo, en el Renacimiento (con la aparición de la perspectiva), que se encuentra agotada, ya no funciona, ya no permite entender el mundo. Hace falta otra visión, otro modelo. Todo esto resulta muy familiar, aunque, por supuesto, se desarrolla según rasgos característicos de ese fin de siècle en particular. George William Russell (otro teósofo irlandés) escribe en un poema de 1898: «The very sunlight’s weary, and it’s time to quit the plough» («La misma luz del sol está cansada, y es hora de dejar el arado»).

Más abajo, Yeats continúa: «La artes, creo, están a punto de echarse a la espalda el fardo que ha caído de los hombros de los sacerdotes, y a guiarnos de vuelta en nuestro viaje llenando nuestros pensamientos con la esencia de las cosas y no con las cosas». Con la esencia de las cosas y no con las cosas: a mí, personalmente, eso no me suena bien, aunque no sé si comprendo del todo lo que dice Yeats. Esa esencia de las cosas me suena a una literatura hecha de sombras de cosas, de abstracciones y de ideas generales, aunque, por otro lado, la literatura sólo puede ocuparse de la esencia de las cosas, claro está, o al menos de una esencia: las palabras son sólo palabras, ¿no? (Por otra parte, para Yeats, el arte asumirá el papel de la religión, algo que recuerda a la Supreme Fiction de Wallace Stevens, uno de los mejores discípulos del autor de «Byzantium»). Y sin embargo, al final del ensayo, Yeats se muestra en cierto modo insatisfecho con esta poesía incorpórea que proponen su amigo y los neurasténicos simbolistas.

Symons, citando a Mallarmé, dice que la poesía de la nueva era estará compuesta cada vez más de poemas breves, espirituales, abstractos, donde sólo cabrán «el horror del bosque, el trueno mudo esparcido en el follaje: no la madera intrínseca y densa de los árboles» (cito directamente de su «Divagation première»; la traducción de Symons es algo pobre); en lugar de esa intrínseca madera de los árboles, habrá «palabras que tomen luz de su reflejo mutuo, como un auténtico camino de fuego sobre piedras preciosas, y formen una palabra hasta entonces desconocida en el lenguaje». (Por supuesto, es tan absurdo dictar orden de destierro contra la realidad en las páginas de poesía como exigir que la realidad entre en ellas: la intrínseca madera, a pesar de que Stéphane insiste en que todas las obras maestras, ay, contienen una astilla, no se produce dentro del lenguaje, por mucho que se esfuercen los poetas materialistas, si es que existen). Sin embargo, Yeats predice que, aunque sin duda se escribirán muchos poemas breves y descarnados, «no se dejarán de escribir poemas largos [o novelas, podríamos decir], aunque los escribiremos cada vez más según nuestras nuevas creencias, que hacen el mundo maleable bajo nuestras manos. Creo que aprenderemos de nuevo cómo describir con todo detalle a un anciano que vaga entre islas encantadas, su regreso final a casa, su lentamente preparada venganza, la revoloteante forma de una diosa y la nube de flechas y a hacer que todas estas cosas "tomen luz de su reflejo mutuo, como un auténtico camino de fuego sobre piedras preciosas", y se conviertan "en una entera palabra", la signatura o símbolo de una modulación de la imaginación divina tan imponderable como "el horror del bosque y el silencioso trueno entre las hojas"». El mundo, dice Yeats, será maleable bajo nuestras manos (o, al menos, bajo las de los poetas) y en nuestros largos poemas y novelas cabrá describir el mundo «con todo detalle», algo que no habría gustado a Mallarmé. Los detalles vívidos de la verdadera imaginación artística, junto con el mágico reflejo mutuo de las palabras heredado del mejor simbolismo. ¿No era este el camino, este casi oculto sendero que Yeats está tímidamente señalando al final de su pequeño ensayo? ¿No era este el camino?

Trece años más tarde, en 1911, Yeats asistió al estreno de Ubú rey, la obra de Alfred Jarry, que, como todo el mundo sabe, comienza con la palabra merdre. Durante la representación, el público se dividió en dos bandos enfrentados (algo que pasaba a menudo en esa época turbulenta y encantadora: en los estrenos de La consagración de la primavera, de las obras de teatro de Raymond Roussel, del ballet Parade de Satie…). Yeats, contagiado por el entusiasmo de los defensores de Jarry, aplaudió y vitoreó y se lo pasó bomba. Después, caminó solo por las calles de París hasta su hotel y, cuando estuvo solo en su habitación, empezó a pensar en lo que acababa de presenciar y se puso triste, muy triste. De pronto le parecía que esa soñada nueva época del arte no iba a dar los frutos que él había soñado, que aquel festón de espuma marina lanzada al aire sólo podía caer y ya estaba cayendo. «Después de Mallarmé –escribiría más tarde recordando aquella noche–, después de Paul Verlaine, después de Gustave Moreau, después de Puvis de Chavannes, después de nuestra propia poesía, después de todo ese color sutil y esos ritmos nerviosos, ¿qué más es posible? Después de nosotros, el dios salvaje».

¿Qué dios era ese? No era Dionisos, como podríamos imaginar por oposición a la blanda luminosidad apolínea simbolista, sino un farsante disfrazado de Dionisos, un autómata cubierto de harapos. La histeria vanguardista de principios del siglo XX, el vómito automático de la materia cruda del subconsciente. La merdre, la irracionalidad, el descenso a la materia muerta y al caos. Todo eso tenía su valor, claro está, pero ese camino, de seguirse el tiempo suficiente, se estrechaba y se volvía más oscuro y, de pronto, se hundía en el caos. El caos no es en realidad una alegre amalgama multicolor (eso es, entre otras cosas, el mundo), el caos es el vacío, es la nada. La palabra griega khaos significa abismo oscuro, y viene de la raíz gheu– que significa bostezar. El caos es una boca abierta que lo engulle todo sin dejar rastro, como un agujero negro. El caos es el bostezo, el aburrimiento. El dadaísmo, y el surrealismo llevado hasta sus límites (y como artefacto mecánico, que cojea o se arrastra hasta que una pared lo detiene, estaba destinado a llegar a sus límites), eran sencillamente aburridos, y el cansancio y el aburrimiento que, según Yeats, había provocado el final de la tradición materialista, en esta nueva encarnación se hincharon como un enorme cadáver y cubrieron el mundo.

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