El centenario de la Primera Guerra Mundial resulta sumamente elástico: si es posible fijar con precisión el comienzo del conflicto armado, no ocurre así con su conclusión. La guerra no terminó con el armisticio de noviembre de 1918, ni con los tratados de Versalles, Saint-Germain-en-Laye, Trianón y Neuilly, ni con el de Sèvres, firmado por el Imperio Turco en 1920, cuya extrema severidad, unida a la ocupación de parte de Anatolia, originó una reacción nacionalista que desembocó en la sustitución del sultanato de Mehmed VI por la república presidencialista de Mustafá Kemal, de tal modo que el tratado efectivo, el de Lausana, hubo de esperar a 1923. Todo ello condujo a una paz inestable –una mera tregua de veinte años, pronosticó el mariscal Ferdinand Foch–, y en muchos lugares continuaron durante años los combates producto de la disgregación de los imperios caídos, con su secuela de independentismos regionales, ajuste y reajuste de fronteras y agravios tradicionales de naturaleza étnica y religiosa. No están del todo privados de razón quienes consideran que en agosto de 1914 se desató un conflicto aún hoy latente, aflorado en la reciente inestabilidad de los Balcanes y las regiones periféricas de Rusia, pasando por la Segunda Guerra Mundial y la disolución de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia. La conferencia de Versalles convierte el año 1919 en un hito irrenunciable, aunque presidido por un Jano bifronte, espectador de la muerte pasada y augur de la futura.